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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (60 page)

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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—Abu Isaq, ¿no descansas?

—Enseguida, Mawa. Antes quiero terminar unos planos.

Pero no conseguía plasmar la belleza que perseguía. El emperador me había pedido que le construyera una mezquita en Gao, y las semanas pasaban en Niani sin que pudiese presentarle algo digno del nuevo espíritu que el monarca quería representar.

—Mawa, a lo mejor no valgo.

—¿No vales para qué?

—Para alarife.

—Mi señor será el mejor alarife del África entera. Los demás reinos envidiarán tu obra.

—No puedo, no me sale. Sé que lo tengo dentro, pero se niega a aflorar. Mi talento es como una serpiente atemorizada que se esconde en el agujero más profundo.

—El espíritu de la serpiente siempre surge de la oquedad que la cobija. Cuando menos se espera.

—¿Aún crees en los espíritus?

—Creo en el Alá que me enseñan los nuevos ulemas, pero no lo veo. A los espíritus, los siento. Mis padres y abuelos me enseñaron a hablar con ellos.

—¿Y qué te dicen?

—Que la serpiente de tu talento saldrá, de improviso, cualquier día de estos.

Paseaba mi ansiedad por poblados y descampados. Observaba las construcciones de las gentes del campo y admiraba su cándida sencillez. Pero no me bastaban. Tenía que ir mucho más allá. Sabía que el emperador regresaría a Niani y que querría conocer los planos de la obra que me había encargado. No podía defraudarle. Una y otra vez, volvía a los esbozos y bocetos. A veces era el arte magno de los antiguos egipcios el que afloraba bajo mi trazo, en otros, lo ostentoso del arte mameluco. Aunque me impresionaban, no los quería. Deseaba encontrar una nueva forma de expresión, cálida y cercana a la naturaleza que nos amparaba.

—Mawa, que no me sale. El emperador regresa, y no tendré nada que mostrarle.

—Harás algo grande, seguro.

—Ya…

—Por cierto, te querría decir algo.

—¿Qué?

—Es acerca de tu amigo Jawdar.

—¿Algún problema?

—No. Es sólo que debe casarse.

—¿Jawdar? ¿Casarse?

—Claro, ¿por qué no?

Mi mujer tenía razón. Claro, ¿por qué no? Seguía tratando a Jawdar como si fuese un niño. Mawa parecía tenerlo todo más claro.

—Tengo una prima muy guapa que lo mira con buenos ojos. Se llama Tomba.

—Hablaré con él.

Me dilaté unos días en hacerlo, obsesionado en mis cábalas y pesadumbres. Ni La Meca ni Bagdad me inspiraron en absoluto. Mi espíritu se encontraba muy lejano de sus formas y expresiones. Recordaba los palacios y mezquitas de Damasco, pero me parecieron demasiado pesadas, antiguas. Sólo me quedaban los recuerdos de Al Ándalus, pero el blanco de su cal cegaría en este reino del sol tropical.

—¿Por qué no consultas con el viejo hechicero?

—Mawa, soy un buen musulmán. El Corán condena todas esas supercherías.

—No son supercherías. Los magos saben interpretar el aliento de los espíritus, tienen un don especial. Al igual que tú compones poesía, ellos conocen lo que existe más allá de la realidad.

—Sólo Alá está por encima de la realidad.

—No pierdes nada por intentarlo. Has dicho muchas veces que quieres reflejar el alma de esta tierra en tu arquitectura. Los magos saben de eso, entienden a los espíritus que la conforman.

Dudé. Recordaba la sabiduría de Ramsés, pero no creía que pudiera encontrar algo similar en el África profunda. Mawa insistía. Pensé que podía tener razón. Nada perdería con ello. La sabiduría de mi joven esposa me asombraba cada día. Ya leía y recitaba algunas suras del Corán. Durante las últimas semanas, a la caída dulce de la tarde, le enseñaba letras y gramática. Veía en sus ojos la avidez por aprender. Todo lo preguntaba, todo le interesaba.

—Ibn Arabí escribió que Dios está en todas partes, y que el fiel puede descubrir su belleza en el amor a las personas, en la docilidad de los animales, en lo efímero de la flor. Eso mismo dicen nuestros magos, que todas las cosas tienen espíritu, y que debemos respetarlas.

No me esperaba ese argumento en su boca. Mawa acababa de encontrar un lazo entre el animismo africano y el sufismo musulmán.

—¿Cómo sabes eso?

—Lo leí en uno de tus libros.

—¿Qué?

—Por las mañanas —me sonrió orgullosa—, practico lo que me enseñas por las tardes. Leo tus libros, y me gustan.

No me lo podía creer. Mi dulce Mawa, analfabeta hasta nuestra boda, se estaba convirtiendo en una erudita delante de mis mismas narices. No volvería a subestimarla.

—Te propongo un trato —me dijo con picardía—. Vayamos a visitar al mago. Si no sales contento, seré yo la que hable con Jawdar los asuntos de su boda. Si, por el contrario, la visita te es útil, serás tú el que debas plantearle el asunto.

