El ascenso de Endymion (87 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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—Esto es Marte —dijo Aenea—. El coronel Kassad se despedirá aquí.

El coronel Kassad se había alejado del Alcaudón después del salto cuántico. No había palabras para describir lo que hicimos: en un momento la nave estaba en el sistema de la Biosfera, a la deriva y a baja velocidad, los motores muertos, bajo el ataque de un enjambre de arcángeles, y al siguiente estábamos en órbita estable sobre ese mundo muerto del sistema de Vieja Tierra.

—¿Cómo lograste eso? —le pregunté a Aenea un segundo después. No me cabía la menor duda de que ella nos había trasladado.

—Aprendí a oír la música de las esferas. Y luego a dar un paso.

Seguí mirándola fijamente. Aún le cogía la mano y no pensaba soltarla hasta que me hablara en lenguaje llano.

—Uno pude comprender un lugar, Raul —dijo, sabiendo que muchos otros escuchaban en ese momento—, y cuando lo haces, es como oír su música. Cada mundo un acorde, cada sistema estelar una sonata, cada lugar específico una nota clara y distinta.

No le solté la mano.

—¿Y la teleyección sin teleyector? —pregunté.

—Libreyección. Un salto cuántico en el sentido real del término. Moverse en el macrouniverso tal como un electrón se mueve en el microuniverso. Dar un paso con la ayuda del Vacío Que Vincula.

Sacudí la cabeza.

—Energía. ¿De dónde viene la energía, pequeña? Nada viene de la nada.

—Pero todo viene de todo.

—¿Qué significa eso, Aenea?

Me soltó los dedos, pero me tocó la mejilla.

—¿Recuerdas que hace mucho tiempo hablamos de la física newtoniana del amor?

—El amor es una emoción, pequeña. No una forma de energía.

—Es ambas cosas, Raul. De veras. Y es la única clave para liberar la mayor provisión de energía del universo.

—¿Estas hablando de religión? —pregunté, medio irritado ante su abstrusidad o mi obtusidad.

—No, estoy hablando de cuásares encendidos a propósito, de pulsares domados, de aprovechar la energía de los centros explosivos de las galaxias como turbinas de vapor. Estoy hablando de un proyecto de ingeniería que tiene dos mil quinientos millones de años y apenas ha comenzado.

La miré atónito.

Ella sacudió la cabeza.

—Más tarde, amor. Por ahora debes comprender que la teleyección sin teleyector funciona de veras. Nunca hubo teleyectores reales, nunca hubo puertas mágicas que llevaran a otros mundos, sólo la forma perversa que el TecnoNúcleo impuso a este segundo prodigio del Vacío.

Iba a preguntarle cuál era el primero, pero supuse que era el registro de recuerdos de especies sentientes asociado con el idioma de los muertos... para mí encarnado en la voz de mi madre.

—Así fue como te desplazaste con Rachel y Theo de mundo en mundo, sin deuda temporal —dije.

—Sí.

—Y llevaste la nave del cónsul de T'ien Shan a la Biosfera sin motor Hawking.

—Sí.

Estaba por decirle que así había viajado al mundo donde había conocido a su amante, se había casado y había tenido un hijo, pero no logré articular las palabras.

—Esto es Marte —dijo entonces Aenea—. El coronel Kassad se despedirá aquí.

El alto guerrero se acercó a Aenea. Rachel se aproximó, se puso de puntillas y lo besó.

—Un día te llamarás Moneta —murmuró Kassad—. Y seremos amantes.

—Sí —dijo Rachel, y retrocedió.

Aenea estrechó la mano del hombre alto. Aún llevaba su pintoresco uniforme, el rifle de asalto en el brazo. Sonriendo, el coronel miró la alta plataforma donde estaba el Alcaudón, bañado por la luz sangrienta de Marte.

—Raul —dijo Aenea—, ¿vienes tú también?

Le cogí la otra mano.

El viento me soplaba arena en los ojos y no me dejaba respirar. Aenea me dio una máscara osmótica y me puse la mía mientras ella se colocaba la suya.

La arena era roja, las rocas eran rojas y el cielo era rosado y tormentoso. Estábamos en un valle seco rodeado por peñascos rocosos. El lecho del río estaba lleno de piedras, algunas tan grandes como la nave del cónsul. El coronel Kassad se puso el casco de su uniforme de combate y la estática crujió en nuestras hebras de comunicaciones.

—Aquí empecé —dijo—. En las barriadas de Tharsis, cientos de kilómetros hacia allá.

Señaló unos peñascos.

El imponente coronel se volvió hacia Aenea sin soltar el rifle de asalto, que no parecía obsoleto en la llanura de Marte.

—¿Qué quieres que haga, mujer?

Aenea habló con voz firme e imperiosa.

—Los efectivos de Pax se han retirado de Marte y de este sistema provisionalmente, a causa del levantamiento palestino y del resurgimiento de la Máquina de Guerra marciana en el espacio. Nada tiene valor estratégico suficiente para retenerlos cuando andan tan escasos de recursos.

Kassad asintió.

