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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

El castillo de cristal (29 page)

BOOK: El castillo de cristal
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Hacía mucho más calor, señaló papá, en el valle a lo largo de la calle Stewart, flanqueada por aquellas bonitas casas de ladrillo con su césped recortado y sus galerías de aluminio ondulado. Los valles retenían el calor. Nuestra casa era la más alta de la ladera, lo que la convertía en el lugar más fresco de Welch. En caso de inundación —como comprobamos— también era la más segura.

No sabías que había reflexionado tanto sobre el lugar en donde debíamos vivir, ¿verdad? —me preguntó—. El negocio inmobiliario consiste en tres cosas, Cabra Montesa. Ubicación. Ubicación. Ubicación.

Papá se echó a reír. Era una risa silenciosa, que le agitaba los hombros, y cuanto más se reía, más gracia le hacía, lo que implicaba que se riera todavía más enérgicamente. También me eché a reír, y pronto los dos nos pusimos a reír histéricamente, revoleándonos por el suelo, con nuestras mejillas cubiertas de lágrimas, zapateando contra el suelo del porche. No podíamos reírnos más porque ya nos habíamos quedado sin aliento, sentíamos punzadas en los costados y creíamos que se nos había pasado el ataque de risa, pero luego uno de los dos empezaba a torcer la boca, y eso contagiaba al otro y, de nuevo, ambos terminábamos chillando como hienas.

• • •

La principal fuente de alivio contra el calor para los niños de Welch era la piscina pública, bajando las vías, cerca de la gasolinera Esso. Brian y yo fuimos a nadar una vez, pero Ernie Goad y sus amigos estaban allí, y empezaron a decirles a todo el mundo que nosotros los Walls vivíamos en la basura e íbamos a ensuciar el agua de la piscina y dejarla inmunda. Ésta fue la oportunidad de Ernie Goad de vengarse por la batalla de la calle Little Hobart. Uno de sus amigos sacó a relucir la frase «epidemia sanitaria», y fueron a decirles a los padres y a los socorristas que tenían que expulsarnos para evitar que se desatara una epidemia. Brian y yo decidimos irnos. Mientras nos alejábamos andando, Ernie Goad se acercó a la valla metálica.

—¡Idos a casa, al vertedero de basura! —gritó. Su voz estaba teñida de un frenesí triunfal—. ¡Idos ya, y no volváis!

Una semana después, todavía en medio de la ola de calor, me crucé con Dinitia Hewitt en el centro. Acababa de salir de la piscina, y tenía el cabello húmedo peinado hacia atrás, bajo un pañuelo.

—Hermana, qué buena estaba el agua —dijo, alargando la palabra «buena» para que sonara como si tuviera quince letras «e»—. ¿Has ido a nadar alguna vez?

—No nos quieren allí —contesté.

Dinitia asintió con la cabeza, aun cuando yo no había explicado nada. Luego dijo:

—¿Por qué no vienes a nadar con nosotros por las mañanas?

Yo sabía que «nosotros» quería decir otras personas de color. En la piscina no se aplicaban las medidas de segregación racial; todo el mundo podía nadar a cualquier hora —al menos, teóricamente—, pero la realidad era que todos los negros iban por las mañanas, cuando la piscina era gratuita, y los blancos por la tarde, cuando la entrada costaba cincuenta céntimos. Nadie había dispuesto este arreglo, y no había reglas que obligaran a cumplirlo. Simplemente, así era como funcionaba, y punto.

Ciertamente quería disfrutar del agua, pero no podía dejar de sentir que si aceptaba la invitación de Dinitia estaría violando una especie de tabú.

—¿No se va a enfadar nadie? —pregunté.

—¿Porque eres blanca? —preguntó ella—. Tal vez los tuyos, pero los nuestros no. Y los tuyos no van a estar allí.

