—¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí? —preguntó el monje, cargándose de valor.
—Mi nombre no es importante, pero sí que ha de saber qué represento —dijo el hombre en tono casi imperceptible. Al mismo tiempo hizo chasquear los dedos y señaló a otro individuo que el padre Ubach no había visto y que ahora también se le acercaba con unas intenciones dudosas—. No se preocupe, abuna —lo tranquilizó el hombre que llevaba la voz cantante mientras Ubach notaba que la sangre le volvía a correr por las venas de las muñecas. Lo habían desatado. Ubach procuró incorporarse, haciendo esfuerzos—. Poco a poco, abuna… —le recomendó con un susurro como si fuera una serpiente—. Poco a poco. Ha recibido un golpe en la cabeza, ha perdido sangre y se podría desmayar —le advertía mientras se ponía en pie y desafiante, basculando, oscilando como cuando los reptiles miran a sus víctimas antes de lanzarles el ataque final.
Ubach le obedeció y se levantó de la losa lentamente, con muchas dificultades y sin recibir ninguna clase de ayuda de nadie. Ninguno de los cuatro hombres que Ubach vio en aquel espacio movió ni un dedo para ayudarlo. Todo le daba vueltas, incluso su interlocutor, cuya imagen provocadora, poco a poco, conseguía que se le quedara centrada.
—Hemos tenido diferentes nombres… Los Protectores, los Custodios, los Guardianes e, incluso, la auténtica Guardia de Honor —empezó a explicar a Ubach, que era la primera vez que los oía nombrar—. Pero solamente hemos tenido y tenemos una única función: salvaguardar y proteger las esencias.
Se hizo un silencio que el padre Ubach no osó interrumpir; jadeando, con el peligro de que se le saliera el corazón por la boca, esperaba que aquella especie de sacerdote que parecía que venía del pasado continuara con su relato.
—Nuestros orígenes se remontan a la época del faraón Amenofis IV, servidor de Atón. Durante su mandato ya había ordenado crear la Guardia de Honor, un cuerpo que, en principio, era secreto. Ni su mujer, Nefertiti, sabía nada de ello, pero con los años se fue convirtiendo en una especie de milicia de élite con una presencia notable en la vida pública, dentro y fuera de la corte. Se dedicaba solamente a proteger los intereses e, incluso, la vida del faraón. Amenofis IV no tenía miedo de perder la vida, pero era consciente de que estaba expuesto a perderla. No únicamente por los numerosos enemigos que iba creándose, sino también porque había desafiado al hasta entonces poderoso clero. El faraón les había ido recortando las competencias y les había despojado de sus vestiduras y eso era lo mismo que arrebatarles su poder y, por tanto, empujarlos a la confrontación.
»La respuesta de un pequeño reducto de sacerdotes, que más tarde serían considerados traidores por haber abrazado otra fe, fue la de decidir fundar en la clandestinidad otro grupo que pudiera contrarrestar al poderoso ejército del faraón. En aquel momento nacieron los Guardianes, los Custodios, los Protectores… —Rashid hizo una pausa—. Los auténticos responsables de salvaguardar el honor, la verdadera esencia de la cual el faraón renegaba. El reto era vigilarla, guardarla, protegerla, custodiarla y hacerlo a cualquier precio, costara lo que costara. Generación tras generación, los Protectores habían sobrevivido evolucionando y adaptándose a las exigencias de cada momento para poder llevar a cabo su objetivo. Ahora yo, Rashid, soy el representante de ese cuerpo, cuyos tentáculos se extienden por todos los países del mundo, no sólo los árabes.
—Disculpe, pero sigo sin entender por qué estoy aquí.
—Lo que queríamos ya lo tenemos, abuna… —Volviéndose hacia uno de los individuos que estaban en la sala le hizo una señal para que cogiera el fardo de las túnicas. Rashid cogió una de ellas y la desplegó ante el monje—. Estas tres túnicas, que son sagradas, no pueden salir, no deben salir de estas tierras. No tienen nada que hacer lejos de aquí, no tiene sentido encerrarlas en una urna y exponerlas en un museo —dijo levantando el tono.
Ubach se abstuvo de llevarle la contraria y se limitó a preguntarle:
—Pues si ya tiene lo que buscaba, ¿para qué me quiere a mí?
—No es solamente a usted, abuna…—Y volvió a hacer una señal a un tercer individuo que, acompañado de otro, desapareció y volvió de inmediato arrastrando, como si fuera un saco, atado y amordazado, a Saleh.
—¡Saleh! —exclamó el padre Ubach cuando vio al beduino envuelto con unas gruesas cuerdas que le oprimían el pecho. A duras penas debía poder respirar con la mordaza que le habían encajado en la boca. Poco se podía imaginar el monje que Saleh también había caído en manos de aquellos indeseables que los retenían sin ningún motivo—. Saleh… —dijo en un tono compasivo el padre Ubach. Mirándolo a los ojos recordó cómo el beduino había intentado advertirlo en vano, como si lo presintiera, de que fuera con cuidado antes de internarse por las ruinas del monasterio.
