El 18 Brumario de Luis Bonaparte (9 page)

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Authors: Karl Marx

Tags: #Clásico, Filosofía, Histórico

BOOK: El 18 Brumario de Luis Bonaparte
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Por tanto, cuando la burguesía excomulga como «socialista» lo que antes ensalzaba como «
liberal
», confiesa que su propio interés le ordena esquivar el peligro de su
Gobierno propio
, que para poder imponer la tranquilidad en el país tiene que imponérsela ante todo a su parlamento burgués, que para mantener intacto su poder social tiene que quebrantar su poder político; que los individuos burgueses sólo pueden seguir explotando a otras clases y disfrutando apaciblemente de la propiedad, la familia, la religión y el orden bajo la condición de que su clase sea condenada con las otras clases a la misma nulidad política; que, para salvar la bolsa, hay que renunciar a la corona, y que la espada que había de protegerla tiene que pender al mismo tiempo sobre su propia cabeza como la espada de Damocles.

En el campo de los intereses cívicos generales, la Asamblea Nacional se mostró tan improductiva, que, por ejemplo, los debates sobre el ferrocarril París-Aviñón, comenzados en el invierno de 1850, no habían terminado todavía el 2 de diciembre de 1851. Donde no se trataba de oprimir, de actuar reaccionariamente, estaba condenada a una esterilidad incurable.

Mientras el ministerio de Bonaparte tomaba en parte la iniciativa de leyes en el espíritu del partido del orden, y en parte exageraba todavía más su severidad en la ejecución y manejo de las mismas, el propio Bonaparte intentaba, mediante propuestas puerilmente necias, ganar popularidad, poner de manifiesto su antagonismo con la Asamblea Nacional y apuntar al designio secreto de abrir al pueblo francés sus tesoros ocultos, designio cuya ejecución sólo impedían provisionalmente las circunstancias. Así, la proposición de decretar un aumento de cuatro
sous
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diarios para los sueldos de los suboficiales. Así la proposición de crear un Banco para conceder créditos de honro a los obreros. Obtener dinero regalado y prestado: he aquí la perspectiva con que esperaba que las masas picasen el anzuelo. Regalar y recibir prestado: a eso se limita la ciencia financiera del lumpemproletariado, lo mismo del distinguido que del vulgar. A esto se limitaban los resortes que Bonaparte sabía poner en movimiento. Jamás un pretendiente ha especulado más simplemente sobre la simpleza de las masas.

La Asamblea Nacional montó repetidas veces en cólera ante estos intentos innegables de ganar popularidad a costa suya, ante el peligro creciente de que este aventurero, al que espoleaban las deudas y al que no contenía el temor de perder reputación adquirida, osase un golpe desesperado. La desarmonía entre el partido del orden y el presidente había adoptado ya un carácter amenazador, cuando un acontecimiento inesperado volvió a echarse a éste, arrepentido, en brazos de aquél. Nos referimos a
las elecciones parciales del 10 de marzo de 1850
. Estas elecciones se celebraron para cubrir los puestos de diputados que la prisión o el destierro habían dejado vacantes después del 13 de junio. París sólo eligió a candidatos socialdemócratas. Concentró incluso la mayoría de los votos en un insurrecto junio de 1848, en De Flotte. La pequeña burguesía de París, aliada al proletariado, se vengaba así de su derrota del 13 de junio de 1849. Parecía como si sólo se hubiese retirado del campo de batalla en el momento de peligro para volver a pisarlo, con un amasa mayor de fuerzas combativas y con una consigna de guerra más audaz, al presentarse la ocasión propicia. Una circunstancia parecía aumentar el peligro de esta victoria electoral. El ejército votó en París por el insurrecto de junio, contra La Hitte, un ministro de Bonaparte, y en los departamentos votó en gran parte por los «montañeses», que también aquí, aunque no de un modo tan decisivo como en París, afirmaron la supremacía sobre sus adversarios.

Bonaparte viose, de pronto, colocado otra vez frente a la revolución. Lo mismo que el 29 de enero de 1849, lo mismo que el 13 de junio de 1849, el 10 de marzo de 1850 desapareció detrás del partido del orden. Se inclinó pidió pusilánimemente perdón, se brindó a nombrar cualquier ministerio que la mayoría parlamentaria ordenase, suplicó incluso a los jefes de partido, orleanistas y legitimistas, a los Thiers, a los Berryer, a los Broglie, a los Molé, en una palabra, a los llamados «burgraves»
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a que empuñasen ellos mismos el timón del Estado. El partido del orden no supo aprovechar este momento único. En vez de tomar audazmente el poder que le ofrecían no obligó siquiera a Bonaparte a reponer el ministerio destituido el 1 de noviembre; se contentó con humillarle mediante le perdón y con incorporar al ministerio d'Hautpoul al señor
Baroche
. Este Baroche había vomitado furia como acusador público, una vez contra los revolucionarios del 15 de mayo y otra contra los demócratas del 13 de junio, ante el Tribunal Supremo del Bourges, ambas veces por atentado contra la Asamblea Nacional. Ninguno de los ministros de Bonaparte había de contribuir más a desprestigiar a la Asamblea Nacional, y después del 2 de diciembre de 1851 le volvemos a encontrar, bien instalado y espléndidamente retribuido, de vicepresidente del Senado. Había escupido en la sopa de los revolucionarios, para que luego se la comiese Bonaparte.

