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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (31 page)

BOOK: Criadas y señoras
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Me levanto y le doy una patada a la bolsa, pero la cucaracha no aparece. Vuelvo a mi cuaderno e intento escribir mis oraciones, pero estoy demasiado preocupada por Miss Hilly, preguntándome qué habrá querido decir con eso de «Lo he leído».

Al cabo de un rato, la imaginación me lleva a un terreno al que no quería llegar. Sé muy bien lo que sucederá si las blancas descubren que he estado escribiendo sobre ellas, contando la verdad sobre sus vidas. Las mujeres no son como los hombres. Una señorita no te va a dar una tunda con un bate de béisbol. Miss Hilly no me apuntará con una pistola, ni Miss Leefolt vendrá a quemarme la casa.

No. A las mujeres blancas no les gusta ensuciarse las manos. Por el contrario, tienen una cajita de utensilios afilados como las uñas de una bruja, bien ordenados y dispuestos con precisión, como los tornos en la bandeja de un dentista, y no dudan en emplearlos.

Lo primero que hará una mujer blanca es despedirte. Aunque te afecte perder tu empleo, te imaginas que podrás encontrar otro trabajo cuando las cosas se calmen y la gente se olvide de lo que pasó. Lo más normal es que tengas ahorros para pagar el alquiler de un mes, y tus amigas te ayudarán trayéndote potajes de calabaza.

Pero luego, una semana después de que te hayas quedado sin empleo, encontrarás un sobrecito amarillo pegado a la puerta de tu casa. Dentro habrá un papel donde leerás: «Aviso de desahucio». Todos los caseros de Jackson son blancos, y todos ellos tienen una esposa blanca que es amiga de alguien. Entonces empezarás a asustarte. Todavía no habrás encontrado un nuevo trabajo, porque cada vez que lo intentas, te dan con la puerta en las narices. Ahora, además, no tienes un lugar donde vivir.

A partir de ahí, las cosas se acelerarán:

Si todavía estás pagando tu coche, te lo quitarán.

Si tienes alguna multa de aparcamiento, irás a la cárcel.

Si tienes una hija, puedes irte a vivir con ella. Seguramente, tu hija sirva en casa de una familia blanca. Al cabo de unos días, volverá a casa y te dirá: «¡Mamá! ¡Me han echado!». Se sentirá herida, asustada, no comprenderá la causa. Tendrás que decirle que es por tu culpa.

Por lo menos, su marido todavía trabaja. Por lo menos, pueden dar de comer al bebé.

Luego despedirán al marido. Otra herramienta afilada, brillante y precisa, de las mujeres blancas.

Los dos te apuntarán con el dedo, gritando, preguntándote por qué lo hiciste. Tú ni tan siquiera te acordarás del motivo por el que empezó todo. Las semanas pasarán, sin trabajo, sin dinero, sin casa, sin nada. Esperarás que termine este infierno. Ya te han hecho suficiente daño, ya está cerca el momento de que se olviden de ti.

Entonces llamarán a la puerta de madrugada. No será la mujer blanca, ella no hace ese tipo de cosas. Pero mientras la pesadilla se hace realidad, en medio del fuego, los palos y los navajazos, te darás cuenta de algo que siempre supiste: una mujer blanca nunca olvida.

Y no parará hasta que mueras.

A la mañana siguiente, Miss Skeeter aparca su Cadillac frente a la casa de Miss Leefolt. Tengo las manos sucias de andar despiezando el pollo, los fuegos de la cocina están encendidos y Mae Mobley no para de lloriquear porque se muere de hambre, pero no puedo esperar. Entro en el comedor con las manos pringosas en alto.

Miss Skeeter le está preguntando a Miss Leefolt por una lista de señoritas que van a participar en un comité, y ésta le responde:

—La jefa del comité de bizcochos es Eileen.

—¡Pero si la presidenta del comité es Roxanne! —protesta Miss Skeeter.

