Criadas y señoras (4 page)

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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

BOOK: Criadas y señoras
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Miss Leefolt, con su albornoz azul, está sentada en la mesa de la cocina hablando por teléfono. Chiquitina tiene la cara llena de algo rojo y pegajoso y se apoya en las rodillas de su madre intentando llamar su atención.

—¡
Güenos
días, Chiquitina! —le digo.

—¡Ma-má! ¡Ma-má! —grita ella, intentando trepar a las rodillas de Miss Leefolt.

—No, Mae Mobley. —Miss Leefolt la empuja para que se baje—. Mamá está hablando por teléfono. Deja a mamá hablar tranquila.

—Ma-má, aupa —Mae Mobley lloriquea y lanza los brazos hacia su madre—. Aupa Mae-Moe. Aupa.

—Chist —la reprime Miss Leefolt.

Rápidamente, alzo a Chiquitina y la llevo al lavabo, pero sigue estirando el cuello y llamando a su madre entre sollozos, intentando atraer su atención.

—Pues sí, le conté lo que me dijiste —explica Miss Leefolt al teléfono—, que cuando nos mudemos a otro sitio, eso aumentará el valor de la casa.

—Vamos, Chiquitina, pon las manos aquí, bajo el agua —le digo a la niña.

Pero Chiquitina no deja de revolverse. Intento enjabonarle las manos, pero se retuerce sin parar. Consigue deslizarse de mis brazos y escapa corriendo hacia su madre. Levantando la barbilla, tira del cable del teléfono con todas sus fuerzas. El auricular sale despedido de la mano de Miss Leefolt y cae al suelo.

—¡Mae Mobley! —le grito.

Corro para llevármela de allí, pero su madre llega antes, con los labios fruncidos y una temible sonrisa. Da un cachete a Chiquitina en la parte trasera de los muslos con tanta fuerza que hasta yo doy un respingo de dolor. Después agarra a Mae Mobley del brazo y la sacude con fuerza mientras le chilla:

—¡Mae Mobley, no se te ocurra volver a tocar este teléfono! Aibileen, ¿cuántas veces te he dicho que la mantengas lejos de mí cuando hablo por teléfono?

—Lo siento, señora —contesto. Recojo a Mae Mobley y trato de abrazarla, pero la pequeña berrea con toda la cara colorada y se me resiste.

—Vamos, Chiquitina. Ya pasó, ya...

Mae Mobley me hace una mueca, retrocede un poco y... ¡pumba!, me golpea en toda la oreja.

Miss Leefolt señala hacia la puerta y grita:

—¡Aibileen! ¡Fuera de aquí las dos!

Me llevo a la pequeña a la cocina. Estoy tan cabreada con Miss Leefolt que tengo que morderme la lengua. Si la muy estúpida le prestara un poco de atención a su hija, esto no habría pasado. Cuando consigo meter a Mae Mobley en su cuarto, me siento en la mecedora. La pequeña gime con la cabeza hundida en mi hombro mientras le acaricio la espalda. Menos mal que no puede ver mi cara de enfado. No quiero que piense que es por su culpa.

—¿Estás bien, Chiquitina? —le susurro al oído.

Me escuece el porrazo que me ha dado en la oreja, pero me consuela que me lo haya dado a mí en vez de a su madre. No quiero imaginar lo que le habría hecho esa mujer. Todavía puedo ver las marcas rojas de sus dedos en los muslos de la pequeña.

—Estoy aquí, Chiquitina, Aibi está aquí contigo.

La acuno y le doy mimos, la acuno y le doy mimos... pero Chiquitina llora y llora sin parar.

A eso de la hora de comer, cuando empiezan mis series favoritas en la tele, se interrumpe el jaleo en el jardín. Mae Mobley está sentada en mi regazo ayudándome a pelar las judías. Todavía está un poco enfurruñada por lo que ha pasado esta mañana. La verdad es que yo también lo estoy, pero me he guardado el enfado dentro de mí, en un lugar muy profundo, donde no tenga que preocuparme por él.