Por su parte, el Partido Socialdemócrata sólo parecía acechar pretextos para poner de nuevo en tela de juicio su propia victoria y mellarla. Vidal, uno de los diputados recién elegidos en París, había salido elegido también por Estrasburgo. Le convencieron de que rechazase el acta de París y optase por la de Estrasburgo. Por tanto, en vez de dar a su victoria en el terreno electoral un carácter definitivo, obligando con ello al partido del orden a discutírsela inmediatamente en el parlamento; en vez de empujar así al adversario a la lucha en el momento de entusiasmo popular y aprovechando el estado de espíritu favorable del ejército, el partido democrático aburrió a París durante los meses de marzo y abril con una nueva campaña de agitación electoral, dejó que las pasiones populares excitadas se extenuasen en este nuevo juego de escrutinio provisional, que la energía revolucionaria se saciase con éxitos constitucionales, se gastase en pequeñas intrigas, hueras declamaciones y movimientos aparentes, que la burguesía se concentrase y tomase sus medidas, y, finalmente, que la significación de las elecciones de marzo encontrase, en la votación parcial de abril, con la elección de Eugenio Sue, un comentario sentimental suavizador. En una palabra, le hizo el 10 de marzo una broma de 1 de abril.

La mayoría parlamentaria comprendió la debilidad de su adversario. Sus diecisiete burgraves —pues Bonaparte les había entregado la dirección y la responsabilidad del ataque— elaboraron una nueva ley electoral, cuyo proyecto se confió al señor Faucher, quien recabó para sí este honor. La ley fue presentada por él el 8 de mayo,; en ella, se abolía el sufragio universal, se imponía como condición que el elector llevase tres años domiciliado en el punto electoral, y finalmente, a los obreros se les condicionaba la prueba de este domicilio al testimonio de su patrono.

Toda la excitación y toda la furia revolucionaria de los demócratas durante la lucha constitucional de las elecciones se convirtieron en prédicas constitucionales, recomendando, ahora que se trataba de probar con las armas en la mano que aquellos triunfos electorales habían ido en serio: orden, calma mayestática (
calme majestueux
), actitud legal, es decir, sumisión ciega a la voluntad de la contrarrevolución, que se imponía insolentemente como ley. Durante el debate, la Montaña avergonzó al partido del orden, haciendo valer contra su pasión revolucionaria la actitud desapasionada del hombre de bien que no se sale del terreno legal y fulminándole con el espantoso reproche de que se comportaba revolucionariamente. Hasta los diputados recién elegidos se esforzaron en demostrar, con su actitud correcta y reflexiva, cuán ignorantes eran quienes los denigraban como anarquistas e interpretaban su elección como una victoria revolucionaria. El 31 de mayo fue aprobada la nueva ley electoral. La Montaña se contentó con meter de contrabando una protesta en el bolsillo del presidente. A la ley electoral le siguió una nueva ley de prensa, con la que quedaba suprimida de raíz toda la prensa diaria revolucionaria
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. Era la suerte que se había merecido. El
National
y
La Presse
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—dos órganos burgueses—, quedaron después de este diluvio como la avanzada más extrema de la revolución.

Vimos que los jefes democráticos hicieron, durante los meses de marzo y abril, todo lo posible por embrollar al pueblo de París en una lucha ficticia y que después del 8 de mayo hicieron todo lo posible por contenerlo de la lucha real. No debemos , además olvidar que el año 1850 fue uno de los años más brillantes de prosperidad industrial y comercial, y que, por tanto, el proletariado de París tenía trabajo en su totalidad. Pero la ley electoral del 31 de mayo de 1850 le apartaba de toda intervención en el poder político. Lo aislaba hasta del propio campo de la lucha. Volvía a precipitar a los obreros a la situación de parias en que vivían antes de la revolución de febrero. Al dejarse guiar por los demócratas frente a este acontecimiento y al olvidar el interés revolucionario de su clase ante un bienestar momentáneo, renunciaron al honor de ser una potencia conquistadora, se sometieron a su suerte, demostraron que la derrota de junio de 1848 los había incapacitado para luchar durante muchos años y que, por el momento, el proceso histórico tenía que pasar de nuevo sobre sus cabezas. En cuanto a la democracia pequeñoburguesa, que el 13 de junio había gritado: «¡Ah, pero si tocan al sufragio universal, ah, entonces!», se consolaba ahora pensando que el golpe contrarrevolucionario que se había descargado sobre ella no era tal golpe y que la ley del 31 de mayo no era tal ley. El segundo domingo de mayo de 1852, todo francés comparecerá en el palenque electoral, empuñando en una mano la papeleta de voto y en la otra la espada. Esta profecía le servía de satisfacción. Finalmente, el ejército volvió a ser castigado pro sus superiores por las elecciones de marzo y abril de 1850, como lo había sido por las del 28 de mayo de 1849. Pero esta vez se dijo resueltamente: «¡La revolución no nos engañará por tercera vez!»