Rashid se dirigió a Ubach mientras se acercaba a Saleh, que tenía la cabeza colgando casi besando la túnica azul del líder de los Guardianes.
—En su periplo por el Sinaí, este maldito beduino —y Rashid le giró la cara de una bofetada— se deshizo de uno de nuestros hombres, el malogrado Mahmud, que le vigilaba de cerca. Eso nos obligó a proceder de manera diferente, con más cautela. Sin el buen trabajo de Ismail… —Rashid notó una cara de extrañeza en el monje—. Sí, abuna Ubach, el hares del arzobispo de Bagdad, Ismail, le protegió para que llegara sano y salvo hasta aquí, y por el camino casi conseguimos liquidar a uno de los grandes expoliadores de estas tierras…
—Sir Leonard —añadió Ubach con un deje de escalofrío en la voz—. La serpiente que mordió a sir Leonard la puso…
—Sí, abuna, el hares hizo entrar la serpiente en la tienda de aquel asqueroso saqueador. Por desgracia, no pudo ser… ¡Ya caerá!
—¿Y la carta? La carta, que estaba escrita en catalán… ¿Cómo es posible? ¿También ha sido cosa de ustedes? —preguntaba un incrédulo Ubach.
—Por supuesto, abuna… La nuestra es una causa que, como le he dicho, existe desde hace años, siglos, y nuestros conocimientos son inabarcables, también en lo que se refiere a lenguas. Uno de nuestros colaboradores la redactó en su lengua para que fuera creíble y a usted no le generara ninguna duda sobre su autenticidad. La carta que recibió nada más llegar a Jerusalén y antes de partir hacia Babilonia y Mesopotamia nos aseguraba que tarde o temprano vendría hacia aquí.
Ubach, que había estado pendiente de sus estudios bíblicos y de recopilar todos los datos y los objetos que pudiera para sus proyectos, se hacía cruces por haber sido tan iluso como para tragarse el anzuelo de la carta aun no teniendo claro que fuera de Montserrat.
—Y a fe que nos ha dado unos resultados excelentes: lo tenemos a usted, a Saleh y, sobre todo, las túnicas.
—¿Y ahora, qué? —quiso saber Ubach, que se temía la peor de las respuestas.
—Abuna Ubach, sé que es un hombre respetuoso e inteligente, que aprecia lo que hace. Si me lo permite, usted es como aquel enamorado que tiene suficiente con oler una rosa; no es como aquellos chapuceros que entran y destrozan el jardín. Sé que sus métodos son incuestionables y que todo lo que hace es para ampliar sus conocimientos y compartirlos con sus conciudadanos, pero… —Hizo una pausa y continuó susurrando—: Tiene que entender, y sé que lo hará, que hay límites que no se pueden rebasar. Apelo a su conciencia, y si quiere que Saleh viva y que no le pase nada, olvídese de las túnicas, déjelas aquí, y como nadie sabe que existen, no hay ninguna razón para que este asunto trascienda. Estoy seguro de que me ha entendido, abuna.
—¿Me está diciendo que no puedo volver a poner los pies nunca más en estas tierras porque si lo hago Saleh pagará las consecuencias?
—Así es, abuna —confirmó el líder de los Guardianes.
Ubach no tenía nada que hacer. No quería tener aquel peso sobre la conciencia ni remordimientos de ningún tipo.
La amenaza era inapelable. Había visto de qué eran capaces y, por lo que había podido comprobar, la infraestructura de aquella organización era grande, muy grande y, sobre todo, invisible. Se detuvo un momento precisamente para pensar que nunca había oído ni leído nada de aquellos Custodios, Guardianes o Protectores que tenían unos orígenes ancestrales. No podía evitar, tampoco, que su mente de estudioso encontrara motivos de interés y de curiosidad académica para estudiar el objetivo de aquella sociedad clandestina que mezclaba todas las creencias que habían nacido en aquellos territorios bíblicos y que, en cierto modo, compartían la misma pasión por conservar antiguas tradiciones y todo aquello que los rodeaba, pero con métodos absolutamente diferentes. Mientras el padre Ubach aceptaba a su pesar, amablemente pero por la fuerza, la propuesta de Rashid, éste había ordenado que desataran a Saleh y los condujo por un pasillo hacia la superficie, sanos y salvos pero con el miedo en el cuerpo. Muy cerca, precisamente, de donde Ubach se había encaramado para coger una hoja de papel, exactamente detrás de la base del campanario del monasterio, reaparecieron el beduino y el monje, custodiados por dos de los hombres que los habían retenido. Atravesaron las ruinas del edificio monástico bajo la mirada atenta de aquellos esbirros, que al ver que ya se alejaban, desaparecieron. Ubach se volvió para ver por última vez la figura deforme del monasterio y ya no había ni rastro de los captores. En aquel preciso momento, la tierra que pisaban tembló. Se oyó un ruido que les puso la piel de gallina, era como si se quejara, como si se desgarrara la piel de la Tierra. Se abrió una grieta detrás de Ubach y Saleh, que corrían desesperados, como si hubieran escapado del mismo demonio. La sacudida acabó de partir las pocas piedras del monasterio que quedaban en pie y los cimientos que estaban desdibujados fueron cediendo. Cuando la tierra se desgarró, provocó una brecha que como una fiera famélica engullía todo lo que había en la superficie, los restos del monasterio incluidos y hasta un grupo de casas del barrio que se extendía detrás de lo que había sido la iglesia.
