El ascenso de Endymion (25 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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—¿Pero queda algún androide en Pax? —dijo Solznykov.

—¿Ha recibido informes sobre la presencia de alguno de estos tres en su territorio, comandante? —preguntó Nemes, ignorando su pregunta—. Es probable que hayan aparecido a orillas del gran río que va desde el polo norte hasta el ecuador.

—En realidad es un canal —aclaró Solznykov, pero se interrumpió. Ninguno de esos cuatro demostraba interés en la charla menuda ni la información adicional. Llamó a la oficina a su asistente, el coronel Vinara.

—¿Sus nombres? —preguntó Solznykov mientras Vinara esperaba con su comlog preparado.

Nemes dio tres nombres que no significaban nada para el comandante.

—No son nombres locales —dijo mientras el coronel Vinara examinaba los registros—. Los miembros de la cultura aborigen, la Hélice del Espectro de Amoiete, suelen juntar nombres como mi perro de caza de Patawpha juntaba garrapatas. Tienen matrimonios tripartitos donde...

—Éstos no son lugareños —interrumpió Nemes. Su rostro descolorido contrastaba con el cuello rojo del uniforme—. Vienen de otros mundos.

—Ah —dijo Solznykov, alegrándose de no tener que habérselas con esos fenómenos de la Guardia Noble por más de un minuto o dos—, entonces no podemos ayudar. Bombasino es el único puerto espacial operativo en Vitus-Gray-Balianus B ahora que hemos cerrado la operación aborigen en Keroa Tambat, y aquí no hay inmigración con excepción de algunos desertores que terminan en nuestra brigada. Todos los lugareños pertenecen a la Hélice del Espectro. Les gustan los colores, sin duda, pero un androide destacaría como... ¿Y bien, coronel?

El coronel Vinara buscaba en su base de datos.

—Ni las imágenes ni los nombres concuerdan con nuestros registros, excepto un boletín general enviado por la flota de Pax hace cuatro años y medio estándar. —Miró inquisitivamente a la gente de la Guardia Noble.

Nemes y sus hermanos no respondieron.

El comandante Solznykov extendió las manos.

—Lo lamento. Hemos estado ocupados en un gran ejercicio de adiestramiento en las dos últimas semanas locales, pero si hubiera aparecido alguien que concordara con estas descripciones...

—Señor —dijo el coronel Vinara—, estaban esos cuatro espaciales desertores.

Maldición
, pensó Solznykov. En voz alta dijo:

—Cuatro espaciales de Mercantilus que abandonaron su nave para que no los acusaran de uso de drogas ilegales. Según recuerdo, todos eran hombres, y sesentones... —Miró significativamente al coronel Vinara, tratando de ordenarle en silencio que cerrara el pico—. Y encontramos sus cuerpos en el Gran Grasiento, ¿verdad, coronel?

—Tres cuerpos, señor —dijo el coronel Vinara, sin captar las señales de su comandante. De nuevo miraba su base de datos—. Uno de nuestros deslizadores cayó cerca de Keroa Tambat y enviamos equipo médico... la doctora Abne Molina fue canal abajo con un misionero, para atender a los tripulantes heridos.

—¿A qué demonios viene todo eso, coronel? —rezongó Solznykov—. Estos oficiales buscan a una adolescente, un hombre de unos treinta años y un androide.

—Sí, señor —respondió Vinara, sobresaltado—. Pero la doctora Molina transmitió que había tratado a un forastero enfermo en Childe Lamond. Nosotros supusimos que era el cuarto desertor...

Rhadamanth Nemes avanzó tan bruscamente que el comandante Solznykov no pudo contener una mueca de alarma. Había algo inhumano en los movimientos de esa esbelta mujer.

—¿Dónde está Childe Lamond? —preguntó Nemes.

