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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (55 page)

BOOK: Criadas y señoras
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Poso la bandeja de rosbif en la mesa de la cocina y la contemplo, esperando que esto no termine mal. Miss Celia aprieta los labios y se seca la lluvia de los ojos. En vez de cansarse, cada vez hunde con más violencia el hacha en el tronco.

—¡Miss Celia, venga acá, que llueve mucho! —le grito—. Ya lo hará Mister Johnny cuando vuelva.

Pero no me hace caso. Ha llegado a la mitad del tronco y el árbol empieza a bambolearse ligeramente, como mi padre cuando estaba borracho. Me siento en la silla en la que estaba leyendo Miss Celia y espero a que termine. Muevo la cabeza y ojeo el periódico. Entonces encuentro entre las páginas la carta de Miss Hilly junto a un cheque de Miss Celia por valor de doscientos dólares. Lo miro con atención y me fijo en que, en la parte inferior del cheque, en la casilla reservada para «observaciones», Miss Celia ha escrito con una preciosa caligrafía cursiva: «Para zampatartas Hilly».

Oigo un crujido y observo cómo el árbol se desploma. Montones de hojas revolotean por el aire y se pegan a su cabello dorado.

Miss Skeeter

Capítulo 27

Contemplo en silencio el teléfono de la cocina. Hace tanto tiempo que nadie llama, que parece un objeto sin vida colgado de la pared. Hay una calma tensa en todas partes: en la biblioteca, en la farmacia donde recojo las medicinas de Madre, en High Street donde compro cinta para la máquina de escribir, en nuestra casa... El asesinato del presidente Kennedy, hace un par de semanas, nos ha dejado a todos sin palabras. Nadie se atreve a romper el silencio, nada parece tener importancia.

En las escasas ocasiones en las que suena el teléfono, es el doctor Neal quien llama para informarnos de nuevos resultados pesimistas en los análisis de Madre, o algún familiar que pregunta por ella. Todavía me imagino, cada vez que oigo el timbre del aparato, que podría ser Stuart, a pesar de que la última vez que me llamó fue hace cinco meses. Un día, por fin me derrumbé y le conté a Madre que lo habíamos dejado. La mujer se sorprendió, como esperaba, pero por suerte sólo soltó un suspiro.

Tomo aire, marco el cero y me encierro en la despensa. Le digo a la operadora que quiero poner una conferencia con otro Estado y espero.

—Editorial Harper and Row, ¿con quién quiere hablar?

—Con el despacho de Elaine Stein, por favor.

Mientras aguardo a que responda su secretaria, pienso que debería haber llamado antes, pero me pareció poco apropiado hacerlo la semana de la muerte de Kennedy. Además, en las noticias dijeron que casi todas las empresas del país estaban cerradas. Luego, vino el día de Acción de Gracias y, cuando la telefoneé, la operadora me dijo que nadie contestaba en la editorial. Por eso la llamo ahora, dos semanas más tarde de lo que tenía pensado.

—Elaine Stein al habla, ¿dígame?

Parpadeo, sorprendida porque es ella misma la que responde en lugar de su secretaria.

—Miss Stein, perdone que la moleste, soy... Eugenia Phelan, de Jackson, Misisipi.

—Ah, sí... Eugenia —contesta y suelta un suspiro, tal vez irritada por haber tenido que responder ella al teléfono.

—La llamaba para informarle de que el manuscrito estará listo para Año Nuevo. Se lo enviaré por correo la segunda semana de enero.

Sonrío porque no me he equivocado en estas dos frases que tanto he practicado antes de llamar. Hay un silencio al otro lado de la línea. Sólo se escucha su respiración áspera y una exhalación de humo de cigarrillo. Me revuelvo nerviosa, apoyada en la lata de harina.

—Soy... la que escribe sobre las mujeres de color... en Misisipi.

—Sí, sí, no la he olvidado —dice, aunque no estoy segura de que sea verdad. Luego añade—: Es usted la escritora de veinticuatro años, ¿no? La que se presentó al puesto de editora. ¿Qué tal va el proyecto?

