—¿Piensas que Sobek es culpable?
—Eso sería espantoso pero llevaré a cabo mi investigación sin excluir ninguna hipótesis.
—¡No olvides que Sobek tendrá la primicia de mis informaciones!
—Impediré que te haga daño.
Iker puso en manos de su amigo un material de escriba de notable calidad.
—Un regalo del general Sepi —recordó. En Canaán no lo necesitaré.
—Guardaré este tesoro y lo encontrarás intacto cuando regreses. ¿Qué armas llevas contigo?
—Un amuleto con la forma del cetro «Potencia» y el cuchillo de genio guardián que me dio el rey
—No bajes la guardia en ningún momento, no confíes en nadie y piensa siempre lo peor. Así no te cogerán desprevenido.
Iker se detuvo ante la ventana de su habitación y contemplo el cielo, de un azul resplandeciente
—¿Cómo agradecerte tu ayuda, Sekari? Sin ti habría muerto hace ya mucho tiempo.
Ahora, separémonos
Sekari se volvió para ocultar su emoción
—Tu fidelidad al rey sigue siendo inquebrantable; ¿no es cierto?
—¡No lo dudes, Iker!
—Supongo que ni un solo instante has pensado en desobedecerlo
—¡Ni un solo instante!
—Así permanecerás en Menfis y no me seguirás a Canaán.
—Eso es otra cosa …
—No, Sekari. Debo actuar solo, conseguirlo solo o fracasar solo. Esta vez no podrás protegerme
Para Isis, alejarse de Abydos era un verdadero sufrimiento. Fueran cuales fuesen los encantos de Menfis o de cualquier otro lugar al que la llevaran sus deberes de sacerdotisa, sólo pensaba en regresar lo antes posible al centro espiritual del país, la gran tierra de Osiris, la isla de los Justos.
En cuanto descubrió el acantilado, las viviendas a lo largo del canal y el desierto poblado de monumentos, su corazón comenzó a palpitar con más fuerza. En aquel lugar sagrado se hallaban la morada de eternidad y el santuario de Osiris, hacia el que llevaba una vía procesional flanqueada de capillas y estelas. Allí se erguía el árbol de vida, el eje del mundo.
Abydos acababa de enriquecerse con dos obras maestras, el templo y la vasta tumba de Sesostris, donde Isis había vivido una importante etapa de su iniciación a los grandes misterios. Una pequeña ciudad, Uah-sut, «Paciente de lugares», completaba el conjunto arquitectónico. Allí vivían artesanos, administradores, sacerdotes y sacerdotisas permanentes, así como algunos temporales que acudían a tomarse unas vacaciones, cuya duración variaba de unos días a varios meses.
A causa de las agresiones sufridas por la acacia de Osiris, un cordón de seguridad protegía Abydos. Los ataques dirigidos contra la ciudad de Kahun y Dachur, emplazamiento de la pirámide real, demostraban la determinación de los enemigos de Egipto.
A lo largo de su viaje, Isis no había tenido tranquilidad de espíritu. Ciertamente, el número y la dificultad de las cargas que el faraón imponía habrían desalentado al más resistente; pero la joven aguantaba. Exaltantes, sus tareas le procuraban insospechadas fuerzas. Y aunque los escasos resultados obtenidos contra las potencias de las tinieblas incitaban al pesimismo, ¡la acacia seguía viva! Incluso habían reverdecido dos ramas, y cada reconquista, por modesta que fuera, convencía a Isis de la victoria final.
Su turbación se debía a la declaración del hijo real Iker. La amaba, con un amor tan intenso que la asustaba, hasta el punto de impedirle responder a una pregunta esencial: ¿amaba ella, Isis, a Iker?
Hasta entonces, su existencia de sacerdotisa, los esfuerzos realizados para hacer mayor el conocimiento de los misterios y los ritos la habían hecho olvidar los meandros de los sentimientos y las pasiones.
Desde su encuentro con Iker, Isis se sentía distinta. Experimentaba extrañas sensaciones, muy diferentes de las vividas durante su experiencia espiritual. Nada contradictorio, en apariencia, aunque de desconocidas perspectivas. ¿Era preciso explorarlas?
Según su propia confesión, parte de sus pensamientos permanecían junto a Iker. No importaba que fuese hijo real, escriba provinciano o doméstico; lo único importante era su autenticidad y su sinceridad.
Iker, un ser excepcional.
Al separarse de él, Isis había sentido miedo. Miedo de no volver a verlo nunca, ya que se lanzaba a una aventura de la que probablemente no regresaría jamás. Y aquel temor se transformó en tristeza. ¿No debería haberle hablado de otro modo, evocar las dificultades de la existencia i le una ritualista, mostrarse más amistosa?
Amistad, respeto mutuo, confianza… ¿Eran ésas las palabras adecuadas? ¿No estarían sirviendo de máscara para un sentimiento que la muchacha se negaba a nominar porque la apartaría de su destino?
