Cuentos de mi tía Panchita (10 page)

BOOK: Cuentos de mi tía Panchita
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Y así se hizo. En este momento se acercó el leñador al oído de la reina y suplicó al Diablo: — ¡Salí por vida tuyita...!

En vez de contestar, el Diablo preguntó: —Hombré, ¿qué es ese alboroto?

El otro respondió: —Aguardate, voy a ver qué es.

Inmediatamente volvió y dijo: — ¡Que Dios te ayude! Es tu suegra que ha averiguado que estás aquí y ha venido con la botijuela para meterte en ella de nuevo.

— ¿Quién le iría con la cavilosada a la vieja de mi suegra?

–dijo el Diablo. ¿Y patas para qué las quiero? Salió corriendo y no paró sino en el Infierno. La reina se puso buena y el leñador, que ya era don Fulano y muy rico, mandó por su mujer y su chapulinada y todos fueron a vivir a un palacio, regalo del rey. Desde entonces la pasaron muy a gusto.

IX

La casita de las torrejas

H
abía una vez unos chacalincitos que quedaron huérfanos de padre y madre y sin nadie quien les dijera ni ¿qué hacen allí?

Era la pareja: la mujercita, la mayor y la que había quedado de cabeza de casa. Eran muy pobres y un día no les amaneció ni una burusca con qué encender el fuego. Entonces decidieron irse a rodar tierras. Atrancaron la puerta y agarraron montaña adentro. Allá al mucho andar, se sintieron cansados; entonces se subieron a un palo para pasar la noche y se acomodaron en una horqueta. Así que anocheció, vieron allá muy largo una lucecita. No se atrevieron a bajar por miedo a que se los fuera a comer algún animal, pero se fijaron bien en la dirección donde quedaba. Apenas comenzó a amanecer, bajaron y anduvieron en dirección de la lucecita. Anda y anda, anda y anda, salieron al mediodía a un potrero. A la orilla de la montaña había una casita; por el techo salía un mechoncito de humo y por la puerta y la ventana un olor como a miel hirviendo.

Poquito a poco se fueron acercando y vieron en la ventana una cazuela con torrejas. Como estaban hilando de hambre, y el olor convidaba, no pudieron contenerse y se arrimaron a la ventana. La muchachita estiró la mano y se cachó una torreja. Del interior una voz ronca gritó: "¡Piscurum, gato, no me robés mis torrejas!".

Los chiquitos se escondieron entre el monte y allí se repartieron su torreja, que lo que hizo fue alborotarles la gana de comer.

Otra vez se fueron acercando y pescaron otra torreja. Y otra vez la voz que gritaba: "¡Piscurum, gato, no me robés mis torrejas!".

Los muchachos se escondieron, se comieron las torrejas y quisieron volver por más, pero da la desgracia que por querer salir a la carrera, lo hicieron muy ateperetadamente y la cazuela se volcó. A la bulla, se asomó la vieja, la dueña de la casa, que era una bruja más mala que el mismo Patas. Vio por donde cogieron las criaturas, y se les puso atrás y al poco rato las agarró por las orejas y las trajo arrastrando hasta la casa.

Como estaban tan flacos que parecían fideos, la bruja les dijo que no se los comería, pero que los iba a engordar como a unos chanchitos, para darse cuatro gustos con ellos.

Los encerró entre una jaba y cada día les echaba los desperdicios, y como los pobres no tenían otra cosa, no les quedaba más que convenir y tragárselos.

Bueno, allá a los ocho días llegó la vieja y les dijo: —Saquen por esta rendija el dedito chiquito.

A la niña se le ocurrió que era para ver cómo andaban de gordura y entonces sacó dos veces un rabito de ratón que se había hallado en un rincón de la jaba. Como la vieja era algo pipiriciega, no echó de ver el engaño, y se fue más brava que un Solimán, al sentir aquellos deditos tan requeteflacos.

Y así fue por espacio casi de tres meses. Lo cierto del caso es que los chiquillos, quieras que no, se habían engordado con los desperdicios.

Pero dio el tuerce que un día, la niña no agarró bien el rabito de ratón al ponérselo a la bruja para que tocara, y se le quedó a esta en la mano. Se fue a la luz a mirar bien y al convencerse de que los chiquillos la habían estado cogiendo de mona, se puso muy caliente: abrió la jaba y los sacó. Al verlos tan cachetoncitos, se le bajó la cólera.