—No. Roxanne es la vicepresidenta del comité de bizcochos. La jefa es Eileen —aclara Miss Leefolt.

Me están poniendo de los nervios con esa discusión sobre bizcochos. Me entran ganas de pellizcar a Miss Skeeter con mis dedos sucios de pollo, pero sé que lo mejor es no interrumpirlas. No mencionan el asunto de la mochila en ningún momento.

Antes de que me dé cuenta, Miss Skeeter se ha marchado y no he tenido oportunidad de hablar con ella.

¡Demonios!

Esa noche, después de la cena, la cucaracha y yo nos observamos desde un rincón al otro de la cocina. Es grande, medirá tres o cuatro centímetros, y muy negra, más que yo. Hace un sonido agudo con las alas. Tengo el zueco preparado en la mano.

El teléfono suena y las dos damos un respingo.

—Hola Aibileen —dice Miss Skeeter, y escucho una puerta cerrarse al otro lado de la línea—. Perdona por llamarte tan tarde.

—Menos mal que ha
llamao
—respiro aliviada.

—Sólo llamaba para ver si has conseguido... algo con las otras criadas.

Miss Skeeter está rara, su voz suena tensa. Estos últimos días, se la notaba feliz como una mariposa de lo enamorada que está. Se me acelera el corazón, pero no empiezo a preguntarle las cosas que quiero saber, no sé muy bien por qué.

—Se lo pedí a Corrine, la que trabaja
pa
la familia Cooley, pero me dijo que no. También a Rhonda y a su hermana, que sirve en casa de los Miller... pero las dos lo rechazaron.

—¿Y Yule May? ¿Has hablado con ella últimamente?

Me pregunto si ésta será la causa por la que Miss Skeeter habla de un modo tan extraño. Bueno, es cierto que he mentido. Hace un mes le dije que había pedido a Yule May que colaborara con nosotras cuando en realidad no lo hice. No es porque no la conozca bien. Es que Yule May es la criada de Miss Hilly Holbrook, y todo lo que tenga relación con esa mujer me da pánico.


Pos
no, hace tiempo que no hablo con ella. Puedo
volvé
a intentarlo —le miento, muy a mi pesar.

Empiezo a dar vueltas al lápiz entre los dedos, dispuesta a contarle lo que escuché decir a Miss Hilly.

—Aibileen —la voz de Miss Skeeter suena ahora temblorosa—, tengo que decirte una cosa.

Miss Skeeter permanece en silencio, como en esos terribles instantes antes de que se desate un tornado.

—¿Qué pasa, Miss Skeeter?

—Me... me dejé la mochila en la sede de la Liga de Damas y Hilly la recogió.

Parpadeo, como si no hubiera oído bien.

—¿La mochila roja?

No contesta.

—Ay... ¡Dios! —exclamo.

Ahora todo empieza a tener sentido.

—Vuestras historias estaban en un bolsillo lateral cubierto por una solapa. Creo que lo único que Hilly ha visto es el librito con las leyes Jim Crow que saqué de la biblioteca... pero no lo puedo asegurar.

—¡Ay, Miss Skeeter! —digo, cerrando los ojos.

Señor, ayúdame, ayuda a Minny.

—Lo sé, lo sé —dice Miss Skeeter, y solloza al aparato.

—Está bien, no pasa
na...

Intento tragarme mi enfado, diciéndome que fue un accidente. Echarle la culpa no servirá de nada ahora.

Pero aun así...

—Aibileen, lo siento muchísimo.

Por unos segundos, no escucho más que los latidos de mi corazón. Muy despacito, asustado, mi cerebro empieza a analizar los pocos datos que me ha dado, comparándolos con lo que yo ya sabía.

—¿Cuánto hace que sucedió esto? —le pregunto.

—Tres días. Quería saber qué ha descubierto antes de decírtelo.

—¿Ha
hablao
con Miss Hilly?