—Ya casi lo tengo. Sólo nos queda terminar un par de entrevistas. Quería saber si debería enviarlo directamente a su atención o a su secretaria.

—Verá, señorita, no va a poder ser. En enero me resultará imposible.

—¿Eugenia? ¿Estás en casa? —oigo que pregunta Madre.

Tapo el auricular con la mano y respondo, consciente de que si no lo hago entrará aquí a buscarme.

—Ahora mismo salgo, mamá.

—La última reunión editorial del año es el 21 de diciembre —continúa Miss Stein—. Si quiere asegurarse de que leo su texto, debería tenerlo aquí antes de esa fecha. De otro modo, pasará al montón, y supongo que no querrá que la pongan en el montón, Miss Phelan.

—Pero... usted me dijo que en enero...

Estamos a 2 de diciembre. Sólo tengo diecinueve días para terminarlo todo.

—El 21 de diciembre todos nos vamos de vacaciones, y cuando volvemos en Año Nuevo nos encontramos con una avalancha de proyectos de los autores y periodistas que colaboran habitualmente con nosotros. Si se trata de una desconocida, como es su caso, Miss Phelan, su única esperanza es que lo leamos antes del 21.

Trago saliva y digo:

—No sé si...

—Por cierto, ¿esa persona con la que estaba hablando hace un minuto era su madre? ¿Todavía vive con su familia?

Intento inventarme una mentira, que sólo está de visita, que está enferma, que pasaba por aquí... No quiero que Miss Stein se entere de que no he hecho nada en mi vida. Pero termino suspirando y respondo:

—Sí, todavía vivo con mis padres.

—Y la negra que la cuidó de pequeña, supongo que aún está con ustedes.

—No, se marchó.

—Vaya, qué mal. ¿Sabe qué fue de ella? Es que se me acaba de ocurrir que sería interesante añadir un capítulo sobre su propia criada.

Cierro los ojos, luchando contra la frustración.

—La verdad es que... no sé dónde está ahora.

—Bueno, pues entérese e inclúyalo. Le añadirá un toque personal a la obra.

—Sí, señora.

No tengo ni idea de cómo voy a conseguir acabar a tiempo las dos entrevistas que me faltan y, mucho menos, redactar un capítulo sobre Constantine. Sólo de pensar en ello me entran unas ganas tremendas de tenerla a mi lado.

—Adiós, Miss Phelan. Espero que le dé tiempo a terminar —dice, pero antes de colgar, murmura—: Y, por el amor de Dios, es usted una mujer de veinticuatro años y con estudios, búsquese un piso para usted sola.

Cuelgo el teléfono, aturdida por el cambio en la fecha de entrega y por la insistencia de Miss Stein para que incluya a Constantine en el libro. Sé que tengo que ponerme manos a la obra de inmediato, pero antes paso por el cuarto de Madre a ver qué tal se encuentra. Durante los últimos tres meses, sus úlceras han empeorado bastante. Ha perdido peso y no puede estar dos días sin vomitar. Incluso el doctor Neal se sorprendió al verla en su última visita la semana pasada.

—Es miércoles —dice Madre, mirándome de arriba abajo desde la cama—. ¿No tienes partida de bridge hoy?

—Se ha cancelado. El bebé de Elizabeth tiene cólicos —miento.

Este cuarto está lleno a rebosar de todas las mentiras que le he contado.

—¿Qué tal estás? —le pregunto. En la cama tiene la vieja palangana metálica blanca—. ¿Te han dado mareos otra vez?

—Estoy bien, Eugenia. No arrugues así la frente, no es bueno para tu cutis.

