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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

El castillo de cristal (21 page)

BOOK: El castillo de cristal
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Estaba en quinto curso, así que mi jornada se dividía en dos partes, con distintos profesores y aulas para cada una. En la primera parte tenía historia de Virginia Occidental. La historia era una de mis asignaturas preferidas. Estaba preparada para levantar la mano apenas el maestro hiciera una pregunta que pudiera responder, pero él se quedó frente a la clase, junto a un mapa de Virginia Occidental, con los límites de los cincuenta y cinco condados marcados, y se pasó la clase entera señalando los condados y pidiéndoles a los alumnos que los identificaran. En la segunda, pasamos una hora viendo la filmación del partido de fútbol americano que había jugado el instituto de Welch hacía varios días. Ninguno de los profesores me presentó al resto de la clase; parecían sentirse tan inseguros como los niños con respecto a cómo actuar ante un extraño.

Mi siguiente clase fue de lengua para alumnos con dificultades de aprendizaje. La señorita Caparossi empezó por informar a la clase de que tal vez se sorprendieran de saber que había gente en este mundo que se creía mejor que otra.

—Están convencidos de que son tan especiales que no tienen que seguir las reglas como el resto de las personas —dijo—, como presentar su documentación escolar cuando se matriculan en una nueva escuela. —Me miró y enarcó las cejas de modo elocuente—. ¿Quién de vosotros cree que eso no es justo? —le preguntó a la clase.

Todos los niños levantaron la mano, menos yo.

—Veo que nuestra nueva alumna no está de acuerdo —continuó—. ¿Tal vez quieras explicarnos por qué?

Estaba sentada en la penúltima fila. Los alumnos sentados en la parte delantera giraron sus cabezas para mirar. Decidí deslumbrarlos con una respuesta del juego del Ergo.

—Información insuficiente para llegar a una conclusión —solté.

—¿Ah, sí? —preguntó la señorita Caparossi—. ¿Es eso lo que dicen en una gran ciudad como Phoenix? —Lo pronunció «Fíiiinix». Luego se dirigió a la clase y repitió en voz alta y burlona—: Información insuficiente para llegar a una conclusión.

Toda la clase estalló en carcajadas.

Noté algo pinchándome dolorosamente entre los omóplatos y me di la vuelta. La niña negra alta, de ojos almendrados, estaba sentada en el pupitre de atrás. Mostraba en alto el lápiz afilado que me había clavado en la espalda; en su rostro aparecía la misma sonrisa maliciosa mostrada en el patio.

• • •

A la hora del almuerzo busqué a Brian en la cafetería, pero los niños de cuarto curso tenían un horario diferente, así que me senté y le di un mordisco al sándwich preparado por Erma esa mañana. Era grasiento y no sabía a nada. Separé las rebanadas de pan de molde. Dentro había una delgada loncha de manteca de cerdo. Eso era todo. Ni carne, ni queso, ni siquiera una rodajita de pepinillo. Aun así, lo mastiqué despacio, con la mirada fija en las marcas de mis mordiscos en el pan, para retrasar lo más posible el momento de marcharme de la cafetería y salir al recreo. Cuando fui la última alumna que quedó en la cafetería, el conserje, que colocaba las sillas encima de las mesas para poder pasarle la fregona al suelo, me dijo que era hora de irse.

En el exterior, en el aire inmóvil había en suspenso una bruma poco densa. Junté los lados de mi abrigo de lana de oveja. Tres niñas negras, lideradas por la de los ojos almendrados, se pusieron en movimiento en dirección a mí tan pronto como me vieron. Las siguieron media docena de niñas. En unos instantes, estaba rodeada.

—¿Tú te crees mejor que nosotras? —Me dio un puñetazo. Al ver que en lugar de levantar las manos para defenderme, me quedaba aferrada a los bordes de mi abrigo para mantenerlo cerrado, se dio cuenta de que no tenía botones—. ¡Esta niña no tiene botones en su abrigo! —gritó.