Alejados un buen trecho, envueltos todavía por la inmensa columna de polvo que se levantaba sobre el lugar de donde solamente hacía un instante habían salido, Ubach y Saleh se miraron y se abrazaron mientras lloraban. Eran conscientes de que habían sobrevivido de milagro. Fuera como fuese, tanto el monje como el beduino habían vuelto a nacer.
Monasterio de Montserrat, abril de 1911
El padre abad estaba inquieto pero al mismo tiempo tranquilo. Sabía que el tándem que había formado funcionaría, que iba a ser mano de santo. Tenía muy claro que el entendimiento entre el padre Ubach y un joven monje que se inclinaba a seguir los pasos del monje aventurero, el padre Pius-Ramon Tragan, auguraba que el Museo Bíblico sería un éxito. No únicamente en la apertura, sino que estaba convencido de que sería una referencia para los estudios bíblicos en un futuro. Estaba seguro de que tal como le había defendido docenas de veces Ubach, llegaría a ser un espacio dedicado al estudio de las Sagradas Escrituras, a la investigación de la historia y de la cultura del Oriente Próximo, y todo lo que se podría conseguir ampliar gracias a la colección de piezas arqueológicas provenientes de Mesopotamia, de Egipto, de Palestina y de Babilonia que contenía el museo y que había ido enviando el padre Ubach. El padre Pius-Ramon no sólo había tenido cuidado de inventariarlas y catalogarlas, sino que también había previsto cuál podría ser la ubicación, según el plan concebido por Ubach.
Se llamaría el Palacio de la Biblia y tendría tantos compartimentos como libros tienen las Sagradas Escrituras. El visitante comenzaría por el Génesis y continuaría avanzando por toda la historia de Israel y por toda la trama de los Evangelios y de los viajes de san Pablo… hasta llegar al Apocalipsis. Los libros más ilustrables tomarían más protagonismo con mapas, dioramas, fotografías, objetos y piezas que ayudarían a aclarar conceptos y a entenderlos. Ahora, en el momento de inaugurar el museo y el Scriptorium Biblicum, ante toda la comunidad monástica y la sociedad que tenía que sacar provecho de ello, Ubach se sentía, salvando las distancias, como Moisés o Abraham después de ser llamados por Dios para cumplir su vocación. Se acordó de Joseph Vandervorst, de Saleh y de un versículo del Deuteronomio: «Recuerda los tiempos antiguos, repasa los años, generación por generación».
Un monje, a principios del siglo XX, deja la tranquilidad de su celda monástica para adentrarse en el desierto persiguiendo un sueño que quiere compartir con toda la sociedad. No me negarán que se intuye que ahí hay una gran historia. Esta novela, por tanto, no habría sido posible si el padre Bonaventura Ubach no hubiera existido. Es un hecho. Pero, sobre todo, gracias a los libros que escribió de sus viajes he podido hacerme una idea muy afinada de cómo fueron y cómo se desarrollaron aquellos centenares de viajes que hizo Ubach para seguir los pasos de Moisés y del pueblo de Israel y el periplo de Abraham. Los primeros viajes, sin embargo, comienzan en 1910 y quedan recogidos en un libro publicado en 1913 titulado
El Sinaí. Viatge per l’Aràbia Pètria. Cercant les petjades d’Israel
. Sus itinerarios por los escenarios del Génesis, en la patria de Abraham, están retratados y documentados en otro libro que, a principios del año 2010, editó Publicaciones de l’Abadia de Montserrat, con el sugerente título de
Dietari d’un viatge per les regions de l’Iraq (1922-23)
. La biografía imprescindible del padre Ubach se cierra con una aproximación biográfica a todas las vertientes del personaje que el también monje de Montserrat Romuald Díaz i Carbonell escribió el año 1962:
Dom Bonaventura Ubach: l’home, el monjo, el biblista
. El libro recibió el Premio de Biografía Catalana Aedos aquel mismo año. La Abadía de Montserrat y, sobre todo, su jefe de prensa, el diligente Óscar Bardají, me facilitaron todas estas referencias. De hecho, fue él también quien organizó los encuentros con una persona clave para entender mejor el trabajo y la personalidad del padre Ubach. Así pues, a la información extraída de estos libros, se tienen que añadir las conversaciones que, en el mismo Museo Bíblico, mantuve con el padre Pius-Ramon Tragan, un hombre que no sólo conoció al padre Ubach, sino que trabajó en estos asuntos hasta el punto de que es el continuador de su tarea bíblica. Este hecho me permitía acercarme más a la persona, al hombre, además de al viajero, al arqueólogo y al monje.