—Bueno –les dijo–, ahora voy a ver si hago una buena fritanga con ustedes. Vayan a traerme agua a aquella quebrada para ponerlos a sancochar –por supuesto que al oírla a los infelices se les atrevesó en la garganta un gran torozón. A cada uno le dio una tinaja para que la hinchara y ella se puso a cuidarlos desde la puerta.

Cuando llegaron a la quebrada, les salió de detrás de un palo un viejito que era Tatica Dios, y les dijo: —No se aflijan, mis muchachitos, que para todo hay remedio. Miren, van a hacer una cosa: ahora van a llegar con el agua y se van a mostrar muy sumisos con la vieja. Y hasta procuren quedar bien: aticen el fuego, bárranle la cocina, friéguenle los trastos.

Ella ha de poner una gran olla sobre los tinamastes y una tabla enjabonada que llegue a la orilla de la olla y apoyada en la pared. Les ha de decir que echen una bailadita sobre la tabla, pero es que sin que ustedes se den cuenta, va a inclinar la tabla y ustedes se van a resbalar y van a ir a dar entre la olla; así la bruja no tendrá que molestarse oyéndolos gritar y hacer esfuerzos por escaparse.

Así que les aconsejó lo que debían hacer, y el viejecito se metió en la montaña.

Volvieron los chiquitos e hicieron lo que Tatica Dios les aconsejara: barrieron, atizaron el fuego y echaron muchos viajes a la quebrada con las tinajas, para llenar la gran olla en que los iba a sancochar.

La vieja se puso muy complaciente con ellos, al verlos tan obedientes y tan afanosos. Por fin puso la tabla enjabonada y les dijo: —Vengan mis muchachitos y echen una bailadita en esta tabla.

La niña se hizo la inocente, y dijo para sus adentros: "Callate, pájara, que ya conozco tus cábulas". Hicieron que se ponían a ensayar primero en el suelo y que no podían.

—Si es que no sabemos. ¿Por qué no sube usted y nos dice cómo quiere?

Y la vieja les creyó, y va subiéndose a la tabla. Y apenas volvió la cara para hacer la primera pirueta, los chiquillos inclinaron la tabla y la vieja fue a dar, ¡chupulún! a la olla de agua hirviendo.

Después la sacaron y la enterraron. Registraron la casa y encontraron un gran cuarto lleno de barriles hasta el copete de monedas de oro.

Por supuesto que todo les tocó a ellos.

X

La Flor del Olivar

E
n un país muy lejos de aquí, había una vez un rey ciego que tenía tres hijos. Lo habían visto los médicos de todo el mundo, pero ninguno pudo devolverle la vista.

Un día pidió que lo sentaran a la puerta de su palacio a que le diera el sol. Él sintió que pasaba un hombre apoyado en un bordón, quien se detuvo y le dijo:

—Señor rey, si usted quiere curarse, lávese los ojos con el agua donde se haya puesto la Flor del Olivar.

El rey quiso pedirle explicaciones, pero el hombre se alejó, y cuando acudieron los criados a las voces de su amo y buscaron, no había nadie en la calle ni en las vecindades. El rey repitió a sus hijos la receta, y ofreció que su corona sería de aquel que le trajera la Flor del Olivar. El mayor dijo que a él le correspondía partir primero. Buscó el mejor caballo del palacio, hizo que le prepararan bastimento para un mes y partió con los bolsillos llenos de dinero.

Anda y anda y anda hasta que llegó a un río. A la orilla había una mujer lavando, que parecía una pordiosera, y cerca de ella, un chiquito, flaquito como un pijije y que lloraba que daba compasión oírlo. La mujer dijo al príncipe:

—Señor, por amor de Dios deme algo de lo que lleva en sus alforjas; mi hijo está llorando de necesidad.

— ¡Que coma rayos, que coma centellas ese lloretas! Todo lo que va en las alforjas es para mí –y continuó su camino.

Pero nadie le dio razón de la Flor del Olivar. Se devolvió y en una villa que había antes de llegar a la ciudad de su padre, se metió a una casa de juego y allí jugó hasta los calzones.

Al ver que pasaban los días y no regresaba el príncipe, partió el segundo hijo, bien provisto de todo. Le ocurrió lo que al hermano: vio a la mujer lavando, con un niño esmorecido a su lado; le pidió de comer, y es que era tan mal corazón como el otro, le respondió: — ¡Que coma rayos, que coma centellas!