• • •

A la mañana siguiente me encontré con Dinitia delante de la entrada de la piscina, con mi bañador de tienda de segunda mano enrollado dentro de mi deshilachada toalla gris. La chica blanca que estaba en la taquilla de entrada me echó una mirada sorprendida cuando cruzamos la puerta, pero no dijo nada. El vestuario de las mujeres era oscuro y olía a limpiador Pine-Sol; estaba hecho de ladrillos y suelo de cemento. Se oía una melodía
soul
en un casete a todo volumen, y las mujeres negras que atestaban los desconchados bancos de madera estaban cantando y bailando al son de la música.

En los vestuarios en los que había estado anteriormente, las mujeres blancas siempre parecían avergonzadas de su desnudez envolviéndose con toallas atadas a la cintura antes de bajarse las bragas, pero allí la mayoría de las mujeres estaban completamente desnudas. Algunas eran delgaduchas, con caderas angulosas y clavículas prominentes. Otras tenían unos traseros grandes y blandos y unos pechos enormes balanceándose; se entrechocaban los culos entre ellas y se levantaban los pechos una frente a otra cuando bailaban.

Cuando me vieron, las mujeres dejaron de bailar. Una de las que estaban desnudas se me acercó y se plantó frente a mí, con las manos en las caderas; tenía sus pechos tan cerca que me dio pavor que sus pezones me rozaran. Dinitia les explicó que yo estaba con ella y que era buena gente. Las mujeres se miraron y se encogieron de hombros.

Estaba a punto de cumplir trece años y era un poco tímida, así que pensé en ponerme el traje de baño deslizándolo por debajo de mi vestido, pero temí que lo único que lograría sería llamar la atención aún más, así que respiré hondo y me quité la ropa. La cicatriz sobre las costillas era más o menos del tamaño de mi mano abierta, y Dinitia la notó de inmediato. Le expliqué que me la hice a los tres años, que estuve seis semanas en el hospital para hacerme injertos de piel y por eso nunca me ponía bikini. Dinitia pasó los dedos suavemente sobre el tejido cicatrizado. —No es tan feo —dijo.

—¡Eh, Nitia! —gritó una de las mujeres—. ¡A tu amiga blanca le está saliendo un matorral rojo!

—¿Y qué esperabas? —preguntó Dinitia.

—Así es —dije—. De tal palo.

Era una frase que le había oído a Dinitia. Eso le hizo sonreír, mientras el resto de las mujeres reía a carcajadas. Una de las bailarinas me dio un topetazo con sus caderas. Me sentí lo suficientemente bien recibida como para devolverle el descarado golpe.

Dinitia y yo nos quedamos en la piscina toda la mañana, chapoteando, nadando de espaldas y a mariposa. Ella estuvo jugueteando en el agua casi tanto como yo. Nos alzamos sobre las manos sacando las piernas fuera del agua, dimos la vuelta debajo de la superficie, y jugamos al corre que te pillo y a la gallinita con los otros niños. Salíamos de la piscina para arrojarnos como bombas voladoras o dando volteretas, causando enormes salpicaduras tipo géiser, con intención de empapar a las personas sentadas en los bordes. El agua azul centelleaba y se agitaba llena de espuma. Cuando llegó la hora en que se acababa la piscina gratuita, tenía totalmente arrugados los dedos de las manos y de los pies, y mis ojos estaban enrojecidos y me escocían por el cloro, tan fuerte que su olor ascendía en un vapor que, prácticamente, resultaba visible. Nunca me había sentido tan limpia.

Esa tarde estaba sola en casa, disfrutando de la sensación de picor y sequedad de mi piel, áspera a causa del cloro, y de ese temblorcillo que aflora en los músculos después de hacer mucho ejercicio, cuando oí que golpeaban a la puerta. El ruido me sobresaltó. Casi nunca venían visitas a Little Hobart, 93. Entreabrí unos centímetros y me asomé. De pie, en el porche, había un hombre calvo con una carpeta bajo el brazo. Tuve la extraña sensación de que se trataba de alguien del gobierno, una especie a la que papá trataba de evitar.

—¿Está el cabeza de familia? —preguntó.

—¿Quién le busca? —dije yo.

El hombre sonrió, con esa extraña mueca que se aprecia cuando se quiere edulcorar las malas noticias.