Un insistente hocico le recordó que debía bajar por la pasarela. Isis sonrió,
Viento del Norte
la contempló con mis grandes ojos marrones. Desde el primer instante se comprendían. Muy afectado por la partida de Iker, el robusto asno hallaba el consuelo necesario junto a aquella muchacha, radiante y dulce. La transmisión de sus pensamientos se efectuaba con facilidad, y ni el uno ni la otra maquillaban la realidad: las posibilidades de supervivencia del hijo real parecían ínfimas.
El primer control no supuso problema alguno, ya que los militares conocían a Isis. Les encantaba volver a verla, puesto que, en su ausencia, Abydos parecía falto de vida.
En cambio, la reacción del segundo control fue muy distinta. Los policías vacilaban en detenerla, un temporal no pudo contener su indignación:
—Un asno en Abydos… ¡Un asno, el animal de Set! Mirad su cuello: ¡una mata de pelo rojo! ¡Esa bestia encarna el espíritu del mal! Avisaré de inmediato al Calvo.
Isis aguardó pacientemente la llegada de su superior.
El Calvo, a la cabeza de los permanentes de Abydos y representante oficial del faraón, no tomaba decisión alguna sin el consentimiento explícito del monarca. Encargado de velar por los archivos secretos de la Casa de Vida, cuyo acceso sólo él autorizaba, aquel sexagenario huraño, intransigente y carente del sentido del matiz, nunca abandonaba el dominio de Osiris. Le importaban un pimiento los honores, y no toleraba ningún error en el cumplimiento de las tareas rituales. Para él, sólo existía una consigna: rigor. Sancionaba cada trasgresión de la Regla, considerando malas las buenas excusas.
—Un asno con una crin roja —advirtió, asombrado—. ¡Nunca dejarás de sorprenderme, Isis!
—
Viento del Norte
me fue confiado por el hijo real, Iker. Residirá junto a mi vivienda oficial y no perturbará el área sagrada. ¿Acaso no es uno de nuestros deberes dominar la fuerza de Set? No niego que el asno sea una de sus expresiones, pero ¿no son invitadas, las sacerdotisas de Hator, a pacificar su fuego?
—Set fue condenado a llevar a Osiris sobre su espalda —reconoció el Calvo—. ¿Sabrá este animal permanecer silencioso?
—Estoy convencida de ello.
—A la primera muestra de insumisión, al primer rebuzno, será expulsado.
—¿Lo has comprendido? —preguntó Isis al cuadrúpedo.
Como señal de asentimiento,
Viento del Norte
levantó la oreja derecha.
El Calvo masculló un comentario incomprensible y acarició la cabeza del asno.
—Instálate y reúnete conmigo en el templo de Sesostris.
Destinado a producir el
ka
que reforzaba las defensas mágicas del árbol de vida, el templo de millones de años del rey tenía el aspecto de un poderoso edificio, rodeado de una muralla y precedido por un pilón. Provisto de un complejo sistema de canalizaciones que servía para evacuar el agua de las purificaciones, aquel vasto cuadrilátero, al que llevaba una calzada adoquinada, parecía custodiar el desierto.
Isis entró en el patio bordeado por un pórtico cuyo techo sostenían catorce columnas, y acto seguido, en la sala cubierta, donde reinaba un profundo silencio habitado por la palabra de las divinidades a las que el rey hacía ofrenda. En el techo, el cielo estrellado.
El Calvo meditaba ante un bajorrelieve que representaba a Osiris.
—¿Cuáles son los resultados de tus investigaciones en la gran biblioteca de Menfis? —preguntó a la muchacha.
—Confirman nuestras suposiciones: sólo el oro más puro, nacido del vientre de la montaña divina, curará a la acacia.
—También es necesario para la celebración de los grandes misterios. Sin él, el ritual será letra muerta y Osiris no resucitará.
—He ahí el verdadero objetivo de nuestros enemigos —estimó Isis—. A pesar de la muerte del general Sepi, su majestad intensifica la exploración, pero nadie conoce el emplazamiento de la ciudad del oro y del país de Punt.
—¡Simples apelativos poéticos!
—Proseguiré mis investigaciones con la esperanza de descubrir uno o varios detalles significativos.
¿Qué ha decidido el faraón?
—El responsable de nuestras desgracias probablemente es un rebelde que se hace llamar el Anunciador y actúa en Canaán. Sesostris ha mandado al hijo real Iker para intentar descubrirlo. Sólo el restringido círculo de los fieles amigos de su majestad, vos y yo, estamos al corriente.
Isis tenía que cumplir una misión especialmente delicada: ejercer una vigilancia constante y asegurarse de que ninguno de los permanentes o los temporales de Abydos fuera cómplice del enemigo. Gozaba de toda la confianza de su superior, y el rey la había autorizado a revelarle la confidencia.
—Durante tu ausencia no he advertido nada anormal —precisó el Calvo—. Cada cual cumple lo mejor posible con su tarea. ¿Cómo un demonio podría haberse introducido entre nosotros?
