El ascenso de Endymion (51 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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Al fin termina. Las líneas están fijas y los cables seguros, y Lhomo desciende a su punto fijo anterior, atraviesa cinco metros lateralmente, cae en la abrazadera y desciende a nuestra plataforma como un superhéroe legendario en su aterrizaje. Labsang Samten le alcanza un vaso de cerveza de arroz helada. Kenshiro y Viki le palmean la espalda. Changchi Kenchung, el maestro carpintero de bigotes encerados, se pone a cantar un procaz canto de alabanza. Yo sacudo la cabeza y sonrío como un idiota. Es un día estimulante. El cielo es una cúpula azul y la Sagrada Montaña del Norte, Heng Shan, reluce a través de las nubes. Aenea dice que la estación de las lluvias llegará dentro de pocos días —un monzón del sur traerá meses de lluvia, roca resbaladiza y nieve—, pero eso parece improbable y lejano en un día tan perfecto.

Alguien me toca el hombro. Aenea. Se ha pasado la mañana en el andamiaje o colgando de su arnés frente a la pared de roca, supervisando el trabajo en la senda y los parapetos.

Todavía sonrío por la experiencia vicaria de observar a Lhomo.

—Los cables están preparados —digo—. Otros tres o cuatro días buenos y tendremos la senda de madera. Luego tu plataforma final —señalo el borde del saliente— y listo. Tu proyecto estará concluido, salvo por la pintura y el acabado, pequeña.

Aenea asiente pero es obvio que no está pensando en las felicitaciones a Lhomo ni en la terminación inminente de su año de trabajo.

—¿Puedes venir a caminar conmigo un minuto, Raul?

La sigo por las escalerillas hasta uno de los niveles fijos y una cornisa de piedra. Avecillas verdes echan a volar mientras pasamos.

Desde este ángulo, el Templo Suspendido en el Aire es una obra de arte. La madera pintada de rojo oscuro reluce. Las escaleras, barandas y adornos geométricos son elegantes y complejos. Muchas pagodas tienen abiertas sus paredes
shoji
y sábanas y banderas flamean en la brisa cálida. Hay ocho altares en el templo; en orden ascendente por las sendas, cada altar representa un paso en la Noble Óctuple Vía identificada por Buda: los altares suben sobre tres ejes relacionados con los tres tramos de la Vía: Sabiduría, Moralidad y Meditación. En el eje ascendente de la Sabiduría están los altares de meditación para el «Entendimiento Recto» y el «Pensamiento Recto».

En el eje de la Moralidad están el «Lenguaje Recto», la «Acción Recta», la «Vida Recta» y el «Esfuerzo Recto». Sólo se puede llegar a estos altares de meditación subiendo por una escalerilla en vez de una escalera: como una noche me explicaron Aenea y Kempo Ngha Wang Tashi, Buda pretendía que esta vía fuera de compromiso laborioso e ineludible.

Las más altas pagodas de Meditación se dedican a la contemplación de los dos últimos pasos de la Noble Óctuple Vía: «Mentalidad Recta» y «Meditación Recta». Esta última pagoda, noté de inmediato, sólo da sobre la pared de piedra del peñasco.

También había notado que en el templo no había estatuas de Buda. Lo poco que Grandam me había explicado sobre el budismo cuando le pregunté en mi infancia —habiendo encontrado la referencia en un viejo libro de la biblioteca del brezal— era que los budistas rezaban a estatuas de Buda. Le pregunté a Aenea dónde estaban.