Madre todavía no sabe que me han echado del grupo de bridge ni que Patsy Joiner se ha buscado una nueva pareja para jugar al tenis. Que ya no me invitan a cócteles, a bautizos ni a ningún acto social en el que pueda coincidir con Hilly, excepto a las reuniones de la Liga de Damas. Tampoco sabe que las mujeres de la ciudad, cuando discuten conmigo los temas del boletín, son breves y directas. Intento convencerme de que no me importa. Me siento ante la máquina de escribir y la mayoría de los días no me muevo de ahí. Me digo que es el precio que tienes que pagar cuando dejas treinta y dos retretes en el jardín de la casa de la chica más popular de la ciudad. La gente tiende a tratarte de otra manera a como lo hacía antes.

Hace casi hace cuatro meses que entre Hilly y yo se levantó una pared hecha de un hielo tan espeso que harían falta cien veranos de Misisipi para derretirla. No es que no hubiera previsto las consecuencias de mis actos, pero no me esperaba que el enfado le fuera a durar tanto tiempo.

Aquel día, cuando Hilly me llamó, tenía la voz ronca, como si se hubiera pasado toda la mañana gritando.

—¡Estás enferma! —me bufó—. ¡No vuelvas a dirigirme la palabra ni a cruzarte en mi camino! ¡No se te ocurra acercarte a mis hijos!

—Fue un error de imprenta, Hilly —es todo lo que se me ocurrió decirle.

—Pienso ir a casa del senador Whitworth y contarle que tú, Skeeter Phelan, hundirás su campaña para llegar a Washington. Le diré que si la gente asocia a Stuart contigo, te convertirás en una mancha para su reputación.

Me estremecí al oírla mencionar el nombre de Stuart, aunque por aquel entonces ya hacía varias semanas que habíamos roto. Me imaginaba que, al enterarse, apartaría la vista sin importarle lo más mínimo lo que yo hiciera.

—Has convertido mi jardín en un circo —añadió Hilly—. ¿Cuánto tiempo llevabas planeando humillarnos a mí y a mi familia?

Hilly no comprendía que en realidad yo no tenía nada planeado. Sin embargo, cuando empecé a pasar al boletín su iniciativa de los retretes, mientras tecleaba palabras como «enfermedad», «protégete» o «¡De nada!», fue como si algo reventara en mi interior, como cuando se abre una sandía, refrescante y dulce. Siempre había pensado que la locura sería un sentimiento oscuro y amargo, pero cuando te envuelve resulta fresca y deliciosa. Pagué cuarenta dólares a los hermanos de Pascagoula para que dejaran esos váteres en el jardín de Hilly. Tenían miedo, pero aceptaron hacerlo. Recuerdo que fue una noche muy oscura y la suerte que tuvimos porque acababan de derribar un edificio antiguo en el centro de la ciudad y había muchos retretes abandonados para elegir. Un par de veces he soñado que volvía a hacerlo. No me arrepiento, pero ya no me siento tan afortunada. —Y tendrás la desvergüenza de llamarte «cristiana». Fueron las últimas palabras que me dirigió Hilly, mientras yo pensaba: «Dios mío, ¿cuándo he dicho yo algo así?».

En noviembre, Stooley Whitworth consiguió llegar al Senado de Washington, pero William Holbrook perdió las elecciones locales y no obtuvo su escaño en el Parlamento de Misisipi. Estoy convencida de que Hilly me culpa de la derrota de su marido. Por no mencionar la frustración que siente ante todos los esfuerzos que hizo en vano por juntarme con Stuart.

Unas horas después de haber hablado con Miss Stein por teléfono, entro una vez más con sigilo en la habitación de Madre para ver qué tal está. Padre ya duerme a su lado. Madre tiene un vaso de leche en la mesita. Su espalda está recostada sobre las almohadas. Tiene los ojos cerrados, pero en cuanto asomo la cabeza por la puerta, los abre.

—¿Quieres que te traiga algo, mamá?

—No, cariño. Sólo estoy descansando un poco. El doctor Neal me dijo que me iría bien el reposo. ¿Adónde vas, Eugenia? Son casi las siete...

—Volveré dentro de poco. Sólo voy a dar una vuelta.

La beso y espero que no me haga más preguntas. Cuando cierro la puerta, ya está dormida otra vez.