—Pero regresarán —dijo Aenea—. Con todo su poderío. No sólo para pacificar Marte, sino para ocupar todo el sistema. —Miró en torno. Seguí su mirada y vi las oscuras figuras humanas que se aproximaban entre las rocas. Portaban armas—. Debes mantenerlos fuera del sistema, coronel. Haz lo que debas, sacrifica a quien debas, pero mantenlos fuera del sistema de Vieja Tierra durante los próximos cinco años estándar.

Nunca había oído a Aenea hablar con tal contundencia.

—Cinco años estándar —dijo el coronel Kassad, sonriendo—. Ningún problema. Si fueran cinco años marcianos, me costaría un poco más.

Aenea sonrió. Las figuras se aproximaban en la arena arremolinada.

—Tendrás que encabezar el movimiento de resistencia marciana —dijo, con voz muy seria—. Hazlo como puedas.

—Lo haré —respondió Kassad con igual firmeza.

—Consolida a las tribus y facciones guerreras —dijo Aenea.

—Lo haré.

—Forma una alianza más permanente con la Máquina de Guerra.

Kassad asintió. Las figuras estaba a menos de cien metros. Vi que alzaban las armas.

—Protege Vieja Tierra —dijo Aenea—. Mantén alejados a los de Pax, a cualquier precio.

Quedé asombrado. El coronel Kassad también se sorprendió.

—Querrás decir el sistema de Vieja Tierra.

Aenea sacudió la cabeza.

—Vieja Tierra, Fedmahn. Mantén alejados a los de Pax. Tienes aproximadamente un año para afianzar el control de todo el sistema. Buena suerte.

Se dieron la mano.

—Tu madre era una mujer buena y valiente —dijo el coronel—. Yo valoraba su amistad.

—Y ella valoraba la tuya.

Las figuras oscuras se acercaron más, cubriéndose en rocas y dunas. El coronel Kassad se dirigió hacia ellas, la mano derecha en alto, el rifle de asalto en el brazo.

Aenea se me acercó y me tomó la mano de nuevo.

—Hace frío, ¿verdad, Raul.

Así era. Hubo un fogonazo, como un golpe indoloro en la cabeza, y aparecimos en el puente del
Yggdrasill
. Nuestros amigos se sobresaltaron; el temor a la magia tarda en morir en una especie. Marte se puso rojo y frío más allá de las ramas y el puente de contención.

—¿Cuál es el curso, reverenciada La Que Enseña? —dijo Het Masteen.

—Sólo dirígete adonde podamos ver claramente las estrellas —dijo Aenea.

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El
Yggdrasill
siguió viaje. El Árbol del Dolor, lo llamaba su capitán, la Verdadera Voz del Árbol Het Masteen. Y era apropiado. Cada salto sacaba más energías a Aenea, mi amor, mi pobre y cansada Aenea, y cada separación sustituía esa menguante reserva por una creciente carga de tristeza. El Alcaudón permanecía a solas en su alta plataforma, como el escalofriante bauprés de un buque condenado o un ángel macabro sobre un funesto árbol navideño.

La nave arbórea saltó a la órbita de Alianza Maui. Ese mundo rebelde estaba en pleno espacio de Pax y temí que nos interceptaran escuadrillas de naves, pero no hubo ataque durante las pocas horas en que estuvimos allí.

—Uno de los beneficios del ataque contra el Árbol Estelar —dijo Aenea con triste ironía—. Han dejado los sistemas internos sin naves de combate.

Esta vez Aenea cogió la mano de Theo para descender a Alianza Maui. Una vez más acompañé a mi amiga y su amiga.

Un fogonazo de luz blanca y estuvimos en una isla móvil, sus velas arbóreas henchidas por un cálido viento tropical, un mar y un cielo conmovedoramente azules. Otras islas nos seguían mientras los delfines exploradores dejaban estelas blancas a ambos lados del convoy.

En la alta plataforma había gente, y nuestra presencia la desconcertó pero no la alarmó. Theo abrazó a un hombre rubio y alto y su esposa de cabello moreno cuando nos salieron al encuentro.

—Aenea, Raul —dijo—. Me alegra presentarte a Merin y Deneb Aspic-Coreau.

—¿Merin? —dije, sintiendo la fuerza de su apretón.

Él sonrió.

—A diez generaciones del Merin Aspic —dijo—. Pero soy descendiente directo. Así como Deneb desciende de nuestra famosa Siri. —Apoyó la mano en el hombro de Aenea—. Has regresado tal como prometiste. Y trajiste contigo a nuestra más feroz guerrera.

—Así es —dijo Aenea—. Y debes mantenerla a salvo. Durante los próximos meses, debes evitar todo contacto con Pax.

Deneb Aspic-Coreau se echó a reír.

Noté, sin sombra de deseo, que debía ser la mujer más sana y bella que había visto.

—Estamos huyendo para salvar el pellejo, La Que Enseña. Tres veces intentamos destruir el complejo de plataformas petroleras de Tres Corrientes, y tres veces nos han abatido como halcones Thomas. Ahora sólo esperamos llegar al Archipiélago Ecuatorial y ocultarnos entre las islas migratorias, para luego reagruparnos en la base de sumergibles de Lat Zero.