Vamos a la cocina y le preparo su bocadillo de mortadela. Fuera, los obreros almuerzan sentados en el camión. Me agrada la paz que se respira. Sonrío a Chiquitina y le ofrezco una fresa. Gracias a Dios que estaba yo aquí cuando se peleó con su madre. No quiero pensar qué habría ocurrido de no encontrarme yo cerca. Se mete la fresa en la boca y me devuelve la sonrisa. Diría que ella piensa lo mismo que yo.

Miss Leefolt no está en casa, por eso se me ocurre telefonear a Minny a casa de Miss Walter para ver si ya ha encontrado algo. Pero antes de que pueda hacerlo, llaman a la puerta trasera. Abro y me encuentro a uno de los obreros. Es un hombre muy mayor y lleva puesto un mono por encima de una camisa blanca.


Güenas,
mamita. ¿Le importa darme un poco de agua? —me pregunta.

No le conozco, debe de ser del sur de la ciudad.


¡Pos
claro que no!

Saco un vaso de plástico del armario. Todavía tiene dentro globos del segundo cumpleaños de Mae Mobley. Sé que a Miss Leefolt no le haría gracia que le ofreciera un vaso normal.

El hombre se lo bebe de un trago y me devuelve el vaso. Parece muy cansado y sus ojos muestran cierta tristeza.

—¿Qué tal lo lleváis? —le pregunto.

—Tirando —dice—. Todavía no hemos
empalmao
el agua. Supongo que tiraremos una tubería
d'allá,
desde la carretera.

—Tu compadre, ¿no quiere
bebé
algo? —le pregunto.


Mu
amable —me agradece.

Le doy otro colorido vaso de cartón lleno de agua del grifo para su compañero. El hombre espera un poco antes de llevárselo y me dice:

—Perdón, pero
¿ande...?
—Se queda callado por un instante, con los ojos fijos en el suelo—.
¿Ande pueo
ir a
hacé
un pis?

Levanta la mirada. Lo contemplo y durante un minuto nos quedamos los dos así. A ver, es una situación graciosa. No como un chiste, pero sí de esas cosas divertidas que te hacen pensar: «¡Leches! Tenemos dos lavabos en esta casa y están construyendo otro, pero todavía no hay un sitio para que este señor haga sus necesidades». Nunca me había visto en una situación así.


Pos...

Supongo que Robert, el chiquito que cada dos semanas se pasa a arreglar el jardín, hace sus cosas antes de venir. Pero este señor es mayor. Tiene unas enormes manos llenas de callos. Setenta años de preocupaciones han dejado tantas arrugas en su cara que parece un mapa de carreteras.

—Me temo que tendrás que ir a los arbustos de detrás de la casa —le digo, deseando no tener que hacerlo—. Hay un chucho, pero no te molestará.


Mu
bien —dice—.
Grasias.

Me quedo observando cómo se dirige muy despacito hacia su compañero con el vaso de agua en la mano.

Los golpes y los martillazos continúan el resto de la tarde.

Todo el día siguiente hay martillazos y ruido de gente cavando en el jardín. No le pregunto nada a Miss Leefolt sobre el asunto y ella tampoco me da ninguna explicación. Cada hora, la mujer echa un vistazo por la puerta para ver cómo van las cosas.

A las tres en punto se acaba el jaleo y los hombres montan en su camión y se marchan. Miss Leefolt los ve alejarse y suelta un largo suspiro. Después, sube en su coche y se marcha a hacer lo que tenga que hacer ahora que ya no tiene que preocuparse porque un par de negros anden rondando por casa.

Al cabo de un rato, suena el teléfono.

—Residencia de los Leef...

—¡Le está diciendo a
tol
mundo que robo! ¡Por eso nadie me quiere
da
trabajo! ¡Esa bruja me ha puesto como si fuera la criada más ladrona e insolente del condado de Hinds!

