Así lo percibió la preclara inteligencia del judío Hasday ben Saprut cuando sus sagaces ojos se posaron en los pergaminos. Los estuvo mirando y leyendo extasiado y casi podía advertir yo el temblor en sus dedos cuando tenía que pasar la página, como la respiración contenida en su pecho de sabio, y casi sentía el bullir de la efervescencia en su mente enormísima, asaltada por el ardor visionario. Solo de vez en cuando, sin levantar la mirada de las preciosas pinturas, exclamaba en un susurro:
—¡Maravilloso! ¡Fascinante! ¡Sorprendente!
Por eso sentí un profundo remordimiento, por haber dudado el día antes sobre si sería o no conveniente ofrecerle el libro, puesto que Hasday era hebreo y temía ofenderle con las verdades de nuestra Biblia cristiana. Pero él era un hombre de alma grande y abierta, incapaz por tanto de envenenarse como los ofuscados hipócritas. No solo no rechazó el libro, sino que, enardecido por las curiosas sugerencias de las miniaturas y los textos, quiso indagar más, saber más, ver más… como es tan propio de los sedientos amantes del conocimiento.
Alzó hacia mí unos ojos brillantes, rutilantes de curiosidad, y me dijo:
—He leído aquí algo que, no sé por qué motivo, me ha removido extraordinariamente por dentro…
—Léelo en voz alta —le pedí.
Él leyó:
Y vi un ángel que bajaba del cielo, llevando en su mano la llave del abismo infernal y una gran cadena. Dominó al Dragón, la antigua Serpiente, que es el Diablo y Satanás, y lo encarceló por mil años. Lo arrojó al abismo de los infiernos, lo encerró y puso encima los sellos, para que no seduzca ni engañe más a las naciones hasta que se cumplan los mil años. Después de eso, tiene que ser soltado por un poco de tiempo…
La pintura que ilustraba el pasaje era magnífica: el ángel, majestuoso y esbelto, sostenía con seguridad la llave en una mano y, con la otra, tenía agarrada una especie de cuerda tensada con la que sujetaba fuertemente el cuello de una enorme serpiente, cuya piel sinuosa, bellamente moteada, parecía envolver la escena. A los pies del ángel, en un abismo oscuro, se retorcía un ser infernal de negra figura, encerrado en un cofre sellado.
—¡Impresionante! —exclamó él—. ¡Se me pone el pelo de punta!
Permanecimos contemplando absortos la miniatura durante un largo rato. Después Hasday me preguntó:
—¿Es una profecía? ¿Qué significa?
—Es sin duda el capítulo del Apocalipsis de san Juan que mayor interés ha suscitado entre las almas inquietas —respondí—. No me extraña pues que te haya llamado tanto la atención. Hace referencia al tiempo, a los mil años de reinado del Mesías y los santos, mientras el demonio y el mal son encadenados.
Se quedó pensativo durante un rato. Luego dijo con cierta seriedad:
—Ya he oído hablar con anterioridad de esa profecía de los cristianos… Vuestro cómputo del tiempo presente se aproxima al año 1000 y creéis que llega el fin del mundo… ¿Cómo se puede creer en algo tan absurdo?
—En efecto —asentí—, es ilógico e ingenuo.
Mi afirmación le sorprendió mucho, porque no la esperaba. Me miró con extrañeza y después, señalando el libro, observó:
—Pero… aquí se habla de mil años… ¿Por qué me has enseñado entonces este libro si no crees en lo que dice?
—Veamos —respondí—. En principio, debemos olvidarnos de cualquier sentido literal e interpretar esos escritos en sentido espiritual. Pues esa es su finalidad y no otra; hablarle al espíritu humano, comunicarse con él y conducirle a intuir las cosas últimas.
—Eso que dices me resulta más razonable —dijo esbozando una sonrisa—. Pero mil años son mil años, y ahí se habla expresamente de mil años.
—Sí. Pero es menester recordar que nadie, excepto Dios, conoce el día ni la hora final, para no vivir angustiados como los hombres sin fe. No hay pues profecía alguna que sea capaz de determinar ese momento. Porque no todo lo podemos saber y comprender. ¡Afortunadamente, no es la sabiduría de los hombres la que dirige todas las cosas!, sino la sabiduría de Dios, que es infinitamente más poderosa, más misericordiosa y, sobre todo, más amante.
—En eso estamos de acuerdo y me alegro —dijo con satisfacción—. Pero sigamos con la profecía. ¿Por qué mil años?