Yo no ando alimentando hambrientos.

Tuvo que devolverse porque en ninguna parte le daban noticias de la Flor del Olivar.

Se encontró con su hermano que lo entotorotó a que se quedara jugando su dinero.

Por fin, el último hijo del rey, que era casi un niño, salió a buscar la Flor del Olivar. Tomó el mismo camino que sus hermanos y al llegar al río encontró a la mujer que lavaba y al niño que lloraba.

Preguntó por qué lloraba el muchachito y la mujer le contestó que de hambre. Entonces el príncipe bajó de su caballo y buscó de lo mejor que había en sus alforjas y se lo dio a la pordiosera. En su tacita de plata vació la leche que traía en una botella, con sus propias manos desmigó uno de los panes que su madre la reina había amasado, puso al niño en su regazo y le dio con mucho cariño las sopas preparadas; luego lo durmió, lo envolvió en su capa y lo acostó bajo un árbol.

La mujer, que no era otra que la Virgen, le preguntó en qué andenes andaba, y él le contó el motivo de su viaje.

—Si no es más que eso, no tiene usted que dar otro paso .

–Le dijo la Virgen–. Levante esa piedra que está al lado de mi hijito, y ahí hallará la Flor del Olivar.

Así lo hizo el príncipe y en una cuevita que había bajo la piedra, estaba la Flor, que parecía una estrella. La cortó, besó al niño, se despidió de la mujer, montó a caballo y partió.

Al pasar por donde estaban sus hermanos, les enseñó la Flor. Ellos lo llamaron y lo recibieron con mucha labia. Lo convidaron a comer y mientras fue a desensillar su caballo, ellos se aconsejaron. En la comida le hicieron beber tanto vino que se embriagó.

Cuando estuvo dormido, se lo llevaron al campo, lo mataron, le quitaron la Flor y lo enterraron. Sin querer le dejaron los deditos de la mano derecha fuera de la tierra.

Los príncipes volvieron donde su padre con la Flor, que fue puesta en agua en la que se lavó el rey sus ojos, que al punto vieron. Entonces dijo a sus hijos que, al morir, su inmenso reino se dividiría en dos y así ambos serían reyes.

Entretanto, los deditos del cadáver retoñaron y nació allí un macizo de cañas. Un día pasó un pastor y cortó una caña e hizo una flauta. Al soplar en ella se quedó sorprendido al oír cantar así:

No me toques, pastorcito,

ni me dejes de tocar,

que mis hermanos me mataron

por la Flor del Olivar.

El pastor fue a enseñar la flauta maravillosa y los que la oyeron le aconsejaron que se fuera a la ciudad y que allí todo el mundo pagaría por oírla. Así lo hizo y a los pocos días no se quedaba en la ciudad quien no anduviera en busca del pastor dueño de aquel instrumento maravilloso.

Llegó la noticia a oídos del rey, y este hizo llevar al palacio al pastorcito. Al oír la flauta, recordó la voz de su hijo menor a quien tanto amaba y del que nunca había vuelto a saber nada. Pidió al pastor la flauta y se puso a tocarla y con gran admiración de todos, la flauta cantó así:

No me toques, padre mío,

ni me dejes de tocar,

que mis hermanos me mataron

por la Flor del Olivar.

El rey se puso a llorar. Acudieron la reina y los príncipes.

El rey pidió a la reina que tocara la flauta, que entonces dijo:

No me toques, madre mía,

ni me dejes de tocar,

que mis hermanos me mataron

por la Flor del Olivar.

El rey quiso que su hijo segundo tocara. Todos vieron que los dos príncipes estaban pálidos y con las piernas en un temblor. El príncipe trató de negarse, pero el rey lo amenazó. La flauta cantó:

No me toques, hermano mío,

ni me dejes de tocar,

que aunque tú no me mataste

me ayudaste a enterrar.

El príncipe mayor, por orden de su padre, tuvo que tocar la flauta:

No me toques, perro ingrato,

ni me dejes de tocar,

que tú fuiste el que me mataste

por la Flor del Olivar.

El pobre rey mandó a meter a sus hijos en un calabozo, y él y la reina se quedaron inconsolables por toda la vida.

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