El Camino de las Sombras (41 page)

BOOK: El Camino de las Sombras
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El general supremo Agón era uno de los pocos nobles que no habían estado en la fiesta de los Jadwin la noche anterior. No había sido invitado, aunque le importaba bien poco.

El sol asomaba apenas por el horizonte, y la situación no mejoraba gran cosa a la luz del día. En circunstancias ordinarias, por supuesto, de los asesinatos se ocupaban los alguaciles. Pero en circunstancias ordinarias las víctimas del asesinato no estaban en la línea de sucesión al trono. Agón tenía que supervisar la investigación en persona.

—¿Por qué no me contáis lo que sucedió realmente, duquesa? —preguntó. Hiciera lo que hiciese, de allí iba a salir perdiendo.

La duquesa de Jadwin sorbió por la nariz. Su consternación era genuina, de eso Agón estaba seguro. Lo que no tenía tan claro era si se debía a que la habían pillado o a que lamentaba la muerte del príncipe.

—Ya os lo he dicho —respondió la noble—. Un ejecutor...

—¿Un qué?

La duquesa guardó silencio.

—¿Cómo sabéis lo que es un ejecutor, Trudana?

Ella meneó la cabeza.

—¿Por qué intentáis confundirme? Os lo estoy contando: había un asesino, aquí en este mismo pasillo. ¿Creéis que yo decapité a mi propio guardia? ¿Creéis que soy lo bastante fuerte? ¿Por qué no escucháis a Elene? Ella os lo contará.

«Cuernos.» Agón ya había pensado en eso. No solo dudaba que la duquesa de Jadwin fuese lo bastante fuerte para decapitar a un hombre, sino que además no tenía un arma con que hacerlo. Y si acababa de asesinar al príncipe sin decir una palabra, ¿por qué chillar y atraer gente al piso de arriba antes de limpiarse la sangre de las manos y la cara?

—Explicadme esto —dijo. Levantó el vestido rojo que la duquesa llevaba la noche anterior. Sus hombres lo habían descubierto hecho un fardo en el armario. Seguía húmedo de sangre que empezaba a formar costras. Mucha sangre.

—Después de... Después de que el asesino lo apuñalara, el príncipe se cayó, y yo... yo lo recogí. Y murió en mis brazos. Intenté ir a buscar ayuda, pero el asesino seguía en el pasillo. Estaba aterrorizada. Me entró el pánico. No podía soportar llevar encima toda esta sangre.

—¿Qué hacíais vos y el príncipe a solas en el dormitorio?

La duquesa lo miró con los ojos como brasas ardientes.

—¡Cómo osáis!

—¿Cómo osáis vos, Trudana? —dijo Agón—. ¿Cómo osáis engañar a vuestro marido no solo con el rey, sino también con su hijo? ¿Qué clase de perverso placer os procuraba eso? ¿Os satisfacía que el príncipe traicionase a su padre?

Ella intentó darle una bofetada, pero Agón se apartó.

—No podéis abofetear a todos los habitantes del reino, Trudana. Hemos encontrado el cuchillo ensangrentado en vuestra habitación. Vuestras sirvientas juran que es vuestro. Yo diría que lo más probable es que acabéis siendo decapitada. A menos, claro está, que el rey decida que merecéis la muerte de un traidor plebeyo, en la rueda.

Al oír eso, Trudana de Jadwin palideció primero y luego su piel adquirió un tono verdoso, pero no dijo otra palabra. Agón hizo un gesto furioso con la mano y sus hombres se la llevaron.

—Eso ha sido indigno de vos —dijo una mujer.

Agón se volvió y vio a Elene Cromwyll, la doncella de los Jadwin a la que habían encontrado apaleada e inconsciente en su habitación. Era curvilínea, guapa salvo por las cicatrices y los moratones de su cara. La duquesa de Jadwin se las daba de artista, de manera que le gustaba rodearse de cosas bonitas.