La boda de Jawdar. Me costaba hablar con él. El trato de Mawa sería una excusa perfecta para que fuera ella la que arreglara el desposorio.

—De acuerdo, Mawa. Iremos a ver a tu mago.

—Vayamos ahora mismo, vive en las afueras de Niani en una choza muy humilde.

La seguí en silencio. Mientras recorríamos las calles de Niani, rogaba al buen Alá que me perdonase por la herejía que iba a cometer. Era impropia de quien ya había realizado su peregrinación. La reflexión de Mawa me había conmovido. ¿Podría, de verdad, su mago interpretar el lenguaje de los espíritus?

Tardamos un buen rato en atravesar la ciudad. Apenas recorríamos unos pasos cuando nos encontrábamos a unos amigos o a algunos familiares. Nadie tiene prisa en Niani, y los saludos son lentos y exasperantes. Encontrar a un pariente significa recordar a todos y cada uno de los familiares comunes, interesándonos por su salud y su vida. Así funciona lo que se conoce como el tán-tán africano. Las noticias vuelan de boca en boca, y, en pocas semanas, lo acontecido en un extremo del continente puede llegar a oídos del que habita en el lugar más apartado. La cadena de cortesías de los unos con los otros me recordaba el curioso comportamiento de las hormigas. A cada momento, se detenían a intercambiar información. Las que regresaban les contaban a las que salían las nuevas a través de un extraño juego con sus antenas. Igual ocurría en el África. Sus gentes, en su incesante ir y venir, parloteaban vidas y milagros de conocidos y familiares. Las gestas y los mitos quedaban para las largas horas de la noche al amor de las candelas. La luz para el cotidiano y cercano; la oscuridad para la historia y la leyenda.

—Esa es.

La choza del mago Bontiakara se encontraba sobre una elevación cubierta por someras acacias. Algunas cabras, enjutas como una soga de esparto, mordisqueaban por aquí y por allá, con más esperanza que posibilidades.

—Llámalo tú —animé a Mawa—, yo no lo conozco de nada.

El hechicero nos respondió, invitándonos a entrar.

—Hace mucho calor fuera —se justificó una vez que nos acomodamos en su penumbra.

Durante un rato, Mawa se interesó por la salud de su familia. Cuando consideró que habían repasado la vida de suficiente parentela, Bontiakara inició la conversación.

—Mawa, ¿qué deseas? A buen seguro que no has venido hasta mi casa acompañado por tu noble esposo simplemente para saludarme.

—Es Saheli quiere hablar contigo.

No supe qué decirle. Balbuceé hasta decirle.

—Quiero construir la más hermosa mezquita para el emperador.

—¿Y?

—Quiero que refleje el alma de esta tierra. Pero no sé cómo hacerlo.

—Nuestra geografía tiene muchas almas, casi tantas como animales y plantas la habitan. ¿Cuál de ellas buscas?

—No lo sé.

—¿Cómo quieres que se vea tu obra?

—Quiero que mis construcciones parezcan que emanan de la tierra misma.

Bontiakara calló, mientras dibujaba signos sobre la arena de la choza. Finalmente, sentenció.

—Pues mira a la tierra y obsérvala. Ella misma y sus espíritus te hablarán.

Su mujer, cargada de niños, entró en aquel momento. Supimos que debíamos salir. No existía nada más urgente que satisfacer el apetito de la chiquillería hambrienta. Bontiakara se levantó para despedirse.

—Recuerda. En la tierra encontrarás la respuesta.

Salí decepcionado. Nada me había aclarado. Mawa debió percatarse de mi desencanto y nada me dijo. Su receta para mi inspiración había fallado.

—Vamos a dar una vuelta —le indiqué a mi esposa, incapaz de regresar humillado a mi casa.

Mawa se pegó a mí, mientras caminábamos.

—Pues ya sabes —le dije—. Has perdido. Te toca a ti hablar con Jawdar.

—Espera. Todavía no has cumplido con el hechicero.

—No me dijo nada.

—Debes observar a la tierra. Eso te dijo. Los espíritus que habitan en ella te hablarán.

—¡Qué tontería!

Nos adentramos en los campos áridos que rodeaban la ciudad. Las acacias resistían con sus espinas a la voracidad de las cabras y a los ímpetus del viento secante.

—Miro a la tierra y no veo sino cabras, acacias y termiteros.

Era cierto. Era lo único que mis ojos apreciaban en la vasta llanura que se nos extendía por delante. Nos sentamos. Me encontraba cansado de errar tras una imagen fugitiva que no lograba capturar. Mawa se levantó.

—Espérame aquí, voy a dar una vueltecita.

La inspiración, que tan pródiga me resultaba en materia de rimas y versos, se me mostraba esquiva y huidiza cuando de dar forma a una mezquita se trataba. ¿No tendría talento para ello? ¿Me habría empeñado en una tarea imposible para mis entendederas?