—Es sólo una aldea a orillas del canal, ochenta kilómetros al sur de aquí —dijo Solznykov. Miró al coronel Vinara como si la conmoción fuera culpa de su asistente—. ¿Cuándo traerán al prisionero?

—Mañana por la mañana, señor. Un deslizador médico debe recoger a los tripulantes en Keroa Tambat a las cero seiscientas horas y pasará por...

El coronel calló cuando los cuatro oficiales de la Guardia Noble giraron sobre los talones y se dirigieron a la puerta.

Nemes se detuvo apenas un instante.

—Comandante —dijo—, despeje nuestra trayectoria de vuelo entre la base y Childe Lamond. Usaremos la nave de descenso.

—Ah, eso no es necesario —dijo el comandante, mirando la pantalla de su escritorio —. Este desertor está arrestado y será entregado...

Los cuatro oficiales de la Guardia Noble habían bajado la escalinata de la oficina y atravesaban la pista. Solznykov los siguió a la carrera.

—Las naves de descenso no pueden operar en la atmósfera salvo para descender en Bombasino. ¡Oiga! Enviaremos un deslizador. ¡Oiga! Ese desertor no debe ser uno de los... Está bajo custodia...

Ninguno de los cuatro lo miró mientras se dirigían a su nave, hacían bajar una escalerilla y la abordaban. Sonaron sirenas en la base y el personal buscó refugio mientras la pesada nave despegaba con sus impulsores, pasaba a EM y aceleraba hacia el sur.

—Joder —jadeó el comandante Solznykov.

—¿Cómo ha dicho, señor? —preguntó el coronel Vinara.

Solznykov le clavó una mirada que habría derretido plomo.

—Despache dos deslizadores de combate... no, que sean tres. Quiero una escuadra de infantes a bordo de cada deslizador. Éste es nuestro territorio, y no quiero que esos fantoches anémicos de la Guardia Noble ni siquiera arrojen desperdicios sin nuestra autorización. Quiero que los deslizadores lleguen primero y arresten a ese condenado espacial... aunque tengamos que arrasar todas las poblaciones aborígenes de aquí a Childe Lamond. ¿Enterado, coronel?

Vinara miró boquiabierto a su comandante.

—¡Muévase! —gritó el comandante Solznykov.

El coronel Vinara se movió.

10

Permanecí despierto toda esa larga noche y el día siguiente, contorsionándome de dolor, yendo al baño con mi tubo intravenoso a cuestas, tratando de orinar y revisando ese absurdo filtro en busca del cálculo que me estaba matando. En algún momento de la mañana eliminé esa cosa.

Al principio no pude creerlo. El dolor había disminuido en la última media hora, y sólo era un eco en mi espalda y mi entrepierna, pero mientras miraba esa cosa diminuta y rojiza —mayor que un grano de arena pero mucho menor que un guijarro— no pude creer que me hubiera causado tanto sufrimiento durante tantas horas.

—Créelo —dijo Aenea, sentada en la repisa del cuarto de baño, mientras yo me acomodaba la camisa del pijama—. A menudo las cosas más pequeñas de la vida son las que nos causan más dolor.

—Seguro —respondí. Sabía vagamente que Aenea no estaba allí, que nunca habría orinado así frente a nadie, y mucho menos frente a la niña. Había alucinado su presencia desde la primera inyección de ultramorfina.

—Felicitaciones —dijo la alucinación Aenea.

Su sonrisa parecía bastante real —esa mueca picara y burlona en el lado derecho de la boca— y noté que llevaba los pantalones de denim verde y la camisa de algodón blanco que usaba para trabajar en el calor del desierto. Pero también veía el fregadero y las toallas a través de ella.

—Gracias —dije, y regresé a la cama. No podía creer que el dolor no regresaría. Más aún, la doctora Molina había dicho que podía haber varias piedras.

Aenea se había ido cuando Dem Ria, Dem Loa y el guardia entraron en la habitación.

—¡Oh, maravilloso! —dijo Dem Ria.