Me explicó que en Vieja Tierra el pensamiento budista se agrupaba en dos categorías principales: el Hinayana o «vehículo menor» —en el sentido de vehículo de salvación— era una escuela más antigua calificada con este término peyorativo por las escuelas más populares del Mahayana o «vehículo mayor». Una vez habían existido dieciocho escuelas de enseñanza Hinayana, todas las cuales consideraban a Buda un maestro y exhortaban a la contemplación y estudio de sus enseñanzas más que a su adoración, pero en la época del Gran Error sólo sobrevivía una de esas escuelas, la Theravada, y sólo en partes remotas de Sri Lanka y Tailandia, dos provincias políticas de Vieja Tierra asoladas por la enfermedad y el hambre. Las demás escuelas budistas que se unieron a la Hégira pertenecían a la categoría Mahayana, que se concentraba en la veneración de estatuas budistas, la meditación para la salvación, las túnicas color azafrán y el resto de la utilería que me había descrito Grandam.

Pero Aenea me explicó que en T'ien Shan, el mundo más budista del Confín o la vieja Hegemonía, el budismo había regresado a la racionalidad, la contemplación, el estudio y el análisis atento y abierto de las enseñanzas de Buda. Por eso no hay estatuas del Buda en Hsuan'k'ung Ssu.

Nos detenemos en el extremo de la cornisa. Las aves vuelan debajo de nosotros, esperando que nos vayamos para regresar a sus nidos.

—¿Qué pasa, pequeña?

—La recepción en el Palacio de Invierno de Potala será mañana por la noche —dice Aenea. Tiene la cara roja y polvorienta por su trabajo en el andamiaje. Noto que tiene un rasguño en la frente con gotas de sangre—. Charles Chikyap Kempo está organizando una comitiva oficial que no podrá incluir más de diez personas. Irán Kempo Ngha Wang Tashi, el supervisor Tsipon Shakabpa, y Gyalo, primo del Dalai Lama, su hermano Labsang, Lhomo Dondrub, porque el Dalai Lama ha oído hablar de sus hazañas y desea conocerle, Tromo Trochi de Dhomu como agente comercial, y uno de los capataces en representación de los trabajadores... George o Jigme.

—No me imagino a uno yendo sin el otro.

—Yo tampoco —dice Aenea—. Pero creo que tendrá que ser George. Él habla. Tal vez Jigme entre con nosotros y espere fuera del palacio.

—Ésos son ocho.

Aenea me coge la mano. El trabajo le ha encallecido las manos, pero aún así me parecen los dedos humanos más suaves y elegantes del universo conocido.

—Yo soy la número nueve —dice—. Habrá una gran multitud allá, representantes de todos los poblados y provincias del hemisferio. Es probable que no nos acerquemos a veinte metros de la gente de Pax.

—O que seamos los primeros en ser presentados. La ley de Murphy y todo eso.

—Sí —dice Aenea, y la sonrisa que veo es exactamente la que había visto en mi amiga cuando ella tenía once años y nos esperaba algo inusitado y quizá peligroso—. ¿Quieres ir como mi pareja?

Suspiro.

—No me lo perdería por nada —respondo.

18

En la noche anterior a la recepción estoy cansado pero no puedo dormir. A. Bettik se ha ido, y se aloja en Jo-kung con George y Jigme y las treinta cargas de material de construcción que debieron llegar ayer pero fueron retenidas en la ciudad por una huelga de porteadores. A. Bettik contratará nuevos porteadores por la mañana y los conducirá hasta el templo.

Inquieto, me levanto del sofá y me pongo los pantalones, la camisa, las botas y la chaqueta térmica. Al salir de la pagoda, veo que la luz de un farol alumbra las ventanas opacas y la puerta
shoji
de la pagoda de Aenea. De nuevo trabajando hasta tarde. Caminando despacio, para no molestarla al mecer la plataforma, bajo por una escalerilla hasta el nivel principal del Templo Suspendido en el Aire.