—Tranquila, Minny, respira un poco...

—Antes de
vení
a
trabajá
esta mañana, me pasé por casa de los Renfroe en Sycamore y Miss Renfroe casi me echa a
patás
de su
propiedá.
¡Me ha dicho que Miss Hilly ya le ha advertido sobre mí y que
tol
mundo sabe que robé un candelabro de Miss Walter!

Casi puedo escuchar cómo aprieta el auricular, parece que vaya a aplastarlo con la mano. Oigo a Kindra voceando por detrás y me pregunto por qué estará Minny ya en casa. Normalmente no sale del trabajo hasta las cuatro.

—¡Lo único que he hecho es
da
de comer y
cuidá
a esa vieja!

—Minny, sé que eres honrada, y Dios también lo sabe.

Su voz se va suavizando, como el zumbido de las abejas cuando llegan al panal.

—Cuando entré en casa de Miss Walter esta mañana, Miss Hilly estaba allí e intentó darme veinte dólares. Me dijo: «Toma, sé que lo necesitas». Casi le escupo en la cara. Pero no lo hice, ¡no
señó!
—Su respiración se acelera—. Hice algo
peó.

—¿Qué hiciste?

—No te lo puedo
contá.
No pienso decirle a nadie lo que hice con esa tarta. ¡Pero se lo merecía!

Está a punto de llorar y siento un escalofrío recorriéndome la espalda. Es mejor no jugar con Miss Hilly.

—Nunca volveré a
encontrá
trabajo en esta
ciudá.
Leroy va a matarme... —se lamenta Minny.

De fondo, oigo cómo Kindra empieza a berrear. Minny cuelga sin tan siquiera despedirse. No sé a qué se refería con lo de la tarta. ¡Ay, Dios! Conociendo a Minny, no puede tratarse de nada bueno.

Esa noche me preparo una ensalada con hojas de ombú y un tomate del huerto de Ida. Frío un poco de jamón y me hago una tostada grasienta. He peinado y pulverizado mi peluca y llevo los rulos puestos. Me he pasado toda la tarde preocupada por Minny. Tengo que quitármela de la cabeza si quiero dormir algo.

Me siento a cenar en la mesa y enciendo la radio. El pequeño Stevie Wonder está cantando
Fingertips.
Ser de color no le ha afectado mucho a ese muchacho. Con doce añitos y a pesar de ser ciego ya tiene un éxito que suena en las emisoras. Cuando termina la canción empieza el sermón del pastor Green. Muevo el dial y me detengo en la WBLA. Dan sesiones de
blues
en vivo.

Me gustan esos sonidos de humo y licores cuando cae la noche. Me hacen sentir que mi casa está llena de gente. Casi puedo verlos, moviéndose en mi cocina, bailando al son del
blues.
Cuando apago la luz del techo, me imagino que estamos en el Raven, con sus mesitas iluminadas por lámparas rojas. Es mayo o junio y hace calor. Clyde, mi hombre, me ofrece su blanca sonrisa y dice: «Cariño, ¿qué quieres
bebé?»,
y yo le contesto: «¡Un Black Mary bien
cargao!.
Me echo a reír de mí misma, aquí sentada en mi cocina y soñando despierta. ¡Si la bebida más fuerte que he probado en mi vida es el refresco de uva!

Memphis Minnie empieza a cantar en la radio
Lean Meat won't Fry,
una canción sobre amores que terminan. De vez en cuando, pienso que debería buscarme a otro hombre, alguno de mi iglesia. El problema es que, por mucho que amo al Señor, los hombres que asisten a misa nunca se fijan demasiado en mí. El tipo de hombre que me gusta no es de esos que se dedican a vaguear y gastarse todo el dinero que llevas a casa. Ya cometí ese error hace veinte años. Cuando mi marido Clyde me dejó por esa indeseable ramera de Farrish Street, esa a la que llaman Cocoa, decidí que lo mejor sería dar carpetazo al tema de los hombres.