Eso pareció darle el permiso que necesitaba. Me dio un empujón en el pecho, y caí de espaldas. Traté de levantarme, pero las tres niñas empezaron a darme patadas. Rodé y terminé metida en un charco, gritándoles que se fueran e intentando devolver los golpes a aquellos pies saliendo de todas partes. Las otras niñas se cerraron en círculo alrededor de nosotras y ninguna de las profesoras pudo ver lo que estaba pasando. Nada detuvo a aquellas niñas, hasta que se hartaron de pegarme.

Cuando mis hermanos y yo llegamos a casa esa tarde, mamá y papá estaban ansiosos por oír lo que teníamos que contarles sobre nuestro primer día.

—Ha estado bien —dije yo. No quería decir la verdad. No estaba de ánimo para oír una de sus disertaciones acerca del poder del pensamiento positivo.

—¿Lo ves? —exclamó—. Ya te dije que te ibas a integrar de inmediato.

Por toda respuesta, Brian se encogió de hombros ante las preguntas de mamá y papá, y Lori no quiso decir ni una palabra sobre cómo le había ido a ella.

—¿Cómo te fue con los otros niños? —le pregunté más tarde.

—Bien —respondió, pero dio media vuelta y se fue, y ése fue el final de la conversación.

• • •

El acoso y los golpes continuaron durante semanas. La chica alta, llamada Dinitia Hewitt, me miraba con su sonrisa mientras esperábamos en el patio de asfalto a que empezaran las clases. A la hora de comer, masticaba mis sándwiches de manteca de cerdo con lentitud paralítica, pero por mucho que hiciera tiempo, al poco rato aparecía el conserje para colocar las sillas encima de las mesas. Salía lentamente al exterior, tratando de mantener la cabeza en alto, y Dinitia y su pandilla me rodeaban y empezaban de nuevo.

Mientras peleábamos, me llamaban pobre, fea y sucia, y era difícil rebatir esas afirmaciones. Tenía tres vestidos, todos heredados o comprados en tiendas de segunda mano, lo que significaba que todas las semanas usaba dos de ellos dos veces. Estaban tan gastados de los innumerables lavados que las costuras tendían a separarse. Además, siempre íbamos sucios. No era la suciedad seca como cuando estábamos en el desierto, sino mugre y manchas del polvo aceitoso de la estufa de carbón. Erma nos permitía un solo baño a la semana en diez centímetros de agua, calentada en la estufa de la cocina, y que teníamos que compartir los cuatro.

Pensé en hablar de las peleas con papá, pero no quise quedar como una quejica. Además, desde que llegamos a Welch, se había mantenido sobrio en contadas ocasiones, y temía que si se lo contaba aparecería en la escuela borracho y empeoraría aún más las cosas.

Intenté hablar con mamá. Pero no me atreví a contarle lo de los golpes, temiendo que si lo hacía trataría de entrometerse y lo único que lograría sería empeorar las cosas mucho más. Lo que sí comenté fue que aquellas tres chicas negras me lo hacían pasar mal porque éramos pobres. Mamá me dijo que tenía que decirles que no había nada de malo en ser pobre; Abraham Lincoln, el más grande de los presidentes habidos jamás en la historia de este país, procedía de una familia misérrima. También afirmó que debería decirles que Martin Luther King, Jr., se sentiría avergonzado de semejante comportamiento. A pesar de saber que aquellos argumentos tan nobles no me conducirían a ninguna parte, lo intenté —
¡Martin Luther King se sentiría avergonzado!
—, y lo que conseguí con ello fue que las niñas se desternillaran de risa mientras me arrojaban al suelo de un empujón.