—Nos alegramos tanto —dijo Dem Loa—. Esperábamos que no tuvieras que ir a la enfermería de Pax para que te operasen.

—Pon la mano derecha aquí —dijo el soldado, y me esposó al cabezal de bronce.

—¿Estoy arrestado? —pregunté aturdido.

—Siempre lo estuviste —gruñó el soldado. Su tez oscura estaba sudada bajo el visor del casco—. El deslizador pasará mañana por la mañana para recogerte. No querrás perderte el paseo. —Regresó a la sombra del árbol del frente.

—Ah —dijo Dem Loa, tocándome la muñeca esposada—. Lo lamentamos, Raul Endymion.

—No es culpa vuestra —respondí, tan cansado y drogado que mi lengua no funcionaba bien—. Habéis sido amables, muy amables. —Los ecos del dolor me mantenían despierto.

—El padre Clifton quiere venir a hablar contigo. ¿Está bien?

En ese momento la idea de charlar con un misionero me resultaba tan agradable como ratas-araña royéndome los dedos de los pies.

—Claro —respondí—. ¿Por qué no?

El padre Clifton era más joven que yo, bajo —aunque no tan bajo como Dem Ria, Dem Loa o los de su raza— y rechoncho, con cabello ralo y claro sobre un rostro afable y rubicundo. El tipo me parecía conocido. En la Guardia Interna había un capellán parecido al padre Clifton, ferviente, inofensivo, un chico mimado que quizá se hizo sacerdote para no tener que crecer y hacerse responsable de sí mismo. Mi bisabuela, Grandam, comentaba que los curas de parroquia de las aldeas de los brezales de Hyperion solían ser aniñados: sus feligreses los trataban con deferencia, las amas de llave y las mujeres de todas las edades los mimaban, nunca estaban en auténtica competencia con otros adultos varones. No creo que Grandam fuera activamente anticlerical a pesar de su negativa a aceptar la cruz, sólo que le divertía esta tendencia de los curas de parroquia en el vasto y poderoso imperio de Pax.

El padre Clifton quería hablar de teología.

Creo que gemí entonces, pero el buen sacerdote debió atribuirlo al cálculo renal, pues se inclinó, me palmeó el brazo y murmuró:

—Calma, hijo, calma.

¿He mencionado que tenía cinco o seis años menos que yo?

—Raul... ¿Puedo llamarte Raul?

—Claro, padre. —Cerré los ojos como si me durmiera.

—¿Qué opinas de la Iglesia, Raul?

No podía creerlo.

—¿La Iglesia, padre? —pregunté.

El padre Clifton esperó.

Me encogí de hombros. Mejor dicho, lo intenté. No es tan fácil cuando uno tiene la muñeca esposada encima de la cabeza y una sonda intravenosa clavada en el otro brazo.

El padre Clifton debió comprender mi torpe gesto.

—¿Entonces te resulta indiferente? —murmuró.

Tan indiferente como se puede ser ante una organización que intentó capturarme y matarme
, pensé.

—No indiferente, padre. Es sólo que la Iglesia... bien, no ha sido relevante en mi vida.

El misionero enarcó sus claras cejas.

—Caramba, Raul... la Iglesia es muchas cosas, y no todas son inmaculadamente buenas, pero no creo que puedas acusarla de ser irrelevante.

Pensé en encogerme de hombros de nuevo, pero decidí que con un espasmo de ese tipo era suficiente.

—Entiendo a qué se refiere —dije, esperando que la conversación hubiera terminado.

El padre Clifton se inclinó aún más, los codos sobre las rodillas, las manos unidas frente a él, pero más en actitud de persuasión y razonamiento que de plegaria.

—Raul, sabes que por la mañana te llevarán a la base Bombasino.

Asentí. Aún podía mover la cabeza con libertad.

—Sabes que el castigo de la flota de Pax y Mercantilus por la deserción es la muerte.