—Bien, déjame explicarte. En esto, como en tantas otras cosas, me guío por las enseñanzas del sabio Julián de Toledo, que rechazaba la absurda veleidad de pretender determinar la fecha del final del mundo. Ya Agustín de Hipona fue reacio a efectuar cualquier intento de precisar la inminencia de ese final, aun teniendo que asistir en los últimos días de su vida a la caída del Imperio de los romanos en poder de los bárbaros; la gran tribulación que muchos interpretaban ya como el final de los tiempos. Porque la marcha del mundo hacia ese final tiene para ambos sabios un sentido espiritual: todas las eras, todas las épocas, todos los hombres caminamos hacia ese final…
—¡Me encanta oírte hablar así! —exclamó llevándose las manos al pecho—. Ciertamente, la palabra «apocalipsis» no es cristiana, ni judía, ni islamita…; proviene del idioma griego antiguo y significa «ocultamiento». Es decir, se trata de algo que está oculto al entendimiento humano. Puede sobrevenir en cualquier momento…
—Así es. El sabio Julián de Toledo, en su obra
De comprobatione
aetatis sextae
, afirmaba que nos hallamos en la sexta edad del mundo y que el tiempo restante solo es conocido por Dios, sin que sea incierto o lejano, ni que no tengamos que prestar atención a las señales que lo anuncian. Solo Él sabe lo que va a suceder mañana. Cierto es que nuestra época es una época de agitación e inquietud, pero hay que estar persuadido de esta verdad: siempre hubo guerras, desastres, hambres, pandemias, calamidades… y siempre las habrá en este mundo, porque todo ello ha sido previsto, anunciado; hasta que llegue aquella prueba final de la que hablan los escritos sagrados. Muy dura será la prueba; mas será la última.
El viaje de la reina Goto
Venerable Gemondo, hermano mío en el Señor, nunca pensé que Hispania fuera tan extensa ni tan diversa. Tú, que fuiste caballero en tu juventud, serviste al rey y tuviste la ocasión de viajar con la hueste allende las fronteras de la Gallaecia, aunque fuera a los páramos de León, y pudiste conocer otras ciudades y otras gentes. Mas yo en mi vida he ido más allá de Astorga. Descendiendo hacia el sur, atravesando esas montañas que hay después de la Tierra de Nadie y que parecen tocar el cielo, los caminos transitan a lo largo de muchas leguas entre espesos bosques, por rocosas gargantas que parecen haber sido creadas solo para las alimañas y las aves rapaces. Son aquellos territorios tan hostiles y desiertos que se recorren aprisa, sin apenas darse descanso, con el deseo de alcanzar cuanto antes las regiones habitadas que hay donde se inicia el reino de los mauros. Y después de algunas jornadas cabalgando a merced de la maleza por desdibujados senderos que solo conocen los experimentados adalides que guían los ejércitos, repentinamente aparecimos en las placenteras y tibias llanuras, cubiertas de sembrados, vides y árboles frutales, que se extienden en torno a las aldeas agarenas. La primera ciudad que se encuentra es Zamora, encerrada en sus murallas, sobre la altura de un promontorio que domina la vega de un río. Es el alivio de los viajeros, por sus fuentes, baños y fondas; y por los huertos que dan verdura, legumbres, higos, habas, nueces, almendras y pasas. Se para allí el tiempo necesario para el reposo y para que se repongan las bestias, que suele ser no más de tres días, y se prosigue por una buena calzada, atravesando altiplanicies áridas, cortadas por los duros vientos de las sierras, hasta divisar Talamanca. Continúa el camino desviándose suavemente hacia el poniente, mas siempre descendiendo por las pendientes buscando el sur.
Era la última hora de la tarde y el sol acababa de hundirse en el horizonte, dejándolo hecho rojas llamas, cuando se vio Coria a lo lejos, recortándose en su loma con sus torres y cúpulas. Me estremecí, porque jamás pude imaginar que alguna vez mis ojos verían la ciudad donde aún están en pie los templos y los palacios que edificaron nuestros antepasados, los godos, que reinaron antes de que Dios les arrebatase sus dominios por sus pecados… Hay que subir una cuesta e ir circundando los murallones, hasta la única puerta que se abre al norte, en una robusta fortaleza; porque el resto del monte donde se asienta la ciudad está rodeado, a modo de foso, por un río. Anochecía y una languidez pesada caía sobre las laderas, cubiertas de arbustos, y sobre las piedras oscuras, antiquísimas, de los muros y bastiones. Nada podía hacernos presentir que una vez dentro del burgo, y pasado un primer laberinto de callejones y adarves, nos aguardaba el bullicio de una multitud curiosa y vociferante, reunida en las plazas para recibirnos. Allí estaban los cadíes sarracenos y los condes, obispos y abades mozárabes, vestidos con suntuosos ropajes, damascos, brocados, pieles y tafetanes; tocados con extraños y altos gorros. ¡Cuánto fasto! Al verlos así se diría que los cristianos mozárabes rivalizan con los magnates agarenos a la hora de exhibir las orgullosas galas de su pasado. Los saludos, parabienes e intercambio de obsequios duraron un largo rato, hasta que se echó encima la oscuridad de la noche y, aunque encendieron lámparas y antorchas, no parecía oportuno seguir con los discursos sin vernos bien las caras.