Mientras estaba acostada en la cama de Stanley con Lori, Brian y Maureen, tramaba planes de venganza. Me imaginaba a mí misma como papá en sus días del Ejército del Aire, moliéndolas a palos a todas juntas. Después de volver de la escuela, salía y me dirigía al sitio donde se guardaba la leña junto al sótano y practicaba golpes de kárate y patadas a los troncos, mientras dejaba escapar algunos insultos soeces bastante infames. Pero también pensaba en Dinitia, tratando de comprender cuál era el sentido de su comportamiento. Durante un instante nacía en mí el deseo y la esperanza de hacerme amiga de ella. Había visto a Dinitia sonreír algunas veces con auténtica calidez, y eso transformaba su rostro. Con una sonrisa así, tenía que tener algo en su interior, pero no llegaba a imaginarme cómo hacer para que lo sacara a relucir ante mí.

• • •

Casi un mes después de haber empezado la escuela, estaba subiendo unos escalones que conducían a un parque en la cima de una colina cuando oí un ladrido ronco y furioso proveniente del otro lado del monumento conmemorativo de la Primera Guerra Mundial. Corrí escaleras arriba y me encontré con un enorme perro, con espuma en la boca, arrinconando contra el monumento a un niño negro de unos cinco o seis años. El chico trataba de darle patadas, mientras el chucho le ladraba y arremetía contra él. El chaval miraba la línea de árboles plantados al otro extremo del parque, y me di cuenta de que calculaba qué posibilidades tendría de llegar hasta allí.

—¡No corras! —grite.

El niño me miró. Y el perro también, y en ese instante el niño emprendió una inútil carrera desesperada hacia los árboles. El perro saltó detrás de él, ladrando, y luego le alcanzó y empezó a darle mordiscos en las piernas.

Por lo que sabía, hay perros furiosos, perros salvajes y perros asesinos, y cualquiera de ellos le saltaría a uno para morderle la garganta y se quedaría así hasta que uno de los dos muriera, pero me di cuenta de que ese perro no era verdaderamente malo. En lugar de desgarrar al niño, se divertía aterrorizándole, gruñendo y tirándole de la pernera del pantalón, pero sin hacerle daño realmente. Era sólo un chucho al que habían maltratado demasiado y estaba contento de encontrar una criatura que le tuviera miedo.

Agarré un palo del suelo y me dirigí corriendo hacia ellos.

—¡Vamos, largo! —le grité al perro. Cuando levanté el palo, gimoteó y huyó a toda prisa.

Los dientes del perro no habían llegado a arañar la piel del niño, pero la pernera de su pantalón estaba rota, y él temblaba como una hoja, paralizado de miedo. Le ofrecí llevarle a su casa, y terminé alzándole en brazos y poniéndomelo a caballito. Era ligero como una pluma. No pude arrancarle ni una palabra aparte de «para allá» o «por ahí», con una voz apenas audible.

Las casas del barrio eran viejas pero recién pintadas, algunas con colores brillantes como lavanda o verde intenso.

—Es aquí —susurró el niño cuando llegamos a una casa de postigos azules. Tenía un jardín cuidado, pero era tan pequeña que parecía la casa de los enanitos del bosque. Cuando bajé al niño, subió corriendo los escalones y cruzó la puerta. Me di la vuelta para marcharme.

Dinitia Hewitt estaba de pie en el porche, en la acera de enfrente, mirándome con curiosidad.

Al día siguiente fui al patio después de comer, y la pandilla de niñas se puso en movimiento hacia mí, pero Dinitia se quedó atrás. Sin su líder, las otras no supieron qué hacer y se detuvieron en seco ante mí. La semana siguiente, Dinitia me pidió que la ayudara con sus deberes de lengua. Nunca se disculpó por haberme acosado, ni siquiera habló del asunto, pero me agradeció haber llevado a su vecino a casa esa noche, y supuse que su solicitud de ayuda era lo más parecido a una disculpa. Erma me dejó muy claro lo que opinaba de los negros, así que en lugar de invitar a Dinitia a casa para trabajar en sus deberes, le sugerí ir a la suya el sábado siguiente.

