Yo no sentía más interés que ellos por el resultado de aquellas batallas. ¿Qué me importaba a mí si el Cielo o el Infierno se llevaban el gato al agua? Yo era mi propia fuerza en aquel atestado campo de batalla: capitán, soldado y tambor en un ejército de uno.
Eso no quiere decir que no aprovechase las ventajas que me ofrecía la batalla; la primera de ellas se me presentó cuando ascendí los tres escalones de piedra que conducían de la inmundicia de la calle a la puerta del taller. Llamé con los nudillos: tres golpes limpios. La puerta permaneció cerrada. Me sentí tentado a descargar contra ella los poderes que estaban fermentando dentro de mí, poderes cuya fuerza juro que se había duplicado al doblar cada esquina mientras me aproximaba a la puerta. Pero si hacía eso, las facciones guerreras sabrían que era uno de ellos y seguro que era reclutado por el Infierno o atacado por el Cielo. Era mejor que me tomaran por un despojo humano abrasado que mendigaba en la puerta de un orfebre.
Pasado un rato volví a llamar, solo que en lugar de hacerlo educadamente con los nudillos golpeé la puerta con el puño. Y no me detuve, sino que seguí golpeando sin cesar hasta que finalmente oí que se abrían los cerrojos de la puerta, el superior y el inferior, y que esta se abría lo justo para que un hombre de unos veinticinco años se asomase y me observase con su pálido y algo pecoso rostro salpicado de manchas negras. A pesar de su pintura de guerra, la visión de mi arruinada cara hizo que me mirase horrorizado.
—No damos limosna —dijo.
Respondí con solo cinco palabras: «Yo no soy un mendigo», pero emergieron de mi interior con tal autoridad que me sorprendieron incluso a mí. Y si me sorprendieron a mí, mucho más al hombre del otro lado del umbral. Dejó caer la mano con la que había agarrado el marco de la puerta para bloquearme el paso y sus ojos grises se llenaron de dolor.
—¿Es el final? —dijo.
—¿El final?
—Lo es, ¿verdad? —insistió.
Se apartó de la puerta y, como obedeciendo al simple hecho de mi presencia en el umbral, la puerta se abrió y me permitió ver al joven que se había retirado, quien blandía un cuchillo con la mano que había mantenido tras la puerta, y el pasillo por el que corría, que desembocaba en una gran habitación bien iluminada en la que trabajaban varios hombres.
—¡Johannes! —llamó el joven a uno de los suyos—. ¡Johannes! ¡Tu sueño! ¡Dios del Cielo! ¡Tu sueño!
Al parecer, me estaban esperando.
No voy a engañarte y afirmar que no estaba sorprendido. Lo estaba, y mucho. Pero del mismo modo que había aprendido a hacerme pasar de un modo aceptable por un ser humano, no fue demasiado difícil actuar como un visitante (aunque no sabía ni me importaba si esperaban que fuese humano) cuya llegada inminente se había anticipado.
—Cierra la puerta —ordené al joven. De nuevo mi voz sonó con la fuerza de una orden que no sería desobedecida.
El joven cayó de rodillas, se volvió, pasó arrastrándose junto a mí con la cabeza y la mirada gachas y empujó la puerta.
Hasta que se cerró de golpe no reparé en lo importante que se había vuelto aquella casa, donde Gutenberg realizaba su trabajo secreto. Tal vez entonces obtendría la respuesta a la pregunta que nos preocupa a todos, si somos sinceros: «¿Por qué estoy vivo?». Todavía no tenía esa respuesta, pero las pocas palabras que había oído allí me habían provocado una sensación de aturdimiento y alegría. Aunque el viaje hasta aquel lugar había sido largo y más de una vez me había desesperado por descubrir cuál era mi propósito, allí, bajo aquel tejado, había un hombre que tal vez me liberara del miedo desgarrador a que mi existencia no tuviese propósito alguno: Johannes Gutenberg había soñado conmigo.
—¿Dónde está usted, Johannes Gutenberg? —lo llamé—. Creo que tenemos asuntos pendientes.
En respuesta a mi llamada, un hombre imponentemente alto y robusto de hombros con una gran cabeza cubierta de pelo canoso apareció ante mí. Me miró con los ojos inyectados en sangre y unas grandes ojeras azuladas, pero con asombro.
—Las palabras que pronuncia usted —dijo— son las mismas que dijo en mi sueño. Lo sé porque cuando me desperté pregunté a mi esposa qué podría querer decir con «asuntos pendientes». Creí que tal vez habíamos olvidado pagar alguna factura. Me dijo que volviera a dormirme y lo olvidara. Pero no pude. Vine aquí, al lugar exacto en el que soñé que estaba cuando usted venía, y donde estoy ahora.
—¿Y qué me decía en su sueño?
—Decía: «Bienvenido a mi taller, señor B.».
Incliné ligeramente la cabeza, como haciendo una sutil reverencia:
—Soy Jakabok Botch.
—Y yo soy…
—Johannes Gutenberg.
