El ascenso de Endymion (65 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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—Será difícil vernos en esta sopa —dijo Lhomo—. Girad siempre a la izquierda. Permaneced a cinco metros del que va adelante. El mismo orden de nuestra marcha, Aenea después de mí con el ala amarilla, luego la azul del hombre azul, luego Raul con la verde. Nuestro mayor riesgo es perdernos en las nubes.

Aenea asintió.

—Permaneceré cerca de tu ala.

Lhomo me miró.

—Aenea y tú podéis hablar por los comunicadores de los dermotrajes, pero eso no nos ayudará a encontraros. A. Bettik y yo nos comunicaremos con gestos. Cuidado. No pierdas de vista al hombre azul. Si lo pierdes, sigue girando a la izquierda hasta pasar los topes de las nubes y luego intenta reagruparte. Gira en círculos cerrados mientras estés dentro de las nubes. Si te abres, que es la tendencia con las paravelas, chocarás contra el peñasco.

Asentí con la boca reseca.

—De acuerdo —dijo Lhomo—. Os veré encima de las nubes. Cuando encuentre las corrientes ascendentes, evalúe el impulso y lleguemos a la turbulencia, haré esta seña para despedirme. —Cerró la mano y movió el brazo dos veces—. Seguid subiendo en círculos. Internaos en la corriente. Subid hasta los vientos atmosféricos superiores hasta que penséis que pueden arrancaros el ala. Tal vez lo hagan. Pero no podréis llegar a T'ai Shan sin entrar en el centro de la turbulencia. Son ciento once kilómetros hasta el primer promontorio del Gran Pico, donde podréis respirar aire verdadero.

Todos asentimos.

—Que Buda nos sonría en nuestra locura de hoy —dijo Lhomo. Parecía muy feliz.

—Amén —dijo Aenea.

Lhomo giró sin otra palabra y se lanzó al vacío. Aenea lo siguió un segundo después. A. Bettik se inclinó en su arnés, pateó el borde y las nubes lo devoraron en segundos. Me di prisa para alcanzarlos. De pronto no hubo piedra bajo mis pies y me incliné para acomodarme en el arnés. Ya había perdido de vista el ala azul de A. Bettik. Las arremolinadas nubes me confundían y desorientaban. Tiré de la barra de control, ladeando los aparejos como me habían enseñado, escrutando la niebla para ver las otras cometas. Nada. Tardíamente comprendí que había mantenido el giro demasiado tiempo. ¿O todo lo contrario? Emparejé el ala, sintiendo las ráfagas que empujaban la tela pero sin poder discernir si ganaba altura porque no veía nada. La niebla encandilaba como nieve.

Grité, esperando que uno de los demás gritara a su vez para orientarme. Oí un grito a pocos metros.

Era mi propia voz, rebotando en el peñasco vertical en el que estaba a punto de estrellarme.

Nemes, Scylla y Briareus avanzan al sur desde el enclave de Pax del Falo de Shiva. El sol está alto y hay nubes espesas al este. Para viajar del enclave de Pax al Palacio de Invierno de Potala, han reparado y ensanchado la Vía Alta de Koko Nor y han construido una plataforma especial para el cable de diez kilómetros que une Koko Nor con el palacio. Un palanquín para diplomáticos de Pax cuelga de poleas en la nueva plataforma. Nemes va al frente de la fila y lo aborda, ignorando las miradas de esa gente menuda con gruesas
chubas
que se apiña en la escalera y la plataforma. Cuando sus hermanos entran en el vehículo, destraba los dos frenos y el palanquín sobrevuela el abismo. Nubes oscuras se elevan sobre la montaña del palacio.

Un escuadrón de veinte guardias palaciegos con alabardas y toscas lanzas energéticas los saluda en la escalinata de la gran terraza, en el lado oeste del risco Sombrero Amarillo, donde el palacio desciende varios kilómetros verticales por la ladera este. El capitán de la guardia es respetuoso.

