Dioses de Marte (21 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Dioses de Marte
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Cuando me felicitaba por ello mentalmente, oí que se abría la puerta opuesta a la ventana y reparé en que desde allí contemplaba mis manejos un oficial de guardia. Evidentemente se percató de la situación de una sola ojeada, y apreció la gravedad del asunto con suma viveza, porque con toda rapidez me disparó un tiro que, por suerte para mi, no hizo blanco. Yo disparé también al mismo tiempo que él, y las dos detonaciones se confundieron en una, con precisión casi matemática.

Oí el silbido de la bala que pasó rozando mi oído, y al propio instante vi desplomarse en el suelo al oficial negro. No se dónde le di, ni si le maté, porque apenas reparé en que le había herido me arrojé por la ventana situada detrás de mi. Bastó un segundo para que las aguas de Omean cubrieran mi cabeza, y sin más dilación los tres conjurados nos dirigimos a la pequeña nave que nos ofrecía su amparo a cien metros de nosotros.

Xodar iba cargado con el muchacho, y yo con las tres largas espadas.

Había tirado la pistola, mas a pesar de eso y de ser el ex Dator y yo buenos nadadores, me pareció que nos movíamos en el agua a paso de tortuga. Yo nadaba completamente debajo de la superficie, pero Xodar se veía obligado a salir con frecuencia a flote para que respirase su protegido, por lo cual fue un milagro que no nos descubrieran antes de lo que lo hicieron.

Por fin llegarnos al costado de la embarcación, y penetramos a bordo antes de que el vigilante del acorazado, despertado por los tiros, lanzara el grito de alarma. Luego sonó un cañonazo delator, disparado desde la proa del monstruoso buque, y su profundo zumbido retumbó con ensordecedores tonos más allá de la rocosa bóveda de Omean.

Instantáneamente se despertaron los millares de durmientes, y las cubiertas de las gigantescas naves se llenaron de sobresaltados combatientes, porque un hecho de aquella índole en Omean era una cosa que ocurría de tarde en tarde. Nosotros levamos anclas sin que se hubiera extinguido todavía el eco del primer cañonazo, y el segundo que dispararon coincidió con nuestra rápida elevación de la superficie del mar. Yo me tumbé cuan largo era en la cubierta, con las palancas y los botones de dirección al alcance de mi mano. Xodar y el muchacho se echaron también detrás de mí, en idéntica postura, con objeto de ofrecer al aire la menor resistencia posible.

—¡Más alto! —murmuró Xodar—. Ellos no se atreverán a hacemos fuego con su artillería pesada, por miedo a que los pedazos de las granadas choquen en la bóveda y caigan de nuevo sobre sus mismas naves. Sí subimos lo más arriba que podamos, nuestras quillas planas nos protegerán de sus descargas de fusilería.

Atendí su consejo. Debajo de nosotros divisábamos a los negros que saltaban al agua a cientos y surgían de los pequeños cruceros y de los aviones individuales que estaban fondeados cerca de los enormes navíos. Las embarcaciones mayores zarparon en seguida, y nos seguían a toda marcha, pero sin elevarse del agua.

—Un poco a la derecha —gritó Xodar, pero allí no había agujas de brújula, porque en Omean cualquier posición marca el Norte. El pandemónium desencadenado a nuestros pies era verdaderamente ensordecedor. Los fusiles crepitaban, los oficiales vociferaban dando órdenes, los hombres se transmitían las instrucciones de unos a otros, ya en el agua, ya a bordo de millares de botes, mientras que por encima de tal estrépito se destacaba el ruido estridente de incontables hélices que cortaban las masas líquida y gaseosa.

No me atreví a poner la palanca de velocidad en el máximo por miedo a no atinar con la boca del pozo que va de la bóveda de Omean al mundo externo pero aun así volábamos con una celeridad que dudo haya igualado nadie en aquellas tierras salvajes.

Los aviones pequeños empezaban a elevarse hacia nosotros, y entonces Xodar exclamó con brusca energía:

—¡El pozo! ¡El pozo! Ahí está la muerte.

En efecto, sin esfuerzo alguno vi la abertura negra y siniestra en la resplandeciente bóveda de aquel mundo subterráneo. Un crucero de diez tripulantes se levantaba directamente a fin de cortamos la retirada.

Era la única nave que nos estorbaba el paso, y a la marcha que llevaba se colocaría entre el pozo y nosotros con tiempo suficiente para desbaratar nuestros planes. Subía formando un ángulo de unos cuarenta y cinco grados frente a nosotros, con la evidente intención de cogemos por medio de unos gruesos ganchos, al realizar la operación de pasar ligeramente sobre nuestra frágil navecilla.

Sólo nos quedaba una probabilidad remotísima, y yo la aproveché. Era inútil intentar cruzar sobre la embarcación enemiga, porque eso la hubiera permitido lanzamos, contra la pétrea bóveda superior, de la que ya estábamos demasiado cerca. En cuanto a pretender pasarla por debajo, equivalía, sin la menor duda, a ponernos por completo a su disposición, precisamente de la manera que más le convenía. Por ambos lados un centenar de amenazadoras aeronaves se dirigían apresuradamente hacia nosotros. Mi proyecto resultaba verdaderamente arriesgado, pero en nuestro situación, todo eran riesgos, y no valía la pena vacilar por un peligro más o menos.