—Sí —dijo Agón—. Supongo que tienes razón. Pero al ver lo que ha hecho... Qué desperdicio.

—Mi señora ha tomado muchas decisiones erróneas —dijo Elene—. Ha hecho daño a mucha gente, ha destrozado matrimonios, pero no es una asesina, general supremo. Mi señor, yo sé lo que pasó aquí anoche.

—¿De verdad? Conque eras tú la que lo sabía. —Lo dijo con tono más cortante de lo que pretendía. El mismo seguía intentando ensamblar las piezas. ¿Cómo habían matado a ese guardia, Retaco, ahora más merecedor que nunca de su apodo? ¿Por qué iba a matar la duquesa al príncipe en silencio y luego cambiarse de ropa, pero no terminar de lavarse las manos ni la cara antes de pedir ayuda a gritos?

Si había matado al príncipe a sangre fría, tal vez en un arrebato de ira al verse abandonada, y si había conservado la serenidad suficiente para empezar a ocultar pruebas, sin duda habría rematado la faena en vez de pedir ayuda a voces.

Aunque también era cierto que algunos invitados afirmaban que era una voz de hombre la que primero habían oído. ¿El centinela? ¿Había topado con el asesino, chillado algo incoherente y luego muerto decapitado? Decapitar a alguien no era fácil, Agón lo sabía. Aunque se cortase entre las vértebras, requería una fuerza considerable. Él mismo había examinado a Retaco y la hoja había atravesado una vértebra de parte a parte.

Devolvió la mirada a Elene.

—Lo siento —dijo—. Ha sido una noche difícil. Cualquier ayuda que puedas prestarme será bienvenida.

La sirvienta alzó la vista, y tenía lágrimas en los ojos.

—Sé quién mató al príncipe. Es un ejecutor que se hace pasar por noble. Yo sabía lo que era y sabía que vendría, pero no creí que fuera a hacer daño a nadie. Se llama Kylar. Kylar Stern.

—¿Qué? —preguntó Agón.

—Es cierto. Lo juro.

—Mira, jovencita, tu lealtad a tu señora es admirable, pero no tienes por qué hacer esto. Si te reafirmas en esa historia, irás a la cárcel. Como mínimo. Si se te considera cómplice, aunque sea involuntaria, del asesinato del príncipe, podrían ahorcarte. ¿Estás segura de que quieres pasar por eso, solo para salvar a Trudana de Jadwin?

—No es por ella. —Tenía las mejillas cubiertas de lágrimas.

—¿Entonces es por el tal Kylar Stern? ¿Hablamos del joven que se peleó con Logan de Gyre? Debes de odiarlo a muerte.

Elene apartó la vista. A la luz del sol naciente, las lágrimas de sus mejillas resplandecían como joyas.

—No, señor. En absoluto.

—General supremo —dijo un soldado con voz queda desde la puerta. Parecía alterado—. Acabo de llegar de la villa de los Gyre, señor. Aquello es un caos. Hay cientos de personas deambulando por la casa, llorando, señor. Están muertos, señor.

—Contrólate. ¿Cómo que «muertos»? ¿Quieres decir asesinados?

—Masacrados, más bien, señor.

—¿A quién han asesinado, soldado?

—Señor, a todos ellos.

Capítulo 43

El rey se revolvía en su trono. Era una pieza inmensa de marfil y asta con tracería de oro, y le hacía parecer un niño. El salón de audiencias estaba vacío a excepción hecha de los guardias de siempre, varios soldados ocultos en las salidas secretas de la sala y Durzo Blint. Con tan poca gente allí, la estancia parecía una gran caverna. Estandartes y tapices decoraban las paredes, pero no lograban mitigar el frío propio de una sala de piedra tan grande. Siete pares de columnas sostenían el alto techo, y dos tramos de siete escalones cada uno conducían al trono.