—Protégela a toda costa —repitió Aenea. Y a Theo le dijo—: Te echaré de menos, amiga mía.

Theo Bernard procuraba contener el llanto, pero no lo consiguió. Abrazó intensamente a Aenea.

—Fue un tiempo magnífico —dijo, retrocediendo un paso—. Rezo por tu éxito. Y rezo por que fracases... por tu propio bien.

Aenea sacudió la cabeza.

—Reza por nuestro éxito total.

Alzó la mano para despedirse y regresó conmigo a la plataforma baja.

Olí el embriagador aroma salobre del mar. El sol era tan intenso que me hacía entornar los ojos, pero la temperatura del aire era perfecta. El agua clara resbalaba en la piel de los delfines. Me hubiera quedado allí para siempre.

—Tenemos que irnos —dijo Aenea. Me cogió la mano.

Una nave-antorcha apareció en el radar cuando salíamos del pozo de gravedad de Alianza Maui, pero la ignoramos mientras Aenea miraba las estrellas desde el puente.

Me acerqué.

—¿Puedes oírlas? —susurró.

—¿Las estrellas?

—Los mundos. La gente que los habita. Sus secretos y silencios. Tantas palpitaciones.

Negué con la cabeza.

—Cuando no estoy concentrado en otra cosa, todavía me acechan voces e imágenes de otras partes, otros tiempos... mi padre cazando en los brezales con sus hermanos, el padre Glaucus asesinado por Rhadamanth Nemes...

Aenea me miró.

—¿Viste eso?

—Sí, fue espantoso. No pudo ver quién le atacaba. La caída, la oscuridad, el frío, los momentos de dolor antes de morir. Se había negado a aceptar el cruciforme. Por eso la Iglesia lo envió a Sol Draconi Septem... al exilio en el hielo.

—Sí, he tocado esos últimos recuerdos suyos muchas veces en estos diez años. Pero hay otros recuerdos del padre Glaucus, Raul. Cálidos y maravillosos, llenos de luz. Espero que los encuentres.

—Sólo quiero que cesen las voces —dije con sinceridad—. Esto... —Señalé la nave arbórea, la gente que conocíamos, Het Masteen en sus controles—. Todo esto es...

Aenea sonrió.

—Demasiado importante. Ese es el problema, ¿verdad? —Volvió a mirar las estrellas—. No, Raul, lo que debes oír antes de dar el paso no es la resonancia del idioma de los muertos, ni siquiera el idioma de los vivos. Es la esencia de las cosas.

Vacilé, pues no quería quedar en ridículo, pero al fin recité:

La marea cambiará un millón de veces

y él sufrirá. Mas no habrá de morir

si esto consigue: escudriñar...

Y Aenea continuó:

Las honduras de la magia, el sentido

de cada forma, movimiento y sonido,

explorar todas las formas y sustancias

hasta llegar a sus simbólicas esencias.

No habrá de morir.

Sonrió de nuevo.

—¿Cómo estará el tío Martin? ¿Se pasará los años en sueño frío? ¿Rezongando contra sus pobres criados androides? ¿Aún trabajando en sus inconclusos
Cantos
? En todos mis sueños, nunca consigo ver al tío Martin.

—Está agonizando —dije.

Aenea parpadeó.

—Soñé con él, lo vi esta mañana —dije—. Se ha despertado por última vez, según les dijo a sus fieles sirvientes. Las máquinas lo mantienen con vida. Los tratamientos Poulsen ya no surten efecto. Él...

—Dime.

—Se aferra a la vida para verte de nuevo. Pero está muy débil.

Aenea desvió la mirada.

—Es extraño —dijo—. Mi madre riñó con el tío Martin durante toda la peregrinación. Hubo momentos en que se hubieran matado. Antes de que ella muriera, él era su mejor amigo. Ahora...

—Tendrás que seguir con vida, pequeña. Con vida y saludable, y regresar para ver al viejo. Se lo debes.

—Cógeme la mano, Raul.

La nave saltó a través de la luz.

Alrededor de Centro Tau Ceti fuimos atacados de inmediato, no sólo por naves de Pax sino por naves-antorcha rebeldes que luchaban por la secesión planetaria iniciada por la ambiciosa arzobispo Achula Silvaski. El campo de contención llameaba como una nova.

—No puedes libreyectarte a través de esto —le dije a Aenea cuando nos ofreció la mano a Tromo Trochi de Dhomu y a mí.

—Uno no se libreyecta a través de nada —dijo mi amiga. Nos cogió la mano y estuvimos en la superficie de la ex capital de la extinta y poco llorada Hegemonía.

Tromo Trochi nunca había estado en TC
2
. Más aún, nunca se había ido de T'ien Shan, pero las historias acerca de esta ex capital capitalista del universo humano habían despertado su olfato comercial.

—Es una lástima que no tenga nada con que empezar —dijo el astuto mercader—. En seis meses, y en un mundo tan prometedor, habría construido un imperio comercial.

Aenea metió la mano en su mochila y sacó un lingote de oro.

—Esto te permitirá empezar —dijo—. Pero no olvides tu verdadero deber.

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