—Debéis esperar aquí hasta que traigamos una guardia de honor para escoltaros, honradísimos huéspedes —dice con una reverencia.

—Preferimos entrar solos —dice Nemes.

Los veinte guardias tienen la lanza en ristre. Forman una sólida muralla de hierro, piel de cigocabra, seda y yelmos. El capitán de la guardia hace otra reverencia.

—Me disculpo por mi indignidad, honradísimos huéspedes, pero no es posible entrar en el Palacio de Invierno sin una invitación y una guardia de honor. Ambas cosas estarán aquí en un minuto. Si tenéis la amabilidad de esperar a la sombra de la pagoda, honradísimos huéspedes, un dignatario del rango apropiado llegará enseguida.

Nemes mueve la cabeza.

—Matadlos —ordena a Scylla y Briareus, y entra en el palacio mientras sus hermanos cambian de fase.

Vuelven a tiempo normal durante la larga marcha por el laberíntico palacio, pasando a tiempo rápido sólo para matar guardias y sirvientes.

Cuando salen por la escalera principal y se acercan a Pargo Kaling, la gran puerta occidental de este lado del puente Kyi Chu, el regente Reting Tokra les cierra el paso con quinientos de sus mejores guardias palaciegos. Algunos de estos combatientes selectos portan espadas y picas, pero la mayoría empuñan ballestas, rifles de balas, toscas varas energéticas y armas de madera.

—Comandante Nemes —dice Tokra, bajando la cabeza pero sin dejar de mirarla a los ojos—. Sabemos lo que hiciste en Shivling. No puedes seguir adelante. —Tokra hace una seña a alguien que está arriba, en los relucientes ojos de la torre Pargo Kaling, y el puente de cromo negro de Kyi Chu se desliza en silencio hacia la montaña. Sólo los grandes cables permanecen en lo alto, forrados de alambre de púa y gel resbaladizo.

Nemes sonríe.

—¿Qué haces, Tokra?

—Su Santidad ha ido a Hsuan'k'ung Ssu —dice el regente—. Sé por qué vas hacia allá. No se puede permitir que dañes a Su Santidad el Dalai Lama.

Rhadamanth Nemes muestra sus pequeños dientes.

—¿De qué hablas, Tokra? Tú vendiste a tu niño dios al servicio secreto de Pax por treinta monedas de plata. ¿Estás regateando para recibir más de tus estúpidas monedas de seis lados?

El regente niega con la cabeza.

—El acuerdo con Pax era que Su Santidad nunca sufriría daño. Pero tú...

—Queremos la cabeza de la niña, no del Lama. Quita a tus hombres del camino, o piérdelos.

El regente Tokra ladra una orden a sus filas de soldados. Los hombres alzan sus armas con ceño adusto, bloqueando el camino que conduce al puente, aunque la carretera del puente ya no está allí. Nubes oscuras hierven en el abismo.

—Matadlos a todos —dice Nemes, cambiando de fase.

Lhomo nos había enseñado a usar las cometas, pero yo no había tenido la oportunidad de volar en una. Ahora que ese peñasco emergía de la niebla, tendría que aprender o morir.

La cometa se controlaba con la barra que colgaba delante de mí, y me incliné tan a la izquierda como los aparejos lo permitían. La paravela se ladeó, pero no demasiado. La cometa iba a chocar contra una pared de roca. Había otros controles, manijas que expulsaban aire de la superficie dorsal del borde delantero de cada lado del ala dorsal, pero eran peligrosos y sólo se usaban en emergencias.

Yo podía ver el liquen que cubría la pared de roca. Esto era una emergencia.

Tiré de la manija izquierda. El nailon del lado izquierdo de la paravela se abrió como una cartera cortada, el ala derecha —todavía en ascenso— se ladeó bruscamente, la paravela casi se volcó con su inservible vela izquierda expulsando aire, mis piernas se estiraron a un lado mientras la cometa amenazaba con detenerse y estrellarse contra las rocas, mis botas rozaron piedra y liquen. La paravela descendió en línea recta, solté la manija izquierda, la tela de memoria activa de la superficie sanó al instante y me encontré volando de nuevo, aunque en una zambullida casi vertical.