—Soy de servicios sociales, de protección de menores, y estoy buscando a Rex o a Rose Mary Walls —informó.

—No están —contesté.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó.

—Doce.

—¿Puedo pasar?

Estaba tratando de fisgonear a mi espalda en el interior de la casa para saber cómo era. Tiré de la puerta hasta dejar abierto sólo un resquicio.

—Mis padres no me permitirían que le dejase entrar —aseguré—. Hasta que hablen con su abogado —añadí para impresionarle—. Dígame simplemente qué quiere, y les daré el recado.

El hombre dijo que alguien cuyo nombre no le estaba permitido revelar había llamado a su oficina recomendando una investigación sobre las condiciones de vida en la calle Little Hobart, 93, en donde era posible que hubiera niños desatendidos por sus padres.

—No estamos desatendidos —dije yo.

—¿Estás segura?

—Estoy segura, señor.

—¿Tu padre trabaja?

—Por supuesto —aseguré—. Hace trabajos temporales. Y es empresario. Está desarrollando una tecnología para lograr una combustión más segura y eficiente del carbón bituminoso de bajo poder calorífico.

—¿Y tu madre?

—Ella es pintora —informé—. Y escritora y profesora.

—¡Vaya! —El hombre anotó algo en un bloc—. ¿En dónde?

—No creo que a mis padres les guste que yo hable con usted sin estar presentes —dije—. Vuelva cuando estén. Responderán a todas sus preguntas.

—Bien —asintió el hombre—. Volveré. Díselo.

Me tendió una tarjeta de visita por el resquicio de la puerta. Le miré bajar a tierra firme.

—Tenga cuidado con esa escalera —le grité—. Estamos construyendo una nueva.

• • •

Cuando se marchó, me puse tan furiosa que subí corriendo la colina y empecé a arrojar piedras —piedras tan grandes que para levantarlas tenía que usar ambas manos— al pozo de los residuos. A excepción de Erma, nunca había odiado a nadie más de lo que odiaba a ese hombre del servicio de protección de menores. Ni siquiera a Ernie Goad. Al menos, cuando Ernie y su pandilla venían aullando que éramos basura, podíamos combatirles a pedradas. Pero si a aquel hombre de protección de menores se le metía en la cabeza que éramos una familia no apta para la crianza de niños, no tendríamos forma de ahuyentarle. Abriría una investigación y terminaría mandándonos a mí, a Brian, a Lori y a Maureen a vivir con una familia distinta a cada uno, aunque todos tuviéramos buenas calificaciones y supiéramos código Morse. No podía permitir que sucediera eso. De ningún modo iba a perder a Brian, a Lori y a Maureen.

Deseé que pusiéramos pies en polvorosa. Durante mucho tiempo, Brian, Lori y yo habíamos dado por sentado que nos iríamos de Welch más tarde o más temprano. Más o menos cada mes le preguntábamos a papá si íbamos a trasladarnos. Él hablaba a veces de Australia o Alaska, pero nunca movió un dedo, y cuando nos dirigíamos a mamá, ella cantaba una cancioncilla, se ponía en pie y se marchaba. Tal vez regresar a Welch había matado en papá la idea que tenía de sí mismo, la de un hombre que iba de un lugar a otro. La verdad era que estábamos clavados allí.

Cuando mamá volvió a casa, le di la tarjeta del hombre y le hablé de su visita. Yo todavía estaba histérica. Dije que ni ella ni papá se molestaban ya en trabajar, y puesto que se negaba a dejar a papá, el gobierno se ocuparía de relevarla en la tarea de dividir a la familia.

Esperaba que replicara con una de sus habituales observaciones, pero escuchó mi diatriba en silencio. Luego dijo que tenía que estudiar cuáles eran sus alternativas. Se sentó ante su caballete. Se había quedado sin lienzos y había empezado a pintar en chapas de madera, así que agarró un panel, sacó su paleta, le echó un poco de pintura de sus tubos y eligió un pincel.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté.

—Estoy pensando —contestó.