Cuando nos aproximamos al crucero, me elevé como si fuéramos a pasar sobre él, y la nave enemiga procedió justamente como tenía que proceder, o sea, ascendió también, formando un ángulo más agudo, para obligarme a seguir subiendo. Entonces, al hallamos sobre él, dije a mis compañeros que se sujetasen bien, puse la pequeña nave a la velocidad máxima y desvié el rumbo en el mismo instante, hasta que volamos horizontalmente con aterradora rapidez y en dirección a la quilla del crucero.

Su comandante comprendió mis intenciones aunque demasiado tarde. Casi al sobrevenir el choque, hice que mis hélices girasen en sentido contrario, y en seguida, al cabo de un vaivén desconcertante, tuvo lugar la colisión. Ocurrió lo que yo suponía que iba a ocurrir. El crucero, ya inclinado en ángulo peligroso, fue rechazado por completo, a causa del choque con la nave que yo gobernaba; su tripulación salió lanzada por el aire entre maldiciones y lamentos, y cayó al agua a gran distancia, mientras que el buque, con sus hélices todavía en movimiento desenfrenado, se precipitaba de proa y velozmente en las fosforescentes ondas del mar de Omean.

El choque aplastó nuestras hélices de acero, y no obstante los esfuerzos que realizamos por nuestra parte, estuvimos a punto de ser despedidos de la cubierta.

Los tres estábamos apiñados, procurando conservar la serenidad en el verdadero extremo de la nave, donde Xodar y yo logramos agarrarnos al pasamano, pero el joven hubiera salido proyectado al espacio de no haberle yo cogido por un tobillo en el momento oportuno. Se salvó de milagro.

Sin gobierno, nuestra nave se echó de costado, continuando así su loco vuelo y elevándose para acercarse a las rocas de más arriba. Tardé sólo un instante, sin embargo, en empuñar las palancas, y con la bóveda a menos de cincuenta pies sobre mí, recobré de nuevo en sus mismas narices — valga la frase— el plano horizontal, dirigiéndome directamente a la negra boca del pozo.

El encuentro había retrasado nuestros progresos, y entonces un centenar de aviones ligeros se encontraban muy cerca de nosotros. Xodar me había dicho que sólo subiendo por el pozo gracias a nuestros rayos impulsores podrían los buques enemigos darnos alcance, porque nuestros propulsores trabajarían perezosamente y al elevarnos seríamos aventajados por muchas de las naves que nos perseguían. En efecto, las embarcaciones más veloces rara vez están provistas de grandes tanques flotadores, puesto que el peso añadido de estos tiende a reducir la velocidad de la nave.

Como muchos aviones se hallaban a cortísima distancia de nosotros, era inevitable que en plazo breve nos alcanzaran en el pozo y nos apresaran o destrozaran sin remedio.

A mí siempre me ha parecido buen sistema no pretender eludir un obstáculo, y si no se puede pasar sobre, o bajo o alrededor del mismo, no queda más que una solución: consiste en pasar por él atropellándolo todo. Cierto que no me era posible prescindir de un hecho como el de que los demás buques ascendían más de prisa que el nuestro a causa de sus mejores condiciones flotadoras, pero no por eso estaba menos dispuesto a ganar el otro mundo antes que ellos o a morir de modo voluntario en caso que fracasara mi plan.

—¡Retrocede! —exclamó Xodar a mi espalda—. Retrocede, por el amor de tu primer antepasado. Ya hemos llegado a la boca del pozo.

—Aguanta firme —contesté con energía—. Aguanta y no sueltes al muchacho, que vamos a continuar subiendo, pase lo que pase.

Apenas acabé de pronunciar estas palabras, precipité la nave dentro de la pavorosa abertura, negra como la pez; puse la proa bruscamente hacia arriba, coloqué la palanca de velocidad en la última muesca, y aferrado a un puntal con una mano y a la rueda del timón con la otra, sonreí a la muerte y entregué mi alma a su omnipotente autor. De improviso oí una fugaz exclamación de sorpresa emitida por Xodar, a la que siguió una alegre carcajada. El joven se rió también, y dijo algo que no pude entender por el silbido del viento a causa de nuestra prodigiosa marcha ascensional.

Miré encima de mi cabeza, esperando divisar el resplandor de las estrellas, por el que me fuera fácil guiar a la frágil barquilla que nos transportaba sin que se apartase del centro de aquel túnel tenebroso. Bien comprendía que a la velocidad que llevábamos rozar tan sólo una de las paredes del pozo equivalía a morir instantáneamente. ¡Suerte fatal!, mis ojos mi siquiera vislumbraron el tenue centelleo de un lucero, pues nos rodeaba la oscuridad más profunda.

