Authors: Isaac Asimov
Estaban sentados juntos, los dos. De nuevo solos.
—Quizá, después de todo, debía ocurrir así —dijo Twissell, medio preguntándoselo a sí mismo.
—¿Cómo es eso? —dijo Manfield.
—Ya oyó lo que dijo sobre tomar el lugar de Mallon. Y sabe que lo hará. Pero, ¿habría estado dispuesto a hacerlo, habría tenido la habilidad para hacerlo si, primero, no hubiese ido al 20? ¿Se habría completado el ciclo?
«Va a borrar su error —pensó malhumorado Manfield—. Va a convencerse él mismo de que no fue un error de ningún modo; que todo fue sólo otro golpe de genio de Twissell.»
—¿Cómo vamos a poder saberlo? —dijo en voz alta.
—Lo noto. Hasta un programador puede tener intuiciones de vez en cuando, supongo. Estoy convencido de que Cooper pertenecía al 20 al igual que al 24. La realidad primitiva es inmutable.
—No pensaba así hace una semana. Dijo que el cambio había tenido lugar dentro de la eternidad, no en la era primitiva.
Twissell dejó de lado eso con un gesto irritado de sus manos.
Manfield insistió.
—Y, de todos modos, ¿cómo podemos saberlo? Suponga que Cooper ha cambiado la realidad. Habríamos cambiado, y nuestros recuerdos también.
Twissell resopló.
—Le digo que nada ha cambiado.
—Pero, ¿por qué no? Hubo el primer intento de Cooper de poner un anuncio en milenio sesenta. ¿Acaso eso no habría tensado la textura de la realidad? Luego el anuncio que sí puso. ¿Cuántas otras personas pueden haberse tropezado con él entre el 20 y el 24 y preguntarse qué estaba haciendo una nube en forma de hongo en una revista de 1932? Suponga que se hicieron preguntas acerca de las letras iniciales que deletreaba la palabra primitiva para átomo. Cooper estuvo allí casi seis meses. Yo estuve allí casi dos días. En ese tiempo. ..
—El hecho es —dijo Twissell agudamente—, que no ha tenido lugar cambio alguno. ¿Por qué insiste en lo contrario?
Los hombros de Manfield se abatieron. No podía engañarse a sí mismo. Si el ego de Twissell estaba encadenado al hecho de que no se había producido cambio alguno, al suyo le preocupaba de un modo igualmente íntimo e insistente el que se hubiese producido.
—Tenía la esperanza... —dijo, y se detuvo.
—¿Y bien?
—Creí que pudo haber algún pequeño cambio. Un microcambio, por decirlo así, cuyas ondulaciones fuesen expandiéndose a lo largo de todo el flujo del tiempo.
—Los cambios cuánticos son grandes —dijo Twissell.
—Los cambios cuánticos normales, sí. Pero, ¿quién conoce la matemática de la realidad en los siglos primitivos? Sin la presencia de la eternidad, el caso es distinto. ¿Por qué no puede existir la posibilidad de microcambios?
—¿Adónde quiere ir a parar? —preguntó Twissell.
—¿Por qué no podría existir una nueva realidad en la que mi hijo esté sano, o una en la que no existe? Cualquier cosa, menos la actual.
—No hay modo alguno de que pueda comprobarse eso —se apresuró a decir Twissell—. No debe seguir jugando con el tiempo. Ni yo tampoco. Ni yo tampoco. Hemos terminado, los dos.
Y por un instante a sus ojos volvió el horror al pensar nuevamente en cómo se había encontrado contemplando el abismo y, en él, el fin de toda la eternidad.
—Nunca intentaré verlo —susurró Manfield—. No tengo el valor para hacerlo.
Preocupado, se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió, alzando luego la vista sorprendido ante el agudo grito de Twissell.
—Líbrese de esa basura venenosa, por el gran Cronos —dijo Twissell—. No puedo soportarla.
Manfield se apresuró a apagar el cigarrillo y, mentalmente, frunció el ceño sorprendido. Había ido muy lejos, realmente, al encender un cigarrillo en compañía del más conocido y fanático enemigo del tabaco de toda la eternidad.
Twissell arrugó la nariz ante el acre vapor que aún flotaba en el aire y dijo:
—Acostúmbrese a esa idea, Manfield —dijo—. No ha habido cambio alguno en la eternidad. Ninguno en absoluto. Acepte mi palabra de ello.
Y contempló lleno de repulsión los restos del cigarrillo.
Me he limitado a presentar la novela corta porque, al igual que antes, es poco práctico intentar presentar igualmente la novela. Si les interesa una comparación directa y no tienen un ejemplar de la novela, esta editorial la ha publicado en esta misma colección. Mientras tanto, diré algunas cosas de mi cosecha.
En el caso de
«Envejece conmigo»
, había tenido que añadir comparativamente poco para convertirla en Un guijarro en el cielo. Esto significaba que podía usar el argumento tal y como estaba y, sencillamente, rearreglarlo y entrar con más detalle en algunas cosas.