Durzo esperaba en silencio a que el rey empezase la conversación. Ya tenía un plan de batalla, por si llegaban a eso. Era algo instintivo en él. El mago situado al lado del rey tendría que morir el primero, después los dos guardias que flanqueaban el trono y luego el propio monarca. Con su Talento, probablemente podría saltar del trono al pasadizo que había justo encima de él y que en ese momento tapaba un estandarte. Mataría al arquero apostado en el túnel y, desde allí, nadie podría atraparlo.

Como todos los planes de batalla, solo se tendría en pie hasta el primer movimiento, pero siempre era útil preparar una estrategia general, sobre todo cuando se ignoraba cuánto sabía el enemigo. Durzo se descubrió buscando a tientas la bolsita de ajos, pero se obligó a tener las manos quietas. No era momento de demostrar nervios. Le costó más contener su mano de lo que había pensado; el picor del ajo tenía algo que lo reconfortaba cuando se veía bajo presión.

—Dejaste morir a mi hijo —dijo el rey, que se puso en pie—. ¡Anoche mataron a mi hijo y no hiciste nada!

—No soy un guardaespaldas.

El rey cogió la lanza del guardia que tenía a su lado y la arrojó. A Durzo le sorprendió lo bueno que fue el lanzamiento. Si se hubiera quedado quieto, la lanza le habría alcanzado en el esternón.

Por supuesto, no se quedó quieto. Se balanceó a un lado, sin siquiera mover los pies, con desenfadada (y esperaba que irritante) facilidad.

La lanza rebotó en el suelo y se deslizó con un siseo de madera y acero contra piedra. Se oyó un tintineo de armaduras y un susurro de arcos tensados por todo el salón, pero los guardias no atacaron.

—¡No eres una mierda a menos que yo te lo diga! —exclamó el rey. Descendió con furia los dos tramos de siete escalones para plantarse delante de Durzo. Tácticamente, una pésima maniobra. En ese momento bloqueaba los disparos de al menos tres de los arqueros—. ¡Eres...! ¡Eres mierda! ¡Un pedazo de mierda mierdosa!

—Majestad —dijo Durzo con tono grave—, el vocabulario ofensivo de un hombre de vuestra talla debería extenderse más allá de una tediosa reiteración de las deyecciones que llenan el vacío entre sus orejas.

El rey pareció confuso por un momento. Los guardias se miraron entre ellos, horrorizados. Al captar su expresión, el rey cayó en la cuenta de que lo habían insultado. Dió un revés a Durzo, y el ejecutor encajó el golpe sin inmutarse. Un movimiento rápido en aquel instante y cualquier arquero nervioso podría soltar su flecha.

El rey llevaba anillos en todos los dedos, y dos de ellos labraron sendos arañazos en la mejilla de Durzo.

Apretó la mandíbula para ahogar la furia negra que se apoderaba de él. Respiró una vez, dos veces. Luego dijo:

—El único motivo por el que estáis vivo ahora mismo no es que no esté dispuesto a cambiar mi vida por la vuestra, Aleine. Es que odiaría que me matasen unos aficionados. Pero debéis saber una cosa: si volvéis a ponerme la mano encima, estaréis muerto en menos de un segundo. Majestad.

El rey Aleine IX de Gunder levantó la mano, planteándose seriamente convertirse en el difunto rey Aleine IX de Gunder. Al final la bajó, pero un resplandor de triunfo iluminó sus ojos.

—No haré que te maten todavía, Durzo. No haré que te maten porque tengo algo mejor que la muerte para ti. Verás, lo sé todo sobre ti, Durzo Blint. Lo sé. Tienes un secreto, y yo lo conozco.

—Perdonadme el tembleque.

—Tienes un aprendiz. Un joven que se hace pasar por noble, un tal Kyle no sé qué. Un joven que vive con esos santurrones de los Drake, un estudiante muy bueno con la espada, ¿no es así, maese Tulii?