—Sí —dije—, pero sólo después de un juicio justo.

El padre Clifton ignoró mi sarcasmo. Arrugó la frente con preocupación, aunque yo no sabía si por mi destino o por mi alma eterna. Tal vez por ambos.

—Para los cristianos... —dijo, e hizo una pausa—. Para los cristianos esa ejecución representa un castigo, cierta incomodidad, quizá terror momentáneo, pero luego enmiendan sus costumbres y continúan con su vida. Para ti...

—La nada —dije, ayudándole a terminar la frase—. El gran pozo. La oscuridad eterna. La aniquilación. Guisado para gusanos.

Al padre Clifton no le causó gracia.

—No tiene por qué ser así, hijo mío.

Suspiré y miré por la ventana. Era por la tarde en Vitus-Gray-Balianus B. La luz del sol no era como en otros mundos que conocía, Hyperion, Vieja Tierra, incluso Mare Infinitus y otros lugares que había visitado breve pero intensamente, pero la diferencia era tan sutil que me habría costado describirla. Aun así era hermosa. Eso era indiscutible. Miré el cielo color cobalto, surcado por nubes violáceas, la luz espesa que bañaba el adobe rosado y el alféizar de madera; escuché el alboroto de los niños que jugaban en el callejón, la suave conversación de Ces Ambre y su hermano enfermo, Bin, las súbitas risas cuando algo los divertía en su juego.
¿Perder esto para siempre?
, pensé.

Y aluciné la voz de Aenea, diciendo:
Perder todo esto para siempre es la esencia de la condición humana, amor mío.

El padre Clifton se aclaró la garganta.

—¿Alguna vez oíste hablar de la apuesta de Pascal, Raul?

—Sí.

—¿De veras? —preguntó sorprendido el padre Clifton. Tuve la sensación de que lo había descolocado—. Entonces sabes por qué tiene sentido —añadió con blandura.

Suspiré de nuevo. Ahora el dolor era uniforme, en vez de palpitar en oleadas como en los últimos días. Recordé que había conocido a Blaise Pascal en mis conversaciones con Grandam cuando era niño, había hablado sobre él con Aenea en el crepúsculo de Arizona, y al fin había buscado sus
Pensamientos
en la excelente biblioteca de Taliesin Oeste.

—Pascal era un matemático —dijo el padre Clifton—. Anterior a la Hégira... mediados del siglo dieciocho, creo...

—En realidad vivió en el siglo diecisiete. De 1623 a 1662, creo. —Era una bravuconada. Las fechas parecían correctas, pero no habría apostado mi vida. Recordaba la época porque Aenea y yo habíamos pasado un par de semanas de invierno discutiendo sobre el iluminismo y su efecto en la gente y las instituciones antes de la Hégira, antes de Pax.

—Sí —dijo el padre Clifton—, pero la época en que vivió no es tan importante como su apuesta. Piénsalo, Raul. Por una parte, la oportunidad de la resurrección, la inmortalidad, una eternidad en el cielo, gozando de la luz de Cristo. Por la otra... ¿cómo fue que lo llamaste?

—El gran pozo —dije—. La aniquilación.

—Peor que eso —dijo el joven sacerdote, la voz trémula de convicción—. La aniquilación significaría la nada, un sueño sin sueños. Pero Pascal comprendió que la ausencia de la redención de Cristo es peor que eso. Es lamentación eterna... añoranza... tristeza infinita.

—¿El infierno? ¿El castigo eterno?

El padre Clifton unió las manos, obviamente incómodo con ese aspecto de la ecuación.

—Quizá —dijo—. Pero aunque el infierno fuera sólo el eterno reconocimiento de las oportunidades perdidas, ¿por qué arriesgarse? Pascal comprendió que si la Iglesia estaba equivocada, nada se perdía con abrazar la esperanza. Y si él tenía razón...

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