Conduzco a toda prisa hacia la ciudad. Me da miedo informar a Aibileen de la nueva fecha límite. Sé que no quiere contarme lo que le pasó a Constantine, pero ya no tenemos otra elección. La camioneta traquetea y el tubo de escape petardea al pasar por los baches de la carretera. Está muy deteriorada después de una dura cosecha de algodón. Casi doy con la cabeza en el techo, porque alguien ha subido el asiento. No tiene aire acondicionado, por lo que me veo obligada a conducir con la ventanilla bajada y sacando el brazo por fuera para que la puerta no tiemble. El parabrisas tiene un golpe con forma de puesta de sol.

Al llegar a State Street, me detengo en el semáforo que hay justo enfrente de la fábrica de papel. Miro a mi lado y veo a Elizabeth, Mae Mobley y Raleigh apretujados en el asiento delantero de su Corvair blanco. Supongo que vuelven a casa de cenar fuera. Me quedo helada, sin atreverme a girar la cabeza otra vez, temiendo que me vean y me pregunten qué hago conduciendo la camioneta por la ciudad. Les dejo que arranquen los primeros, conduzco detrás de ellos y observo sus luces de freno mientras siento un picor en la garganta. Hace mucho que no hablo con Elizabeth.

Después del incidente de los retretes, Elizabeth y yo intentamos conservar nuestra amistad. Todavía hablábamos por teléfono de vez en cuando. Pero en las reuniones de la Liga de Damas sólo cruza conmigo el saludo de rigor y algunas frases vacías, ya que Hilly estaba presente.

—No me puedo creer lo que ha crecido Mae Mobley —le dije la última vez que pasé por su casa, hace ya un mes.

Mae Mobley sonrió tímida, y se escondió detrás de la pierna de su madre. Estaba más alta, pero todavía rolliza, con la gordura de los bebés.

—Crece como los cardos en el jardín —respondió Elizabeth, y lanzó una mirada por la ventana.

«Vaya metáfora con la que comparar a una hija», pensé. ¡Un cardo!

Elizabeth todavía llevaba puesto el camisón y los rulos en la cabeza. Concluido el embarazo, ya había recuperado la figura. Tenía una sonrisa tensa y no paraba de mirar el reloj y de tocarse los rulos cada pocos segundos. Nos quedamos en la cocina.

—¿Quieres ir a almorzar al club? —le pregunté.

En ese momento, Aibileen apareció en la cocina. Al abrirse la puerta, pude ver que la mesa del comedor estaba dispuesta con el mantel bordado y la cubertería de plata.

—No puedo, Eugenia. Me fastidia meterte prisa, pero... es que tengo que ir a buscar a mi madre a la tienda de Jewel Taylor. —Volvió de nuevo los ojos a la ventana—. Y ya sabes que a mi madre no le gusta esperar.

Su sonrisa aumentó de modo exponencial.

—Oh, lo siento. Te estoy entreteniendo... —musité.

Le toqué el hombro y me dirigí a la puerta. Entonces me di cuenta de lo que pasaba. ¿Cómo he podido ser tan tonta? Era miércoles e iban a dar las doce. ¡La partida de bridge!

Reculé con el Cadillac delante de su casa, lamentando haberle hecho pasar el mal trago de tener que pedirme que me fuera. Cuando di la vuelta al vehículo, vi su rostro pegado a la ventana observando aliviada cómo me marchaba. Entonces me di cuenta de que no estaba preocupada por haber herido mis sentimientos. Elizabeth Leefolt estaba avergonzada de que la vieran conmigo.

Aparco en la calle de Aibileen pero a unas cuantas manzanas de su casa, consciente de que tenemos que ser más precavidas que nunca. Aunque Hilly nunca se atrevería a acercarse a esta parte de la ciudad, ahora es una amenaza para nosotras, y siento que sus ojos están en todas partes. Me imagino lo contenta que se pondría si me descubre haciendo esto. No debo olvidar que esta mujer podría llegar muy lejos con tal de asegurarse de que sufro durante el resto de mis días.

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