Siempre me asombra que este lugar esté tan vacío de noche. Al principio pensé que era porque se marchaban los obreros —la mayoría vive en las inmediaciones de Jo-kung—, pero he comprendido que muy poca gente pasa la noche en el complejo del templo. George y Jigme suelen dormir en un galpón del complejo, pero esta noche están en Jo-kung con A. Bettik. El abad Kempo Ngha Wang Tashi se aloja con los monjes algunas noches, pero esta noche ha regresado a su casa de Jo-kung. Un puñado de monjes prefieren sus austeros aposentos de aquí al monasterio de Jo-kung, entre ellos Chim Din, Labsang Barriten y la mujer, Donka Nyapso. En ocasiones el volador, Lhomo, se aloja en los aposentos de los monjes o en un altar vacío, pero no este noche. Lhomo ha salido temprano hacia el Palacio de Invierno, pues pensaba escalar Nanda Devi, al sur de Potala.

Así, aunque veo un fulgor tenue en los aposentos de los monjes, en el nivel más bajo del linde oriental del complejo —un fulgor que se extingue aun mientras lo miro—, el resto del complejo está oscuro y silencioso bajo la luz de las estrellas. Ni Oráculo ni las demás lunas han despuntado aún, aunque el horizonte del este comienza a resplandecer con su llegada. Las estrellas son increíblemente brillantes, casi tanto como cuando se ven desde el espacio. Esta noche veo miles —más de las que recordaba en el cielo nocturno de Hyperion o Vieja Tierra— y estiro el cuello hasta ver ese astro lento que es la diminuta luna donde supuestamente se oculta la nave. Llevo el disco de comunicaciones, y sólo necesitaría susurrar para llamar a la nave, pero Aenea y yo hemos decidido que, dada la cercanía de Pax, aun las transmisiones de banda angosta se deben reservar para situaciones de emergencia.

Espero sinceramente que no haya situaciones de emergencia.

Voy por escalerillas, escaleras y puentes hasta el lado oeste del complejo, camino por la cornisa de ladrillo y piedra al pie de los edificios más bajos. El viento nocturno sopla y la madera cruje mientras las plataformas se adaptan al frío. Arriba flamean las banderas y abajo la luz de las estrellas baña las nubes arremolinadas que lamen la roca. El viento no lanza ese aullido de lobo que me despertaba en mis primeras noches, pero su paso por las fisuras y maderas y rendijas pone al mundo a murmurar y susurrar.

Llego a la escalera de la Sabiduría y subo por el pabellón del Entendimiento Recto. Me quedo un momento en el balcón para mirar los oscuros y silenciosos aposentos de los monjes, en una roca del este. Acaricio las habilidosas tallas de las hermanas Kuku y Kay Se. Ciñéndome la chaqueta, subo por la escalera de caracol hasta la pagoda del Pensamiento Recto. En la pared oriental de esta pagoda restaurada, Aenea ha diseñado una gran ventana redonda que mira hacia la parte baja de los riscos, donde Oráculo hace su aparición. Ahora la luna se eleva y sus rayos brillantes iluminan el techo de la pagoda y la pared de yeso donde están talladas estas palabras del
Sutta Nipatta
:

Así como la llama apagada por el viento

reposa y no puede ser definida,

el sabio liberado de la individualidad

reposa y no puede ser definido.

Ha ido más allá de las imágenes,

más allá del poder de las palabras.

Sé que este pasaje trata sobre la enigmática muerte de Buda, pero lo leo en el claro de luna preguntándome si podría aplicarse a Aenea o a mí. No parece aplicable. A diferencia de los monjes que buscan la iluminación, yo no tengo el menor afán de trascender la individualidad. El mundo —las miríadas de mundos que he tenido el privilegio de ver y recorrer— me fascina y me deleita. No deseo dejar atrás el mundo ni mis imágenes sensoriales del mundo. Y sé que Aenea siente lo mismo: la vida es como la comunión católica, sólo que el mundo es la hostia y debe ser masticado.

Aun así, me afecta la idea de que la esencia de las cosas —las personas, la vida— trascienda las imágenes y el poder de las palabras. He intentado en vano volcar en palabras la esencia de este lugar, de estos días, y he descubierto que es un esfuerzo fútil.