El hombre esbozó una breve sonrisilla. Estaba visiblemente nervioso por mi presencia, lo cual resultaba apropiado. Después de todo, no era un simple oficial del gremio de Mainz quien había llamado a su puerta en busca de cerveza y chismes. Era un sueño que había salido del mundo onírico para entrar en el de la consciencia.
—No quiero hacerle daño, señor.
—Eso es fácil de decir —respondió Gutenberg—, pero más difícil de probar.
Pensé en ello por un momento y entonces, moviéndome muy despacio para no alarmar a nadie, me incliné y cogí el cuchillo que había dejado caer el joven. Se lo ofrecí con la empuñadura por delante:
—Ten —dije—, cógelo. Y si digo o hago algo que te moleste, rebáname la lengua y arráncame los ojos.
El joven no se movió.
—Coge el cuchillo, Peter —dijo Gutenberg—. Pero no habrá necesidad de rebanar ni de arrancar nada. Él tomó su cuchillo:
—Sé cómo usarlo —me advirtió—. He matado a hombres.
—¡Peter!
—Solo le estoy diciendo la verdad, Johannes. Tú eres el que quería que esta casa se convirtiese en una fortaleza.
—Sí, es cierto —respondió Gutenberg, casi con culpabilidad—, pero tengo mucho que proteger.
—Lo sé —dijo Peter—. ¿Entonces por qué dejas entrar a esta… a esta criatura?
—No seas cruel, Peter.
—¿Matarlo sería cruel?
—No, si lo mereciese —intervine—. Si quisiese dañar a alguien o algo de lo que hay bajo este techo, pensaría que estás en tu completo derecho a rajarme de arriba abajo.
El joven Peter me miró desconcertado, abriendo y cerrando la boca como si fuese a responder inmediatamente, aunque no dijo nada.
Gutenberg, sin embargo, tenía algo que decir:
—No hablemos de muerte, ahora que tenemos a la vista aquello con lo que ambos hemos soñado.
Sonreía mientras hablaba y pude atisbar al hombre joven y feliz que había sido una vez, antes de que su invento y la necesidad de protegerlo de que lo robasen o lo copiasen lo hubieran convertido en un hombre que dormía demasiado poco y tenía demasiado miedo.
—Por favor, amigo —dije mientras me acercaba—, piense en mí como un viajero que procede de ese lugar de ensueño de donde surgió su visión.
—¿Conoce la visión que inspiró mi imprenta?
—Desde luego.
Me estaba moviendo sobre arenas movedizas, dado que no sabía si Gutenberg había diseñado esa «imprenta» suya para aplastar piojos o para planchar las arrugas de sus pantalones. Pero si de algo estaba seguro era de que no estaba en aquella casa por accidente. Gutenberg había soñado conmigo allí; había soñado hasta con las palabras que me diría y las que yo usaría para responderle.
—Sería un honor —dije— poder ver el secreto de la fortaleza Gutenberg. —Hablé como había oído hablar a los intelectuales, con cierta indiferencia, como si nada fuese realmente importante para ellos.
—El honor sería mío, señor Botch.
—Con señor B. es suficiente. ¿Y puedo llamarlo Johannes, puesto que ya nos habíamos visto?
—¿Nos habíamos visto? —dijo Gutenberg escoltándome por la primera estancia de su taller—. ¿Quiere decir que soñó conmigo como yo lo hice con usted?
—Lamentablemente, rara vez sueño, Johannes —respondí—. Mi experiencia del mundo y sus crueldades y decepciones han acabado con mi fe en esas cosas. Soy un alma que elige viajar por el mundo tras este rostro quemado sencillamente para poner a prueba el modo en que la humanidad se acerca a los que sufren.
—Va a decirme que no es muy bueno.
—Eso sería quedarse corto.
—Pero señor —respondió Gutenberg, con repentino apasionamiento—, una nueva era está a punto de comenzar. Una era que librará a este mundo de la crueldad que usted ha conocido facilitando al hombre una cura para su ignorancia, que es donde empieza la crueldad.
—Eso es mucho decir, Johannes.
—Pero usted sabe por qué lo hago, ¿no es cierto? No estaría aquí si no fuera así.
—Todo el mundo está aquí —dijo una suntuosa y demasiado articulada voz perteneciente a un hombre inmensamente obeso, un arzobispo a juzgar por el espléndido tejido de sus vestiduras y la enorme cruz con joyas incrustadas que pendía de un cuello tan gordo que se plegaba en michelines llenos de manchas por el exceso de vino. Pero su apetito por la comida y la bebida no había saciado su otra hambre, la que lo había llamado a servir al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Bajo sus pesados párpados sus ojos brillaban de un modo febril. Era un hombre enfermo de poder. Era tan blanco como la carne desangrada y su rostro estaba cubierto por un brillo de sudor que se había filtrado en su solideo escarlata y lo había oscurecido. Con una mano sostenía algo con forma de cayado hecho únicamente de oro y decorado con suficientes rubíes y esmeraldas como para comprar diez mil ovejas. Con la otra sujetaba, discretamente a un lado, un hueso de cerdo con una considerable porción de carne que todavía esperaba a ser atacada.
—Así que —continuó— la pregunta es inevitable: ¿en qué bando está usted?