La ley del 31 de mayo de 1850 era el
coup d'état
de la burguesía. Todas sus victorias anteriores sobre la revolución tenían un carácter meramente provisional. Tan pronto como la Asamblea Nacional en funciones se retiraba de la escena, comenzaban a ser dudosas. Dependían del azar de unas nuevas elecciones generales, y la historia de las elecciones desde 1848 probaba irrefutablemente que en la misma proporción en que se desarrollaba el poder efectivo de la burguesía, ésta iba perdiendo su poder moral sobre las masas del pueblo. El 10 de marzo, el sufragio universal se pronunció directamente en contra de la dominación de la burguesía; la burguesía contestó proscribiendo el sufragio universal. La ley del 31 de mayo era, pues, una de las necesidades impuestas por la lucha de clases. Por otra parte, la Constitución exigía, para que la elección del presidente de la República fuese válida, un mínimo de dos millones de votos. Si ninguno de los candidatos a la presidencia obtenía esta votación mínima, la Asamblea Nacional debería elegir al presidente entre los tres candidatos que obtuviesen más votos. Cuando la Constituyente dictó esta ley, había en el censo electoral diez millones de electores. Es decir, que a juicio de ella bastaba con los votos de una quinta parte del censo para que la elección del presidente fuese válida. La ley del 31 de mayo suprimió del censo electoral, por lo menos, tres millones de electores, redujo el número de éstos a siete millones y mantuvo, no obstante, la cifra mínima de dos millones para la elección del presidente. Por tanto, elevó el mínimo legal de una quinta parte a casi un tercio del censo; es decir, hizo todo lo posible por escamotear la elección del presidente de manos del pueblo, entregándola a manos de la Asamblea Nacional. Por donde el partido del orden parecía haber consolidado doblemente su dominación con la ley de 31 de mayo, al entregar la elección de la Asamblea Nacional y la del presidente de la República al arbitrio de la parte más estacionaria de la sociedad.

Capítulo V

Después de superarse la crisis revolucionaria y abolirse el sufragio universal, estalló inmediatamente una nueva lucha entre la Asamblea Nacional y Bonaparte.

La Constitución había fijado el sueldo de Bonaparte en 600.000 francos. No había pasado medio año desde su instalación, cuando consiguió elevar esta suma al doble. Odilon Barrot arrancó a la Asamblea Constituyente un suplemento anual de 600.000 francos para los llamados gastos de representación. Después del 13 de junio. Bonaparte había expresado otra demanda igual, sin que esta vez Barrot le escuchase. Ahora, después del 31 de mayo, se aprovechó inmediatamente del momento favorable e hizo que sus ministros propusiesen a la Asamblea Nacional una lista civil de tres millones. Una larga y aventurera vida de vagabundo les había dotado de los tentáculos más perfectos para tantear los momentos de la debilidad en que podía sacar dinero a sus burgueses. Era un chantaje en toda regla. La Asamblea Nacional había deshonrado la soberanía del pueblo con su ayuda y su connivencia. La amenazó con denunciar su delito ante el tribunal del pueblo si no aflojaba la bolsa y compraba su silencio con tres millones al año. La Asamblea Nacional había robado el voto a tres millones de franceses. Bonaparte exigía por cada francés políticamente desvalorizado un franco en moneda circulante, lo que hacía un total exacto de tres millones de francos. El elegido por seis millones de electores reclama una indemnización por los votos que le han estafado de su elección. La comisión de la Asamblea Nacional rechazó al importuno. La prensa bonapartista amenazó. ¿Podía la Asamblea Nacional romper con el presidente de la República, en un momento en que había roto fundamental y definitivamente con la masa de la nación? Por eso, aun denegando la lista civil anual, concedió por una sola vez un suplemento de 2.160.000 francos. Con ello, hacíase reo de una doble debilidad: la de conceder el dinero y la de revelar al mismo tiempo, con su irritación, que le concedía de mala gana. Más adelante veremos para qué necesitaba Bonaparte este dinero. Tras este molesto epílogo que siguió a la supresión del sufragio universal, pisándole los talones, y en el que Bonaparte cambió la humilde actitud que adoptara durante la crisis de marzo y abril por un retador cinismo frente al parlamento usurpador, la Asamblea Nacional suspendió sus sesiones por tres meses, desde el 11 de agosto hasta el 11 de noviembre. Dejó en su lugar una comisión permanente de 28 miembros, en la que no entraba ningún bonapartista, pero sí en cambio algunos republicanos moderados. En la comisión permanente de 1849 no había más que hombres de orden y bonapartistas. Pero entonces el partido del orden se declaraba permanentemente en contra de la revolución. Ahora, la república parlamentaria se declaraba permanentemente en contra del presidente. Después de la ley del 31 de mayo, el partido del orden ya no tenía enfrente más que este rival.

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