Dejando el eje de la Sabiduría, cruzo la larga plataforma de la cocina y subo por las escaleras, puentes y plataformas del eje de la Moralidad. Oráculo se ha alejado de los riscos y junto con sus dos compañeras pinta con espesa luz la roca y la madera roja.

Atravieso los pabellones del Lenguaje Recto y la Acción Recta, deteniéndome para recobrar el aliento en la pagoda circular de la Vida Recta. Hay un tonel de bambú con agua potable junto a la pagoda del Esfuerzo Recto, y bebo un buen sorbo. Las banderas flamean en las terrazas y aleros mientras atravieso la larga plataforma que conduce a las estructuras más altas.

El pabellón de la Mentalidad Recta forma parte del trabajo reciente de Aenea y todavía huele a cedro bonsai fresco. Diez metros más alto por la abrupta escalerilla, el pabellón se yergue sobre la mole del templo y su ventana se abre a la pared del risco. Me quedo allí unos minutos, comprendiendo por primera vez que la sombra de la pagoda se proyecta sobre esa losa de roca cuando la luna sube como ahora, y que Aenea ha diseñado el techo del pabellón de modo que su sombra se conecte con grietas naturales y descoloramientos de la roca para crear un trazo que reconozco como el caracter chino que designa a Buda.

Siento un escalofrío, aunque el viento sopla igual que antes. Tengo la carne de gallina. Comprendo —no, veo— que la misión de Aenea, sea cual fuere, está condenada al fracaso. Ella y yo seremos capturados, interrogados, quizá torturados y ejecutados. Mis promesas al viejo poeta, en Hyperion, eran un gasto de aliento. Derrocar Pax, había dicho yo. Pax con sus miles de millones de fieles, sus millones de efectivos armados, sus miles de naves de guerra... Recobrar Vieja Tierra, había dicho. Bien, al menos la había visitado.

Miro por la ventana para ver el cielo, pero sólo veo la pared de roca bajo el claro de luna y las sombras que forman el caracter que representa el nombre de Buda, los tres trazos verticales como tinta sobre pergamino color pizarra, los tres trazos horizontales entrelazados, formando tres rostros blancos en los espacios negativos, tres rostros mirándome en la oscuridad.

Había prometido proteger a Aenea. Juro que moriré haciéndolo.

Combatiendo el frío y mi ominoso presentimiento, voy a la plataforma de la Meditación, me engancho a un cable y cruzo treinta metros en el vacío hasta llegar a la plataforma que está debajo de la terraza más alta, donde se encuentran las pagodas que Aenea y yo usamos para dormir. Subo la última escalerilla del último nivel, pensando:
Tal vez ahora me duerma.

No anoté esto en mi diario. Lo recuerdo ahora al escribir.

La luz de Aenea estaba apagada, por suerte. Se quedaba hasta muy tarde, trabajaba demasiado. Los andamiajes y cables no eran sitio para una arquitecta exhausta.

Entré en mi habitación, cerré la puerta
shoji
y me quité las botas. Las cosas estaban tal como las había dejado: el biombo externo un poco corrido, la luz de la luna sobre mi estera, el viento raspando las paredes en su suave conversación con las montañas. Ninguno de mis faroles estaba encendido, pero tenía la luz de la luna y mi recuerdo de esa pequeña habitación en la oscuridad. El suelo era
tatami
desnudo excepto por mi sofá y un baúl que contenía mi mochila, alimentos, un vaso de cerveza, los respiradores que había traído de la nave y mi equipo de escalamiento; no había nada con qué tropezar.

Colgué la chaqueta, me salpiqué la cara con agua del cuenco, me quité la camisa, los calcetines, los pantalones y la ropa interior, guardándolas en una bolsa dentro del baúl. Mañana era día de lavar ropa. Suspirando, sintiendo que la sombría premonición que había tenido en el pabellón de la meditación se diluía en mera fatiga, me acerqué a la estera. Siempre he dormido desnudo salvo cuando estaba en la Guardia Interna y cuando viajaba en la nave del cónsul con mis dos amigos.

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