Entonces miré debajo de mí, y en esa dirección vi un circulito luminoso, que disminuía con rapidez; era la boca del pozo existente sobre la fosfórica irradiación de Omean. Por ello fijé el rumbo, procurando mantener el círculo de luz debajo de mí precisamente. Quizá una delgada cuerda fue lo que contribuyó a libramos de la destrucción, y tengo para mí que aquella noche mi destreza y mi prudencia de piloto no intervinieron para nada en un éxito debido a la intuición y la fe ciega que sentí.

No permanecimos largo rato en el pozo, y atribuyo principalmente a la enorme velocidad que llevamos el que nos hubiéramos salvado, ya que indudablemente arrancamos en la dirección acertada, y con tal velocidad, que atravesamos el peligro sin tener tiempo de desviamos a un lado u otro. Omean se extiende tal vez dos millas más abajo de la costra o superficie externa de Marte. Debimos marchar con una velocidad aproximada de doscientas millas por hora, dada la rapidez de los aviones marcianos; así que nuestro vuelo en el pozo duró a lo sumo cuarenta segundos.

Creo que transcurrieron, además, algunos segundos antes de que comprendiera la magnitud de nuestra hazaña. No había imposibles para mi audacia.

Nos envolvían unas densas tinieblas y me sorprendió la falta absoluta de las lunas y de estrellas. Jamás hasta entonces había asistido en Marte a tan extraño espectáculo y confieso que al principio me quedé estupefacto, pero luego me lo expliqué todo. En ese momento era verano en el Polo Sur; el casquete helado se derretía... y esos fenómenos meteorológicos que se llaman nubes, desconocidos en la mayor parte de Barsoom, privaban de la claridad celeste a aquella porción del planeta.

La suerte, pues, continuaba acompañándonos, y yo en seguida aproveché la oportunidad que para escaparnos nos deparaba una tan feliz coincidencia; es decir, conservé el rumbo de la nave sin alterar un ángulo muy pronunciado y lo metí en la impenetrable cortina que la naturaleza tendía sobre ese mundo moribundo para taparnos de la vista de nuestros encarnizados perseguidores. Nos introdujimos en aquella niebla, tan triste como fría, sin disminuir la velocidad, y al cabo de un instante salimos a la gloriosa luz de las dos lunas y los millones de estrellas. Entonces adopté una posición horizontal y me dirigí al Norte.

Nuestros enemigos se quedaron retrasadísimos con respecto a nosotros e ignorantes por completo de nuestra dirección. Habíamos realizado el estupendo viaje y vencido infinidad de diseminados peligros; en resumen, nos habíamos escapado de la tierra de los Primeros Nacidos. Ningún otro cautivo desde que existía Barsoom llevó a cabo tal cosa; pero después que la proeza rayana en lo peligroso había tenido lugar, se me figuró menos difícil y arriesgada. Este es mi carácter.

El caso fue que, volviéndome a Xodar, le referí mi impresión con sinceridad.

—¡De todos modos, es asombroso! —replicó él—. Nadie más que tú es capaz de esa hazaña, John Carter.

Al oír mi nombre, el joven rojo se puso en pie.

—¡John Carter! —gritó—.¡John Carter! ¡No digas estupideces, hombre! John Carter, Príncipe de Helium, murió hace años. ¡Yo soy su hijo!.

CAPÍTULO XIV

Mirándome en las tinieblas

¡Mi hijo! No podía creer a mis oídos, y por eso me levanté despacio, fijando la vista en el guapo joven. Entonces, al mirarle con atención, empecé a ver por qué su rostro y toda su persona me habían producido una simpatía tan íntima. Tenía mucho de la inconmensurable belleza de su madre en sus rasgos fisonómicos perfectamente trazados y a ello se unía el sello de una varonil hermosura, así como en sus ojos grises la expresión de orgullo que me caracterizaba a mí.

El muchacho permaneció de píe, revelando en su aspecto que estaba luchando entre la esperanza y el miedo a la desilusión.

—Háblame de tu madre —le dije—. Dime cuanto sepas de los años que he vivido lejos de ella, debido a que la suerte inexorable me robó el precioso bien de su compañía.

Con un grito de júbilo el joven se arrojó en mis brazos, y por su parte me atrajo sin disimular la alegría que lo embargaba, y así permanecimos un breve instante, durante el cual las lágrimas humedecieron mis mejillas. Alguien quizá me reproche ese arrebato sensible, pero yo no siento haberlo experimentado, ni me avergüenzo de él. Una dilatada vida me ha enseñado que un hombre puede mostrarse débil en lo que a su familia se refiere, sin que por eso se conduzca como un ser apocado en los trances peligrosos de su existencia.

—Tu estatura, tus modales, tu destreza sin igual para combatir —dijo el joven— son como mi madre me los ha descrito centenares de veces; mas, a pesar de tales pruebas, no me decidí a aceptar por verdadera una cosa que a fuerza de desearla pensaba que era. ¿Sabes lo que me ha convencido mejor que lo demás?

—¿Qué, hijo mío? —pregunté.

—Las primeras palabras que me dirigiste y que me recordaron a las de mi madre. Nadie más que el hombre al que amó, tanto como ella dice que lo amó, le hubiera dedicado su primer pensamiento.

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