Mamá trabajaba rápido, mecánicamente, como si supiera con exactitud qué era lo que quería pintar. En medio de la tabla fue tomando forma una figura. Era una mujer de la cintura para arriba, con los brazos en alto. Alrededor de la cintura aparecieron círculos azules concéntricos. El azul era agua. Mamá pintaba un cuadro de una mujer ahogándose en un lago tormentoso. Cuando terminó, se quedó sentada largo rato en silencio, mirando fijamente el cuadro.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer? —pregunté finalmente.

—Jeannette, estás tan obsesionada con esa idea, que das miedo.

—No me has dado una respuesta —insistí.

—Conseguiré un trabajo, Jeannette —me espetó. Arrojó su pincel en el frasco de la trementina y se quedó allí sentada mirando a la mujer que se ahogaba.

Los profesores cualificados eran tan escasos en el condado de McDowell que dos de las profesoras que había tenido en el instituto de Welch nunca habían ido a la universidad. Mamá pudo conseguir un trabajo antes de que esa misma semana llegara a su fin. Pasamos esos días limpiando frenéticamente la casa, imaginando que el hombre del servicio de protección de menores volvería. Era una tarea vana a causa del montón de trastos de mamá, del agujero en el techo y del asqueroso cubo amarillo en la cocina. De todos modos, por alguna razón, nunca regresó.

El trabajo de mamá consistía en clases de refuerzo de lectura en una escuela primaria en Davy, un campamento minero a veinte kilómetros al norte de Welch. Como seguíamos sin tener coche, la directora de la escuela hizo un arreglo para que a mamá la llevara otra maestra, Lucy Jo Rose, quien acababa de licenciarse en la Universidad Estatal de Bluefield, y era tan gorda que apenas podía entrar apretada contra el volante de su Dodge Dart marrón. Lucy Jo, a quien la directora había poco menos que ordenado prestar este servicio, le tomó instantáneamente antipatía a mamá. Se negaba a decir más de dos palabras durante el viaje. En cambio, ponía cintas de Bárbara Mandrelly fumaba Kools con boquilla todo el tiempo. Cuando mamá bajaba del coche, Lucy Jo hacía grandes aspavientos mientras echaba sobre el asiento de mamá desinfectante en spray Lysol. Mamá, por su parte, opinaba que Lucy era deplorablemente ignorante. Una vez que mamá mencionó a Jackson Pollock, Lucy Jo dijo que ella tenía sangre polaca y que, por lo tanto, le disgustaba que mamá utilizara denominaciones denigrantes con respecto a los polacos.

Mamá tenía los mismos problemas que los que tuvo en Battle Mountain en cuanto a la organización de su papeleo y la disciplina de sus alumnos. Al menos una mañana por semana, montaba un berrinche y se negaba a ir a trabajar; Lori, Brian y yo teníamos que calmarla y hacerla bajar a la calle en la que Lucy Jo esperaba con el ceño fruncido y con el Dart echando humo azulado por el tubo de escape podrido de óxido.

Pero, al menos, teníamos dinero. Hasta aquel momento, yo había aportado algo haciendo de canguro, Brian limpiando los hierbajos del jardín a otra gente y Lori repartiendo periódicos, aunque entre los tres no conseguíamos reunir demasiado. Ahora, a mamá le pagaban unos setecientos dólares al mes, y la primera vez que vi su talón gris de la nómina, con la solapa troquelada y las firmas automatizadas, creí que nuestros problemas se habían acabado. Los días de paga, mamá nos llevaba con ella al gran banco, frente a los juzgados, para cobrar el talón. Una vez que el cajero le daba el dinero, mamá iba a un rincón del banco y lo guardaba en una media enganchada a su sujetador con un imperdible. Luego salíamos a toda prisa hacia la compañía de electricidad, la de administración de aguas y en busca del casero, para pagar nuestras facturas con billetes de diez y veinte. Los cajeros apartaban los ojos cuando mamá se sacaba la media del sujetador explicando a voz en grito a quienes estuvieran a su alcance que aquélla era su forma de asegurarse de que nunca la robara un carterista.

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