—Sólo un momento, cuando pasé a recoger la mochila. Pero he hablado con Elizabeth y con Lou Anne, y con otras cuatro buenas amigas de Hilly. Ninguna ha aludido al tema. Por eso... por eso te preguntaba si habías hablado con Yule May. Igual ella ha oído algo en el trabajo.

Tomo aire, deseando no tener que decirle esto:

—Yo misma he oído algo. Ayer, Miss Hilly se lo estaba contando a Miss Leefolt.

Miss Skeeter se queda callada. Tengo la impresión de que de un momento a otro una piedra va a atravesar la ventana de mi casa.

—Le contó que su
marío
iba a presentarse a las elecciones, que
usté
simpatizaba con la gente de
coló
y dijo... que había
leío
una cosa.

Al pronunciar estas palabras, todo mi cuerpo se estremece. Sigo meneando el lápiz entre los dedos.

—¿Mencionó algo sobre las criadas? —pregunta Miss Skeeter—. Es decir, ¿estaba enfadada sólo conmigo o mencionó también a Minny?

—No, sólo habló de
usté.

—Vale.

Miss Skeeter suspira al teléfono. Parece molesta, pero no tiene ni idea de lo que nos puede pasar a Minny y a mí. No conoce los afilados utensilios que emplean las mujeres blancas. No sabe nada de las llamadas a la puerta de madrugada ni de esos blancos que andan esperando, con los bates y las cerillas listos, a que alguien de color se meta con uno de los suyos. Cualquier excusa es suficiente para que se pongan manos a la obra.

—No puedo asegurártelo, claro, pero... si Hilly supiera algo sobre nuestro libro, sobre ti o, en especial, sobre Minny, ya se habría enterado toda la ciudad —dice Miss Skeeter.

Reflexiono sobre esto, deseando que tenga razón.

—Es
verdá,
Minny Jackson no le cae
na
bien.

—Aibileen —prosigue Miss Skeeter, y puedo advertir por el tono roto de su voz que se está volviendo a derrumbar—, podemos dejarlo. Si quieres que abandonemos esto del libro lo entenderé perfectamente.

Si le digo que no quiero seguir, todo cuanto he estado escribiendo y lo que todavía me falta por escribir nunca será dicho. ¡No! No quiero dejarlo. Me sorprende la firmeza de mi resolución.

—Si Miss Hilly se ha
enterao
ya, no hay
na
que podamos
hacé
—digo—. Dejarlo ahora no nos va a salvar.

No veo, escucho ni huelo a Miss Hilly durante los siguientes dos días. Incluso cuando no tengo un lápiz entre las manos, mis dedos siguen meneándolo, en el bolsillo, en la encimera de la cocina, o tamborileando sobre la mesa. Tengo que descubrir qué tiene Miss Hilly en la cabeza.

Miss Leefolt ha dejado tres mensajes a Yule May para Miss Hilly, que se pasa todo el día en el despacho de Mister Holbrook, el cuartel general de la campaña, como lo llama Hilly. Miss Leefolt suspira y cuelga el teléfono. Parece que no supiera cómo hacer funcionar su cerebro sin que Miss Hilly pulse los botones de pensar. Chiquitina me ha preguntado ya diez veces cuándo va a venir Heather otra vez para jugar con ella en la piscina. Supongo que cuando crezcan se harán buenas amigas y Miss Hilly les enseñará cómo son las cosas. Esa tarde, estamos todas en casa, mano sobre mano, preguntándonos cuándo se pasará por aquí Miss Hilly.

Al cabo de un rato, Miss Leefolt sale para ir a la mercería. Dice que quiere hacer una cubierta para algo, pero no sabe el qué. Mae Mobley me mira y sé que ambas pensamos lo mismo: «Esta mujer nos haría una funda para taparnos a nosotras si la dejaran».