A Durzo le recorrió la columna un escalofrío. «Que los Ángeles de la Noche se apiaden de mí.» Lo sabían. Eso era malo, peor que malo. Si sabían que Kylar era aprendiz suyo, no tardarían mucho en endilgarle la muerte del príncipe. Sobre todo con el espectáculo que había montado Kylar al pelearse con Logan de Gyre. Si el aprendiz de Durzo había estado implicado en el asesinato del príncipe, el rey daría por sentado que lo había hecho con el consentimiento de Durzo, si no bajo sus órdenes.

A Roth no le gustaría.

El ajo crujió en su boca y transmitió una relajante sacudida a sus sentidos. Respiró hondo y se obligó a calmarse. «¿Cómo se han enterado?»

«Maese Tulii. Maldición. Cualquier cosa puede salir mal y alguna siempre lo hará.» A Durzo no lo habían traicionado. No había ninguna gran conspiración. Ese nombre solo significaba que un espía del rey había estado observando a los Drake. Probablemente no fuera más que la vigilancia rutinaria a un hombre antaño poderoso. El espía había visto entrar a Durzo y lo había reconocido. Seguramente había sido uno de los guardias con los que el rey había intentado impresionarlo en el jardín de las estatuas. Daba igual.

—Uy, ojalá estuviera presente Brant para verte esa cara, Durzo Blint. Por cierto, ¿dónde está Brant? —preguntó el rey a un chambelán.

—Mi señor, ya está en el castillo, de camino hacia aquí para informaros. Ha pasado por la villa de los Gyre después de investigar los... sucesos en casa de los Jadwin.

A Durzo se le hizo un nudo en la garganta. Agón habría atado los cabos sobre Kylar. Si no se marchaba antes de que llegara el general, era hombre muerto.

El rey se encogió de hombros.

—Él se lo pierde. —Al pensar en pérdidas, la rabia y la pena transformaron al reyezuelo en un hombre distinto—. Les dejaste matar a mi hijo, pedazo de mierda, así que yo mataré al tuyo. Su muerte llegará de la última mano que se espera y llegará... vaya, en cualquier momento.

—Tengo entendido que anoche tuviste unas palabras con Logan —dijo el conde Drake.

Kylar parpadeó, adormilado, y pasó de muerto de cansancio a completamente despabilado en un segundo. Solo había dormido un par de horas y había vuelto a tener la pesadilla de siempre. Todas las muertes que presenciaba le hacían soñar con la de Rata.

Estaban sentados a la mesa del desayuno y Kylar tenía un tenedor cargado de huevo delante de la boca. Se lo metió para ganar un poco de tiempo.

—Mo vue mada —farfulló.

Menuda calamidad. Si el conde Drake estaba al corriente de la pelea, quizá se habría enterado también de la muerte del príncipe. Kylar había creído que tendría tiempo de recoger sus cosas y partir esa mañana antes de que los Drake supiesen nada. Que debía marcharse era innegable. Tan solo había creído que tendría más tiempo.

—Serah estaba muy alterada —prosiguió el conde—. Se llevó a Logan a casa de su tía, cerca de la mansión de los Jadwin, para que le curasen las heridas. Ha vuelto hace solo unos minutos.

—Ah. —Kylar masticó más huevo sin notar el sabor. Si Serah había salido justo después de la pelea, ni ella ni el conde Drake sabían aún lo del príncipe. Al parecer se interrumpía la perfecta racha de mala suerte de Kylar. Sin embargo, ahora que sabía que no lo amenazaban cuestiones de vida o muerte, comprendió que el regreso a casa de Serah y las explicaciones a su padre sobre lo acontecido la noche anterior tendrían otras consecuencias.

—Ayer di mi permiso a Logan para proponerle matrimonio. Lo sabías, ¿no?

Era la manera educada del conde de decir: «¿Por qué demonios besaste a mi Serah y pegaste una paliza a mi futuro yerno después de decirme que no sentías nada por ella?».

—Esto... —Con el rabillo del ojo, Kylar vio a alguien que pasaba veloz junto a la ventana y, unos pasos por detrás, al viejo portero que lo seguía ultrajado.

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