Estoy seguro de que parecí aterrorizado, aunque solo fuese por unos segundos, antes de responder con la misma autoridad irrefutable que había caracterizado mis comentarios hasta entonces.
—Por supuesto que en el vuestro, vuestra excelencia ilustrísima. —Respondí con tal exceso de devoción que esperaba que el arzobispo sospechara que me estaba burlando de él. Para enfatizar la mofa, me arrodillé y le tomé la mano con que sostenía el hueso de cerdo (di toda la impresión de no haber reparado en él, de lo embargado que parecía por la oportunidad de poder postrarme ante el prelado). Como no sabía cuál de sus muchos anillos debía besar según el protocolo eclesiástico, los besé todos, el más grande dos veces. Entonces le solté la mano para que pudiese llevarse el trozo de cerdo a la boca. Todavía arrodillado ante él, alcé mi arruinado rostro y dije:
—Estoy encantado de ponerme al servicio de vuestra excelencia ilustrísima.
—Bueno, para empezar, no tiene que quedarse ahí, señor Botch —respondió—. Póngase en pie, ya ha dejado clara su lealtad. Solamente tengo una pregunta.
—¿Cuál es?
—Su desfiguramiento…
—Un accidente cuando era un bebé. Mi madre estaba arrodillada bañándome cuando contaba dos semanas de edad. Nací en Nochebuena, hacía un frío glacial y tenía miedo a que me resfriase, así que avivó el fuego del hogar para que yo me mantuviese caliente mientras me bañaba. Pero en cuanto estuve cubierto de jabón me volví resbaladizo como un pez y me escurrí entre sus manos.
—¡No! —exclamó Johannes.
Ya me había puesto en pie y me volví para decirle:
—Es verdad. Caí en las llamas y antes de que mi madre pudiera sacarme ya estaba abrasado.
—¿Completamente? —preguntó el arzobispo.
—Completamente, excelencia. No quedó parte alguna de mi cuerpo sin quemarse.
—¡Es terrible!
—Fue demasiado para mi madre. Aunque había sobrevivido al accidente, ella no podía soportar mirarme. Y antes que hacerlo, prefirió morir. Cuando tenía once años abandoné la casa de mi padre porque mis hermanos eran muy crueles conmigo y decidí recorrer mundo en busca de alguien que no se fijase en mis heridas, que sé que resultan aborrecibles para muchos, sino en mi alma.
—¡Qué historia! —exclamó otra voz, esta vez perteneciente a una mujer de formas redondas que había entrado por detrás de mí en algún momento de mi conversación con Gutenberg. Me volví y le hice una reverencia.
—Esta es mi esposa, Hannah. Hannah, este es el señor B.
—El hombre con el que has soñado —respondió Hannah.
—Hasta la última… —pareció buscar el término apropiado—: La última…
—Cicatriz —le interrumpí para quitarle hierro al asunto de mi apariencia.
—Ha sufrido mucho —dijo Gutenberg a su esposa—. Su historia debería ser contada. ¿Puedes decirle a Peter que traiga vino?
—Con todos mis respetos, ¿podría pedirle también algo de pan? —pregunté a Gutenberg—. No he comido desde que me desperté después de haber soñado con esta casa.
—Mejor que pan, le traeré lo que ha quedado del cerdo —contestó Hannah lanzando una mirada nada afectuosa al arzobispo—. Y algo de queso, además del pan y el vino.
—Eso es muy generoso por su parte —dije. No fingía gratitud; realmente estaba muerto de sed y de hambre.
—Regresaré en unos minutos —dijo Hannah, visiblemente incómoda por mi presencia, antes de marcharse a toda prisa musitando una oración.
—Me temo que mi esposa está inquieta —dijo Gutenberg.
—¿Por mi causa?
—Bueno… Para ser sinceros, usted forma parte de ello. Yo le describí cómo era usted cuando desperté de mi sueño y ahora está usted aquí, en mi taller.
—Ya le he dicho yo que no tiene nada que temer —intervino el arzobispo—. Estoy aquí para proteger esta casa de los esbirros del Maligno. Todos tienen sus trucos, claro, pero yo puedo ver a través de sus disfraces con tanta claridad como lo veo ahora mismo a usted aquí, señor B.
—Eso es tranquilizador —dije.
La conversación se apagó por un momento, durante el cual pude oír susurros tras la puerta que había al otro extremo de la habitación.
—Me habían dicho que era usted orfebre —dije.
—Lo fui. Antes de saber que había un trabajo mejor para mí.
—¿Y cuál es ese trabajo, si se me permite preguntarlo?
Gutenberg parecía turbado. Miró al arzobispo, luego a mí y a continuación miró al suelo.
—Comprendo —dije—. Ha inventado usted algo de gran trascendencia, ¿no es cierto? Algo que debe mantenerse en secreto.
Gutenberg alzó la vista del suelo y cruzó la mirada conmigo:
—Creo que lo cambiará todo —dijo con mucha suavidad.
—Estoy seguro —respondí con un suave y reconfortante tono por mi parte—. El mundo nunca volverá a ser el mismo.