No era así en el caso de
«El fin de la eternidad»
(novela corta), donde tenía que triplicar la longitud. Allí tuve que tomarme muchas más libertades revisando el argumento.
Por supuesto, hice algunos pequeños cambios. Para empezar, cambié el nombre de mi personaje Anders Horemm al de Andrew Harlan. ¿Por qué? No estoy seguro.
Algunas personas, después de leer la novela, me han sugerido que usé el nombre de Harlan como una referencia a Harlan Ellison. Es posible, pues había conocido a Harlan Ellison en septiembre de 1953 y, naturalmente, me produjo una honda impresión, como se la produce a todo el mundo.
No me habría sorprendido, pues, si en la novela corta original hubiese bautizado al personaje como Andrew Harlan, ya que la empecé dos meses después del encuentro. Sin embargo, no lo hice; le llamé Anders Horemm. Entonces, ¿por qué tuve que hacer el cambio en la novela?
Esto es lo que a mí me parece razonable. Horemm había sido un personaje más bien menor en la novela corta, pero en la novela le convertí en el héroe, y Horemm me resulta un nombre particularmente feo. Era adecuado para un desagradable personaje menor, pero no para el héroe. Cuando hago cambios de nombre, tiendo a hacerlos todo lo pequeños que puedo (no sé la razón), así que cambié Anders por Andrew y Horemm por Harlan.
También Manfield, un personaje importante en la novela corta, desapareció en la novela o, más bien, su papel fue combinado con el de Twissell. En cuanto a Noys, su papel fue considerablemente aumentado y la historia de amor se hizo mucho más central en el desarrollo de la historia de lo que había sido en la novela corta.
Cuando leí las dos versiones para la preparación de este libro, lo que realmente me asombró es que, sencillamente, no diluí la novela corta. Después de todo, si la novela corta era en realidad una novela deshidratada, podría haberme limitado a añadirle agua, por decirlo así…, alargar las descripciones, extender más el diálogo y atenerme al argumento.
No lo hice. Con la alabanza de Bradbury aún en los oídos, y hallándome repentinamente con 50.000 palabras más para jugar con ellas, añadí incidentes y complicaciones e hice la novela tan densa como lo había sido la novela corta.
En particular, estaba el asunto del final. Al releer la novela corta para este libro me asombró lo débil que era el final que yo había creado. Al menos, me parecía débil ahora en comparación a lo que había hecho como final de la novela. Después de todo, había llamado al relato
«El fin de la eternidad»
y, con todo, no había tenido el coraje (o puede que el corazón) de acabar finalmente con la eternidad en la novela corta.
En la novela me decidí a realizar un trabajo mejor, puede que a causa de que (siendo ahora una novela) quería conectarla de algún modo con anteriores libros míos que trataban de la ascensión y caída del Imperio Galáctico. (Tengo la debilidad de pretender que mis novelas de ciencia-ficción sean consistentes entre sí, y eso influye mi escritura hasta el día de hoy.)
En cualquier caso, el final de la novela es mucho más complejo y dramático que el de la novela corta. En la novela intenté (como suelo hacer en mis novelas) revelar varias sorpresas, una después de la otra, hasta que tengo la impresión de que el lector cree haber llegado al final…, y entonces enseñar otra sorpresa que he mantenido en reserva. Es muy divertido hacerlo, pero no es fácil.
En el caso de El fin de la eternidad como novela, la densidad no trabajó del todo a favor suyo. Le enseñé la novela a Horace Gold, por si se daba el caso de que le pareciera que había mejorado el relato y, por lo tanto, estuviese dispuesto a publicarlo como serial antes de su edición. (Una serialización así, en esos días, significaba para el autor, siempre pobre, unos 1.500 dólares adicionales.) Gold, sin embargo, rechazó la novela tan rápida y decididamente como había rechazado la novela corta. Tampoco Campbell la aceptó para
Astounding
.
Doubleday
intentó ofrecerla para su serialización a algunas de las revistas no especializadas y no logró nada en absoluto (lo que no es sorprendente en 1955, cuando la ciencia-ficción era virtualmente una aberración fuera de las pocas revistas especializadas consagradas a ella).
El resultado fue que
«El fin de la eternidad»
jamás vio ningún tipo de publicación en revista. Un guijarro en el cielo apareció también en forma de libro sin ninguna publicación en revista, pero después de su aparición como libro apareció dos veces de forma ligeramente condensada. Apareció en el primer número de
Two Complete Science-Adventure Books
y en
Galaxy Science-Fiction Novels
.
«El fin de la eternidad»
no experimentó jamás tal "segunda serialización".
Y algunos de los críticos tampoco fueron particularmente amables con ella. Sus objeciones solían apoyarse en su densidad. Demon Knight se refirió a la naturaleza confusa de los capítulos iniciales, por ejemplo, de un modo bastante cáustico.