Un gato comienza a maullar fuera y me trae de vuelta a mi fría cocina. Apago la radio, enciendo la luz y saco mi libro de oraciones del bolso. No es más que un cuadernillo azul que compré en la tienda de Ben Franklin. Uso un lápiz para poder borrar lo que escribo hasta que me sale bien. Desde que estaba en la escuela escribo mis plegarias. Cuando le dije a mi profesora de séptimo que iba a dejar de ir a clase porque tenía que ayudar a mi mamá, la señorita Ross casi se echa a llorar.

—Eres la más lista de la clase, Aibileen —me dijo—. La única forma de que sigas aprendiendo es que leas y escribas todos los días.

Por eso empecé a escribir mis oraciones en lugar de recitarlas. Sin embargo, desde entonces nadie me ha vuelto a llamar lista.

Paso las páginas de mi libro de oraciones para ver por quién voy a rogar esta noche. Algunas veces se me pasa por la cabeza incluir a Miss Skeeter en mi lista, no tengo muy claro por qué. Siempre es amable conmigo cuando la veo, pero su presencia me pone nerviosa y no puedo evitar preguntarme qué quería de mí aquel día en la cocina de Miss Leefolt con eso de si me gustaría cambiar las cosas. Además, sacó el tema de Constantine, la asistenta que la crió. Claro que sé lo que pasó entre Constantine y la mamá de Miss Skeeter, pero de ningún modo voy a contarle esa historia.

La cosa es que, si empiezo a rezar por Miss Skeeter, sé que esa conversación se repetirá la próxima vez que la vea. Y la siguiente, y la siguiente... Porque para eso sirve la oración. Es como la electricidad, hace que las cosas se activen. Lo del retrete es algo en lo que no me apetece nada pensar.

Echo un vistazo a mi lista de oraciones. Mi pequeña Mae Mobley es la primera, seguida de Fanny Lou, mi pobre amiga de la iglesia que anda con reumatismo. También están mis hermanas de Port Gibson, Inez y Mable, que entre las dos tienen dieciocho hijos, seis de ellos con gripe. Cuando la lista es corta, suelo meter a ese viejo blanco maloliente que duerme enfrente del supermercado, el que perdió la chaveta por beber betún pensando que era alcohol. Pero esta noche la lista es bastante larga.

Y mira a quién he puesto en la lista: ¡a la mismísima Bertrina Bessemer! Todo el mundo sabe que Bertrina y yo no nos tragamos desde que, hace años, me llamó «negra loca» por casarme con Clyde.

—Minny —le pregunté a mi amiga el pasado domingo—, ¿por qué Bertrina me pide que rece por ella?

Estábamos volviendo a casa de la misa de nueve. Minny me contestó:

—Bueno, la gente dice por ahí que tus oraciones tienen poderes, que consigues mejores
resultaos
que la gente normal.

—¿Qué dices?

—Cuando Eudora Green se rompió la cadera la pusiste en tu lista y una semana después ya estaba andando. Y cuando Isaiah se cayó del camión de algodón, lo metiste esa misma noche en la lista y al día siguiente volvió al trabajo.

Al escuchar esto, me puse a pensar que no tuve tiempo de rezar por Treelore. Quizá por eso Dios se lo llevó tan rápido, no quería tener que discutir conmigo.

—Y lo de Snuff Washington —seguía diciendo Minny—, o Lolly Jackson. ¡Diablos! Dos días después de que pusieras a Lolly en tu lista, se levantó de su silla de ruedas como si la hubiera
tocao
Jesucristo.
Tol
mundo en el condado de Hinds lo sabe.

—Pero no es por mí. Es por las oraciones.

—Pero Bertrina... —Minny se echó a reír y añadió—:
¿T'acuerdas
de Cocoa, esa con la que se fugó Clyde?

—¡Uf! ¿Cómo iba a olvidarme de ella?

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