—El taller del templo de Hator de Menfis me facilitó un valioso objeto. Me gustaría comprobar su eficacia.
El Calvo y la sacerdotisa salieron del santuario de Sesostris y acudieron junto al árbol de vida, en pleno bosque sagrado de Peker. Como todos los días, el escaso número de permanentes llevaba a cabo escrupulosamente sus deberes. Con el fin de preservar la energía espiritual que impregnaba el lugar y mantener el vínculo vital con los seres de luz, el Servidor del
ka
celebraba el culto de los antepasados. El sacerdote encargado de derramar la libación de agua fresca no omitía ninguna mesa de ofrendas. Quien veía los secretos se encargaba del buen desarrollo de los rituales, y quien velaba por la integridad del gran cuerpo de Osiris verificaba los sellos puestos en la puerta de su tumba. Las siete tañedoras encargadas de hechizar el alma divina tocaban su partitura en consonancia con la armonía celestial.
Detentando la paleta de oro, que mostraba las fórmulas de conocimiento reveladas en Abydos, el faraón, estuviera donde estuviese, las pronunciaba diariamente en el secreto de un naos, evitando así la ruptura de la cadena de las revelaciones.
El Calvo y la sacerdotisa derramaron agua y leche al pie de la acacia. En ella sólo subsistían ya algunos rastros de vida. Plantadas en los cuatro puntos cardinales, cuatro jóvenes acacias mantenían un campo de fuerzas protectoras.
—Que te sea posible seguir residiendo en este árbol, Osiris —imploró el Calvo—. Que éste mantenga el vínculo entre el cielo, la tierra y las profundidades, que conceda la luz a los iniciados y la prosperidad a este país amado por los dioses.
Isis presentó a la acacia un magnífico espejo formado por un grueso disco de plata y un mango de jaspe adornado con un rostro de la diosa Hator; unas finas barras de oro rodeaban incrustaciones de lapislázuli y cornalina.
La sacerdotisa orientó el disco hacia el sol, para que reflejara un rayo que acariciase el tronco del árbol y le insuflara algo de calor, sin quemarlo. La operación, extremadamente delicada, debía realizarse con prudencia y precisión.
Gracias a la celebración del ritual de las bolas de arcilla, asimiladas al ojo del sol, el faraón había reforzado la barrera mágica alrededor de la acacia. En adelante, ninguna onda maléfica conseguiría cruzarla. Pero ¿no resultaban tardías esas precauciones?
Isis depositó el espejo en una de las capillas del templo de Osiris, reservada a la barca que se utilizaba durante el ritual de los grandes misterios. Según había comprobado el Calvo, su modelo celestial ya no circulaba normalmente. Así pues, para evitar la dislocación, Isis había recibido del monarca el encargo de nombrar cada una de sus partes y preservar de ese modo su coherencia. Aquel mal menor mantenía vivo uno de los símbolos fundamentales de Abydos, garante de la energía indispensable para el proceso de resurrección.
La «Paciente de lugares» había sido construida de modo riguroso, según el plano de Sesostris. Cada calle tenía cinco codos de ancho
(2)
las manzanas de casas habían sido delimitadas, y cada morada, construida con ladrillo, incluía un patio, una sala de recepción y los aposentos privados. Hermosas villas contemplaban el desierto. En el ángulo suroeste de la ciudad se hallaba la vasta residencia del alcalde.
Isis vivía en una casa de cuatro habitaciones, cuyas puertas de madera estaban adornadas con un marco de piedra calcárea. Entre la blancura de los muros exteriores y los vivos colores del interior había un arrobador contraste. Un mobiliario sencillo y robusto, una vajilla de piedra y cerámica, ropa de lino: los bienes materiales de la sacerdotisa le bastaban ampliamente. Dado su rango, tenía una sirvienta con apreciables dotes culinarias, que la aliviaba de las preocupaciones domésticas.
Echado ante el umbral,
Viento del Norte
velaba la residencia de su dueña. Todo Abydos sabía ya que un animal de Set acababa de adquirir el estatuto de residente provisional, a condición de que observara un religioso silencio.
—Te estás muriendo de hambre, ¿no es cierto?
El asno levantó la oreja derecha.
—Esta noche, régimen. Mañana mismo haré que te preparen comidas consistentes.
Juntos, pasearon por el lindero del desierto y admiraron la puesta de sol. Sus rayos teñían de rosa un viejo tamarisco. Su nombre, ¿ser, evocaba Usir, el nombre de Osiris. A veces se depositaban en el interior del sarcófago ramas de ese árbol, que facilitaban la transformación de la momia en cuerpo osiriaco. El tamarisco, vigoroso, prevalecía sobre la sequedad del desierto, pues sus raíces obtenían el agua de las profundidades.
Isis hizo votos para que Osiris protegiera a Iker y le permitiese trazar un justo camino por el peligroso paraje en el que arriesgaría su vida antes de salvar Abydos y Egipto entero.