Al día siguiente por la mañana nos recibió en su palacio el gobernador de la región, el cadí Ahmad aben Ilyas; un hombretón áspero, antipático, de barbazas cobrizas enmarañadas; cubierto de oros y de soberbia, que nos trató con desprecio y nos recordó altanero que, en tanto el califa no dispusiera otra cosa, no había paz ni entendimiento entre Córdoba y León. Por más que el ministro Musa se manifestó con humildad y respeto en su presencia, explicándole todos los motivos e intenciones de la embajada, aquel cadí estuvo frío e incluso amenazante. Para sorpresa de todos los que allí estábamos, nos comunicó que quedábamos retenidos bajo su autoridad, a la espera de que llegase a Toledo la legación que enviaba Córdoba a León, puesto que nuestro ir allá no era sino al debido intercambio de embajadas exigido por el califa. Esta inesperada actitud nos causó harto pesar y desaliento, ya que no sabíamos cuándo llegaría esa legación y ni siquiera si había salido ya de Córdoba, con lo que era muy incierta la fecha de prosecución de nuestro viaje.
Con todo, la ciudad era muy hermosa y en sus calles se recorría un colorido despliegue de mercados, mercaderías y productos de todas las artes: cuero curtido, madera tallada, tejidos, lanas, forja, alhajas y objetos para el culto. Se veían moros ricos por todas partes, ataviados con sus túnicas largas y sus anchas mangas, mantos y capotes, conversando en su enrevesada lengua árabe junto a las puertas de mármol labrado, delante de los caserones de rojo ladrillo; y cristianos de viejas razas, discretos, adustos, camino de sus negocios o volviendo de los mercados. En fin, digamos que aquello es una rara mezcla de gentes diversas desenvolviéndose en el enmarañado entretejerse de barrios, iglesias, mezquitas, sinagogas y alhóndigas.
El cuarto día de nuestra estancia, que era domingo, el obispo de Coria mandó aviso con sus sacerdotes para convocarnos a una misa solemne en la iglesia donde tenía su sede. Acudimos y nos llenamos de asombro y admiración ante la riqueza de la liturgia y la ordenada disposición de los celebrantes, acólitos y cantores. Se agradecía el poso grave del rito, pese a la vejez decadente de los ornamentos y el deterioro del templo. Y todo hubiera resultado bien si no fuera porque se produjo un desagradable incidente.
Por deferencia a los visitantes y como signo de fraternidad cristiana, el obispo de Toledo le pidió al obispo de Palencia que predicara. Era fiesta de la Santísima Trinidad. Hermenegildo subió al púlpito e inició su sermón sin brillantez, pues Dios no le concedió el don de la buena oratoria; habló de cosas elementales, acordes con el día y sin que hubiera nada destacable. Y después empezó a irse por unos derroteros que no venían a cuento. Dijo que Cristo nos había salvado para que fuéramos libres. Algo sabido y natural. Si se hubiera quedado en eso nada habría pasado. Pero a continuación se fue enardeciendo él solo, como si se esforzara para lucir con un fulgor que bien sabía que no le pertenecía, y acabó convirtiendo la prédica en una arenga, que era lo que en el fondo le pedía su cuerpo de guerrero más que de clérigo. Habló del esfuerzo y el sacrificio de los buenos cristianos que luchan contra la herejía y el dominio de los herejes, encomió la abnegación de los ejércitos que sirven a la causa de Cristo, recriminó a los pusilánimes, amonestó a los hombres de vida cómoda y regalada, pidió fidelidad y sumisión a los legítimos reyes cristianos y acabó condenando al fuego del infierno a cuantos colaboraban con los enemigos de la Iglesia. En fin, un discurso que nada hubiera tenido de particular en una misa de campaña de la hueste de León; pero que, en Toledo, entre cristianos mozárabes súbditos del rey agareno, resultó… ¡un dislate!
Se fue formando un murmullo que duró toda la misa, no obstante los preciosos cantos y las plegarias. Al final, durante el reparto del pan bendito que siguió a la bendición y la despedida, el obispo de Toledo, que era un aciano delgado y de apariencia enfermiza, alzó la voz y exclamó:
—¡Hay otras armas! ¡Están las armas de la fe, la esperanza y el amor!
Se hizo un silencio impresionante, tenso, en el que se cruzaron las miradas. Entonces uno de los condes mozárabes gritó:
—¡Muy bien dicho! ¡Que nadie venga aquí a juzgarnos! ¡Nuestro rey es Cristo, pero honramos a quien nos gobierna! ¡Somos súbditos del gran Al Nasir de Córdoba, nuestro califa!
Al oír esto, al obispo Hermenegildo se le despertó el alma fanfarrona y se encaró con ellos replicando:
—Anda, eso es lo que le decían los judíos a Pilatos: «¡Nuestro único dueño es el césar!». Y crucificaron a Nuestro Señor Jesucristo… ¿Quién es vuestro césar sino el califa?
El ministro Musa también estaba en la misa y había prestado oídos, perplejo, al sermón. Entonces, al ver lo que sucedía, se puso muy nervioso y recriminó a Hermenegildo:
—¡Silencio, en nombre de nuestro rey Radamiro! Hemos venido como embajadores suyos, no a organizar pendencias.
—¿Me llamas pendenciero? —contestó airado el obispo de Palencia—. ¿Te atreves a insultarme delante de todo el mundo?
—¡No, no, por Dios! —repuso Musa—. ¡Retirémonos y no prosigamos con esto!