Incluso Anthony Boucher, entonces editor de
Fantasy and Science Fiction
, que era un hombre de rara amabilidad y un buen amigo mío, pensó que era demasiado complicada.
Recuerdo que los dos nos hallábamos en la
Convención Mundial de Ciencia Ficción
en Cleveland, en 1955 (en la cual fui el invitado de honor y el maestro de ceremonias). Nos estaba entrevistando alguien que me preguntó cuál era mi libro de ciencia-ficción más reciente.
—Una novela titulada
«The End of Eternity»
—contesté yo.
Me metió el micrófono debajo de la nariz y dijo:
—¿Puede darnos una idea del argumento en unas cuantas frases?
Tartamudeé y empecé a enredarme, y Tony Boucher lanzó una risita y dijo:
—Con ese libro, ni siquiera tú puedes hacerlo, Isaac.
—Sí que puedo, Tony —dije—. Sencillamente, me cogió de sorpresa. Vuelva a hacerme la pregunta, señor.
Así lo hizo el entrevistador y yo le solté de un tirón varias frases muy claras esbozando el argumento.
Sus ventas fueron comparables a las de mis otras novelas de los años cincuenta. Ha aparecido en formato de bolsillo varias veces y ha sido traducida a catorce idiomas que yo sepa (incluyendo el ruso y el hebreo), así que no la considero un fracaso.
Con todo, considero que ha sido menos apreciada de lo que debería haberlo sido, y tengo la impresión de que le hacen sombra injustamente mis novelas de la Fundación y de los Robots. Algún día, puede que cuando ya esté muerto, quizá consiga el aprecio que se merece.
Antes de que abandone el mundo de mis novelas, quiero mencionar brevemente el caso de otra novela corta, aún más corta que la versión en novela corta de
«El fin de la eternidad»
, la cual expandí hasta ser una novela un poco más larga que la versión novela de
«El fin de la eternidad»
.
En una convención de ciencia-ficción local, el 15 de enero de 1971, alguien encima del escenario, buscando bajo presión un ejemplo de un oscuro isótopo, se refirió al "plutonio-186". Me divirtió porque no existe nada que se llame plutonio-186, y no puede existir.
Decidí, por lo tanto, escribir un relato corto sobre el tema del plutonio-186 y someterlo para su inclusión en una antología de originales que iba a ser editada por la persona que hizo tal observación, y publicada por
Doubleday
.
Desgraciadamente, la historia me superó y, a las 20.000 palabras, probó que era una novela corta. Temía que ahora fuese demasiado larga para la antología y, por lo tanto, consulté con Lawrence P. Ashmead sobre ese punto. Era mi editor en
Doubleday
en esos momentos y él era también quien iba a manejar la antología. Larry leyó mi historia y dijo que no la quería en la antología; quería que sacase de ella una novela.
Así lo hice, pero no toqué en absoluto la novela corta..., ni una palabra. La conservé como al inicio, y añadí dos novelas cortas más que continuaban la historia. Todas juntas, las tres formaban una novela de 90.000 palabras,
«The Gods Themselves»
(Doubleday, 1972).
En ese caso no hay "cuento paralelo", pues la novela corta a partir de la cual creció está exactamente ahí, en el libro, como la primera de sus tres partes.
¿Qué decir de aquellos relatos míos que empezaron como relatos o novelas cortas, y que fueron publicados como tales en las revistas pero sólo después de revisiones tan amplias que mi historia original podría ser calificada como un "Asimov alternativo"?
No hay muchos casos, pero echemos un vistazo y veamos.
Durante mis primeros años como escritor de ciencia-ficción, escribí nueve relatos que nunca vendí a nadie y que quedaron tan desamparados que apenas nadie se atrevió a susurrar una palabra hablando de revisión. Fueron relatos simplemente malogrados. Tales relatos son, por orden cronológico:
Cosmic Corkscrew (1938)
This Irrational Planet (1938)
Paths of Destiny (1938)
Knossos in Its Glory (1938)
The Decline and Fall (1939)
Life Before Birth (1939)
The Brothers (1939)
Oak (1940)
Masks (1941)
Podría tener la tentación de incluir esos relatos como "alternativos" a mi obra publicada, y como curiosidades históricas o errores de cálculo de un escritor joven, ante los que mis lectores podrían reír indulgentemente. Afortunadamente, me resulta fácil resistirme a esa tentación. Los manuscritos ya no existen.
«Masks»
fue el relato vigésimo noveno que escribí, de modo que si nueve de los relatos escritos hasta entonces fueron fracasos totales, los otros veinte, que logré vender, configuran un índice de fracasos del treinta por ciento, incluso en mis años mozos. En algunas ocasiones, sólo después de considerables esfuerzos lograba vender aquellos primeros relatos, pero la mayoría de ellos fueron publicados (para bien o para mal) tal y como los había escrito, de modo que en tales casos no existe texto alternativo.