Mawa regresó de su corto paseo. Al pasar junto al gran termitero que tenía enfrente de mí, me sonrió con cariño. Parecía decirme que me quería, a pesar de que mi cabeza estuviera tan seca como el mismo desierto del Sáhara. Yo también la quería. Mawa había conquistado mi corazón. Me gustaba su vivacidad, esa inteligencia que yo moldeaba como si se tratase del barro del gran termitero. ¡Un momento! ¡El termitero! Las termitas lo construían con barro y llegaban hasta una altura de varios metros, retando las leyes de la tierra, de la estática y los arrecios de los temporales de agua y viento. Aguantaban los fríos del invierno y el horno del verano. El material más humilde, el barro, se convertía en el más resistente. ¡Eso era! Construiría mi mezquita con la exudación más generosa de la tierra, su barro arcilloso. Una frenética agitación se apoderó de mi mente. Ya tenía el material. Me faltaba la forma. Y el termitero me la proporcionó. Tenía razón el hechicero, para conocer el alma de la tierra había que saber mirarla. Durante semanas había tenido delante de mis narices la forma más simple y hermosa de orar al buen Alá. Construiría su mezquita con barro y bajo las formas redondeadas y piramidales de los termiteros. Era una idea absolutamente original, nueva. Aunque había visto miles de construcciones de adobe, siempre adoptaban formas rectangulares. Huiría de esa arquitectura convencional para dejarme acariciar por el lenguaje de la tierra. Y recordé, entonces, mientras Mawa llegaba hasta mí sonriente, las montañitas que hice con la arena mojada de las orillas del Níger, cuando dejé que el lodo escurriera de mi puño cerrado. Aquellas pequeñas pirámides me recordaron a los termiteros. Tuve esa forma ante mis ojos sin que supiera verla.

—¿Que te ocurre, Es Saheli? Pareces feliz.

—Creo que seré yo quien tenga que plantear a Jawdar lo de su boda.

—Pero…

—Tu hechicero tenía razón, Mawa. Ya sé cómo construiré las mezquitas. Serán las más hermosas del África entera. El espíritu de la tierra me ha hablado. Creo que lo he comprendido.

XC

A
N NUR
, LA LUZ

Hablé con él al atardecer.

—Jawdar. Ya eres un hombre.

Me miró con asombro. ¡Pues claro que era un hombre! ¿Es que acaso podía alguien dudarlo? No podía seguir con circunloquios, así que se lo planteé abiertamente.

—Debes casarte.

Abrió mucho los ojos. Quizá no lo hubiera pensado nunca hasta ese momento.

—Mawa tiene una prima muy guapa. Se llama Tomba.

—Sé qui… quién es. Me son… sonríe por las ma… mañanas.

—¿Quieres casarte con ella?

—¿Yo…?

—Ella lo está deseando. Le gustas. Su familia te aceptaría encantada. Hemos hablado con ellos.

Era cierto. Mawa había tanteado a sus tíos antes de proponer el matrimonio.

—¿Qué me dices? ¿Quieres casarte con Tomba?

Su sonrisa de niño exteriorizó la felicidad que sentía.

—Sí, cla… claro que sí.

—Pues mañana hablaremos con sus padres. Vamos a tener mucho trabajo para organizar tu boda.

Mawa se dedicó en cuerpo y alma a ayudar a Jawdar. Tenía que organizar un nuevo hogar y no estaba preparado para ello. Afortunadamente, a mí me dejaron tranquilo. Durante los dos días siguientes trabajé sobre el papel, dibujando y borrando líneas y volúmenes. Sabía lo que quería y mis bocetos avanzaban con rapidez. Había alcanzado a la inspiración, y ahora galopaba sobre sus lomos.

—¿Te gusta, Mawa? —le preguntaba cada vez que ultimaba un plano.

—Es el espíritu de mi tierra, ¿cómo no iba a gustarme?

Después añadía.

—Ya hemos encontrado el lugar donde Jawdar y Tomba levantarán su casa. Está cerca de aquí. ¿No quieres verlo?

—Ya lo veré, Mawa, ya lo veré. Ahora, debo terminar lo mío.

Por fin llegó el gran día. El emperador me recibiría para conocer mis proyectos y autorizar la obra si resultaba de su gusto. Repasé una y otra vez mis lógicas y argumentos, temeroso de errar a la hora de la verdad. Y con mis diseños bajo el brazo me presenté en la recepción real.

—Señor, me encargaste una mezquita, y aquí están sus planos.

Los mostré ante él y sus principales cortesanos. Los observaron con los ojos muy abiertos, sin llegar a entender del todo las líneas y los dibujos.

—He querido expresar el alma de la tierra africana. Serán edificios de barro, pero sólidos y estables al respetar las curvas de equilibrio de su propia naturaleza interna. Como la de los termiteros. Será sencilla y hermosa, y, por tanto, espiritual como sus gentes.

Kanku Musa repasaba una y otra vez mis dibujos, sin pronunciar palabra alguna. Sus gestos, inmutables, no denunciaban rechazo ni agrado. Simplemente se limitaba a observar con atención mis alzados y planos, deteniéndose en el del alminar de la mezquita.

—¿Qué os parece?

El monarca pidió opinión a su séquito. Aquello se complicaba más de lo que yo hubiera podido esperar.

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