Las fuertes corrientes que subían a lo largo del peñasco chocaron contra la cometa como un ascensor y me elevé de golpe. La barra de control me pegó en el pecho y me dejó sin aliento, la paravela aleteó, trepó y trató de hacer un rizo con un radio de sesenta o setenta metros. Me encontré de nuevo cabeza abajo, esta vez con la cometa y los controles abajo y la roca otra vez adelante.

Esto no funcionaba. Terminaría el rizo sobre la pared del peñasco. Tiré de la manija, ascendí, caí de costado, cerré el ala y tiré de las manijas y la barra mientras desplazaba mi peso para restablecer el equilibrio. Las nubes se entreabrieron y vi el peñasco veinte metros a mi derecha mientras combatía contra la corriente y la cometa.

Me equilibré y logré controlar el aparato, girando de nuevo a la izquierda, pero esta vez con cuidado, agradeciendo ese claro en las nubes, que me permitió calcular la distancia hasta el peñasco e inclinarme a la izquierda sobre la barra de control. Oí un susurro.

—Vaya. Eso fue divertido. Hazlo de nuevo.

Me sobresalté y miré arriba y atrás. El triángulo amarillo de la paravela de Aenea flotaba sobre mí, bajo nubes que formaban un techo gris.

—No, gracias —dije, dejando que las hebras de comunicaciones de la garganta del dermotraje captaran las subvocales—. Creo que ya he terminado de alardear. —La miré de nuevo—. ¿Por qué estás aquí? ¿Dónde está A. Bettik?

—Nos reunimos por encima de las nubes, no te vimos y bajé a buscarte —dijo Aenea.

Sentí malestar, más por el hecho de que ella lo arriesgara todo que por las violentas acrobacias de un instante antes.

—Estoy bien —refunfuñé—. Todavía debo acostumbrarme al ascenso.

—Sí. Es engorroso. ¿Por qué no me sigues hasta arriba?

Así lo hice, sin permitir que mi orgullo fuera un obstáculo para mi supervivencia. Con la niebla era difícil mantener su ala amarilla a la vista, pero más fácil que volar a ciegas cerca del peñasco. Aenea parecía intuir dónde estaba la roca, y cortó el círculo a cinco metros de ella, recibiendo el fuerte centro de las corrientes ascendentes pero sin acercarse más de la cuenta.

A los pocos minutos salimos de las nubes. Admito que esa experiencia me quitó el aliento. Primero vi un resplandor lento y luego un torrente de luz solar, y me elevé sobre las nubes como un nadador saliendo de un mar blanco. Entorné los ojos en la cegadora libertad de un cielo azul que parecía infinito.

Sólo los picos y riscos más altos eran visibles sobre el océano de nubes: el reluciente y blanco T'ai Shan al este, Heng Shan al norte, Jo-kung elevándose como una navaja al oeste, K'un Lun del noroeste al sureste, y muy lejos, en el linde del mundo, las brillantes cumbres de Chomo Lori, el monte Parnaso, Kangchengjunga, los montes Koya y Kalais y otros que no pude identificar. El sol destellaba sobre un objeto elevado que estaba más allá del risco de Phari, y pensé que podría ser el Potala o el Shivling. Me concentré en nuestro intento de ganar altura.

A. Bettik se aproximó con una seña aprobatoria. Respondí y miré arriba, donde Lhomo gesticulaba a cincuenta metros.
Girad en círculos cerrados. Seguidme.

Así lo hicimos, Aenea subiendo fácilmente a su posición, A. Bettik trepando detrás, y yo cerrando la marcha, quince metros abajo y a cincuenta metros del androide en el círculo.