Ese día me tengo que quedar en el trabajo hasta muy tarde. Le doy la cena a Chiquitina y la acuesto, porque Mister y Miss Leefolt han salido al Lámar a ver una película. Mister Leefolt había prometido a su mujer que la llevaría al cine, y ella le tomó la palabra, aunque sólo podían llegar a la última sesión. Cuando regresan a casa, bostezan mientras se escucha el canto de los grillos. Si estuviéramos en otra casa, me quedaría a dormir en el cuarto del servicio, pero en ésta no tienen. Me hago un poco la remolona mientras recojo mis cosas, para ver si Mister Leefolt se ofrece a llevarme a casa, pero el hombre se marcha directamente a la cama.

Ya en la oscuridad de la calle, voy andando hasta Riverside, que queda a unos diez minutos. Desde allí sale un autobús nocturno para los obreros de la potabilizadora. Corre suficiente aire para mantener a raya a los mosquitos. Me siento sobre la hierba del parque, bajo una farola. Al cabo de un rato, llega el autobús. Sólo hay cuatro pasajeros, dos de color y dos blancos, todos hombres. No conozco a ninguno. Me siento junto a la ventanilla detrás de un señor negro y delgado de mi edad, que lleva traje y sombrero marrones.

Cruzamos el puente y pasamos junto al hospital para gente de color, donde el autobús da la vuelta. Saco mi cuaderno de oraciones para poder escribir algo en el trayecto. Me concentro en Mae Mobley, intentando apartar a Miss Hilly de mi mente. «Señor, muéstrame cómo enseñar a Chiquitina a ser amable, a amar a los demás y a sí misma, mientras esté a tiempo...»

Levanto la mirada. El autobús se ha detenido de repente en medio de la carretera. Me asomo al pasillo y veo, a unas manzanas de distancia, luces azules que brillan en la oscuridad y gente juntándose. La calle está cortada.

El conductor blanco mira al frente, para el motor del vehículo y mi asiento deja de temblar. Tengo una sensación extraña. El hombre se ajusta su gorra de conductor y baja de un salto de su asiento.

—Quédense aquí, voy a ver qué pasa.

Permanecemos en silencio, esperando. Oigo los ladridos de un perro, no uno doméstico, sino uno de esos que ladran a la gente. Pasados cinco minutos, el conductor regresa al autobús y pone en marcha el motor. Toca el claxon, hace un gesto por la ventanilla y empieza a retroceder muy despacio.

—¿Qué pasa ahí? —pregunta el hombre de color que está delante de mí.

El conductor no contesta y sigue reculando. Las luces se van reduciendo de tamaño y los ladridos, apagándose en la distancia. El conductor gira en Farish Street y se para en la siguiente esquina.

—Última parada para la gente de color. Todos abajo —grita, mirando por el retrovisor—. Los blancos, díganme adonde van y les acercaré todo lo que pueda.

El hombre de color me mira. Supongo que a los dos no nos sienta muy bien esto, pero se incorpora, y yo hago lo mismo. Lo sigo por el pasillo hasta la puerta del autobús. Hay un silencio aterrador, sólo se oye el ruido de nuestros pasos.

Un blanco se inclina hacia el conductor y le pregunta:

—¿Qué ha pasado?

Bajo las escaleras del autobús detrás del hombre de color. A mi espalda, oigo que el conductor responde:

—No sé, parece que se han cargado a un negro. ¿Adónde se dirige?

La puerta se cierra con un silbido. Ay, Dios, que no sea alguien conocido.

En Farish Street no se oye ni una mosca. No hay nadie, sólo nosotros dos. El hombre me mira y me pregunta:

—¿Se encuentra bien, mamita? ¿Su casa está cerca?

—Estoy bien,
grasias.
Vivo aquí al
lao.

Mi casa queda a siete manzanas.

—¿Quiere que la acompañe?

Me encantaría, pero niego con la cabeza y le digo:

—No,
grasias,
no hace falta.

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