Ese día, salí al mismo tiempo que el tío Stanley. Él jamás había conseguido aprender a conducir, pero alguien de la tienda de electrodomésticos en la que trabajaba pasaría a recogerle. Me preguntó si quería que me llevaran a mí también. Cuando le dije adonde me dirigía, frunció el ceño.

—Eso es el barrio negro —dijo—. ¿Qué vas a hacer allí?

Stanley no quiso que su amigo me llevara a aquella zona, así que fui andando. Cuando luego regresé a casa por la tarde, sólo estaba Erma, que nunca ponía un pie en la acera. Se encontraba de pie en la cocina, revolviendo una olla de guisantes verdes y tomando unos tragos de la botella de licor destilado ¿legalmente que tenía en el bolsillo.

—¿Y qué tal en el barrio negro? —preguntó.

Erma siempre llamaba a los negros
«niggers»
[2]
. La casa de los abuelos estaba en la calle Court, en el límite con el barrio negro. La irritaba que empezaran a instalarse en esa parte del pueblo, y siempre decía que por culpa de ellos Welch había entrado en decadencia. Cuando te sentabas en el salón, donde Erma siempre dejaba las persianas bajadas, podías oír a grupos de personas de color que se acercaban al pueblo conversando y riendo.

—Condenados negros —mascullaba Erma—. La razón por la que no he salido de esta casa desde hace quince años es que no quiero ver ni que me vea un maldito negro.

Mamá y papá siempre nos habían prohibido decir
nigger.
Es mucho peor que cualquier taco, nos explicaron. Pero dado que Erma era mi abuela, nunca dije nada cuando la utilizaba.

Erma siguió revolviendo los guisantes.

—Sigue así y la gente va a pensar que te gustan los malditos
niggers
—dijo.

Me dirigió una mirada severa, como si me estuviera impartiendo una lección esencial que debería hacerme reflexionar y debía asimilar. Quitó el tapón de rosca de su botella de licor ilegal y dio un largo trago, meditabunda.

Al verla beber, noté una opresión en el pecho y no pude contenerme.

—Esa palabra no se dice —repuse. El rostro de Erma se descompuso, estupefacto—. Mamá dice que ellos son iguales a nosotros —proseguí—, salvo que tienen una tez diferente.

Erma me lanzó una torva mirada. Creía que iba a abofetearme, pero en cambio dijo:

—Mierdecilla desagradecida. Que me cuelguen si vas a probar mi comida esta noche. Mueve tu inútil culo y lárgate al sótano.

• • •

Lori me dio un abrazo cuando se enteró de que había reñido a Erma. Sin embargo, mamá estaba enojada.

—Puede que no compartamos sus opiniones —dijo—, pero tenemos que recordar que mientras seamos sus huéspedes, tenemos que ser corteses.

Aquélla no parecía mamá. Ella y papá eran los primeros en despotricar alegremente contra cualquiera que no les gustara o a quien no respetaran: los ejecutivos de la Standard Oil, J. Edgar Hoover y, especialmente, los esnobs y los racistas. Siempre nos alentaron a ser directos y francos en nuestras opiniones. Ahora teníamos que mordernos la lengua. Pero mamá tenía razón, Erma nos pondría de patitas en la calle. Me di cuenta de que situaciones como éstas transformaban en hipócritas a las personas.

—Odio a Erma —le dije a mamá.

—Tienes que mostrarte compasiva con ella —replicó.

Los padres de Erma murieron cuando era pequeña, me explicó, y tuvo que vivir en casa de un pariente tras otro, que la trataron como una criada. Le hacían restregar la ropa en una tabla de lavar hasta que le sangraban los nudillos. Ése era el principal recuerdo de la infancia de Erma. Todo lo que pudo hacer el abuelo por ella cuando se casaron fue comprarle una lavadora, pero la alegría que ésta le proporcionó hacía ya mucho tiempo que había desaparecido.

BOOK: El castillo de cristal
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