Lhomo parecía saber exactamente dónde estaban las corrientes. A veces nos dirigíamos al oeste, cogíamos la turbulencia y abríamos el círculo para desplazarnos de nuevo al este. A veces parecíamos girar sin ganar altura, pero cuando miraba hacia Heng Shan notaba que habíamos subido cientos de metros. Lentamente ascendimos y lentamente nos dirigimos al este, aunque T'ai Shan aún debía estar a ochenta o noventa kilómetros.

El frío recrudeció y me dificultó la respiración. Cerré la máscara osmótica e inhalé oxígeno puro. El dermotraje se ciñó, actuando como traje de presión y traje térmico. Vi que Lhomo tiritaba con su
chuba
de cigocabra y sus gruesos mitones. Había hielo sobre el antebrazo desnudo de A. Bettik. Y aún ascendíamos en círculos. El cielo se oscureció y la vista se hizo más increíble: la lejana Nanda Devi al sudoeste, Helgafell al sureste, el pico de Harny más allá del Shivling, todo surgiendo por encima de la curvatura del planeta.

Al fin Lhomo llegó a su límite. Un instante antes yo había abierto la máscara osmótica para verificar la densidad del aire, traté de inhalar algo que parecía vacío y me apresuré a cerrar la membrana. No me imaginaba cómo Lhomo se las apañaba para respirar, pensar y operar a esa altura. Nos indicó que siguiéramos elevándonos, nos hizo la antigua seña de «buena suerte» con el pulgar y el índice y expulsó el aire de su cometa para alejarse como un halcón. Segundos después la cometa roja estaba miles de metros más abajo, dirigiéndose a los riscos del oeste.

Seguimos subiendo en círculos, perdiendo impulso por instantes, recobrándolo después. La corriente nos impulsaba al este, pero seguimos el consejo de Lhomo y resistimos la tentación de orientarnos hacia nuestro destino; aún no teníamos altura ni viento de cola suficiente para cubrir el trayecto de ochenta kilómetros.

El choque con la turbulencia fue como entrar en los rápidos con un kayak. La cometa de Aenea encontró primero el borde, y vi que la tela amarilla vibraba y la estructura de aluminio se flexionaba. Luego llegamos A. Bettik y yo, y sólo pudimos mantenernos horizontales en el arnés y seguir buscando altura.

—Es difícil —me dijo Aenea al oído—. Quiere soltarse e ir hacia el este.

—No podemos —jadeé, arrostrando la corriente y elevándome.

—Lo sé —dijo Aenea con voz tensa. Yo estaba a cien metros de ella, pero la veía luchar con la barra de control, las piernas tensas, los pies hacia atrás como un clavadista.

Miré en torno. El brillante sol tenía una aureola de cristales de hielo. Los riscos eran casi invisibles y las cimas de los picos más altos estaban kilómetros debajo de nosotros.

—¿Cómo está A. Bettik? —preguntó Aenea.

Giré para mirar. El androide giraba en círculos sobre mí. Parecía tener los ojos cerrados, pero noté que hacía ajustes con la barra de control. Una capa de escarcha relucía sobre su carne azul.

—Creo que bien. Oye, Aenea...

—Sí.

—¿Es posible que el personal de Pax que está en Shivling o en órbita detecte estas emisiones? —Tenía el disco de comunicaciones en el bolsillo, pero habíamos decidido no usarlo hasta que llegara el momento de llamar a la nave. Sería irónico que nos capturasen o matasen por usar los comunicadores de los dermotrajes.

—Imposible —jadeó Aenea. A pesar de las máscaras osmóticas y la matriz de respiración de los dermotrajes, el aire era fino y frío—. Las hebras de comunicaciones tienen muy poco alcance. Medio kilómetro a lo sumo.

—Entonces quédate cerca —dije, y procuré ganar unos cientos de metros más antes de que el silencioso huracán que me azotaba impulsara la cometa hacia el este.

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