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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (11 page)

BOOK: Crepúsculo en Oslo
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—Por supuesto que no podemos acordar eso —dijo Inger Johanne—. Todavía no. Pero estoy de acuerdo. Aunque las similitudes son muchas, no son de tal carácter que… Los asesinatos no gritan exactamente «crimen en serie».

—Me preguntaba… —comenzó Sigmund, y se sonrojó como un adolescente repleto de preguntas sin respuesta sobre la vida sexual.

Se rascó el muslo y ladeó la cabeza con torpeza. Por un momento estuvo guapo, pensó Inger Johanne. Echó agua en la cafetera, llenó una jarrita de leche y sacó un cuenco con azúcar moreno.

—Te preguntabas… —intervino Yngvar.

—Sólo quería saber. —Sigmund lo intentó de nuevo—. Cómo el perfilado este, el
profiling

No conseguía decidirse ni por el noruego ni por el inglés y se pellizcó las aletas nasales con el pulgar y el índice.

—Puedes decir perfilado perfectamente —dijo Inger Johanne—.
Profiling
suena un poco…, a novela policiaca. ¿No te parece?

Se sirvió demasiado café, así que tuvo que acercar la boca a la taza y pegarle un sorbo al líquido ardiente antes de atreverse a levantarlo.

—¡Ay! ¡Ay! —Sigmund se restregó el labio superior con fuerza y siguió farfullando—: Nosotros también sabemos bastante. Bastante. Pero ya que lo has aprendido en el FBI y eso, del jefazo aquel, pensé que…

—Leche —le interrumpió Yngvar, sirviéndole sin que nadie se lo pidiera hasta que se desbordó el café—. ¿Azúcar? ¡Aquí!

—Perfilado pueden ser muchas cosas —dijo Inger Johanne pasándole un trapo a Sigmund—. Cualquier asesinato contiene por lo general elementos que indican los rasgos de carácter del culpable. Los perfilados se usan en todas las investigaciones, en realidad. Sólo que no se usa el concepto.

—¿Quieres decir —dijo Sigmund, secando sin ton ni son el banco y desparramando la leche del café— que cuando encontramos a un hombre en su propia casa, llena de basura, y con un cuchillo en la ingle, y el tipo que llamó a la policía está llorando en un rincón borracho como una cuba no formamos un perfil? ¿Un tipo de perfil de los de «el autor de los hechos se ha peleado con un pariente estando borracho y resulta que había allí un cuchillo tirado y que él no tenía intención de matarlo y que se arrepiente una barbaridad y que seguramente hubiera llamado luego a pedir ayuda»?

Inger Johanne se rio de corazón y secó con un papel los restos del líquido marrón claro.

—Como si lo hubiera dicho yo misma —dijo—. Y el perfil que acabas de describir es tan común y tan fácil de construir que os lleva unos treinta segundos llegar a la conclusión de que el borrachín del rincón es el culpable. Pero supongo que no tenéis muchos casos de esos, Yngvar y tú. La Kripos se ocupa de peores misterios.

—Pero Inger Johanne —dijo Sigmund, ya emocionado—, supongo que analizas cada caso descomponiendo…

—Se analiza el modo —lo ayudó Inger Johanne—. Se descompone, como dices tú, el acto criminal en sus componentes simples. Después llevamos a cabo una deducción a partir de los factores simples, además de la impresión de conjunto. En el análisis se le da peso al pasado y entorno de la víctima, a su conducta previa, tanto subjetiva como objetivamente, y al propio acto criminal. Una ardua labor. Y…, casi no hay otra ciencia tan insegura, tan difícil y tan poco de fiar como la de establecer un perfil.

La taza echaba vapor, a Inger Johanne se le empañaban las gafas.

—Lo que estás describiendo es en el fondo lo mismo que la investigación táctica —dijo Sigmund frunciendo el ceño.

Inger Johanne asintió y añadió:

—Puede parecérsele. La diferencia consiste principalmente en que la investigación táctica, en mayor grado que el perfilado, se atiene a…, cómo decir…, hechos incontrovertibles. Los perfiladores muchas veces son psicólogos. Pero mientras que el objetivo de un investigador táctico es encontrar al autor de los hechos, la tarea de un perfilador consiste en encontrar un modelo psicológico del criminal. En este sentido, el perfil no es más que un medio de apoyo para la investigación táctica.

—Así que si tuvieras que decir algo sólo sobre el asesinato de Fiona Helle… —dijo Sigmund, se le habían formado rosetones en las mejillas por la agitación—, olvidando por un momento completamente a Vibeke Heinerback, ¿qué dirías?

Inger Johanne le echó un ojo a Sigmund por encima de la taza.

—No estoy segura —dijo lentamente—. Todo resulta muy… poco noruego. No me gusta la expresión, porque ya han pasado los tiempos en que podíamos decir que estábamos a salvo de crímenes grotescos de este tipo. Pero de todos modos… —inspiró profundamente, bebió y prosiguió pasados unos segundos—, pues supongo que diría que se puede ver el contorno de dos perfiles bastante diferentes. Empezando por los rasgos comunes: el asesinato de Fiona Helle estaba bien planeado. Resulta bastante evidente que estamos hablando de un acto premeditado, es decir, de una persona capaz de proyectar hasta el último detalle la muerte de otra. No creo que la cestita de papel pudiera tener más función que la de albergar la lengua rebanada. Encajaba perfectamente. Que alguien pensara en cortarle la lengua a una persona, sin matarla antes, probablemente podemos descartarlo totalmente. El momento del crimen también era el adecuado. El martes por la noche. Todo el mundo sabía que Fiona Helle siempre estaba sola esa noche. Además, en varias ocasiones, se había jactado de que el Lørenskog era «un oasis de paz fuera del ajetreo de la gran ciudad»…

Dibujó en el aire unas comillas con dos dedos.

—Toda una expresión —dijo Yngvar.

—Y bastante idiota eso de contarle a todo el mundo que no había motivos para cerrar las puertas en el pequeño callejón sin salida, ya que todos cuidaban de todos y nadie era malo. —Sigmund resopló y prosiguió—: Ese comentario empujó a los chicos de Rommerike a llamar a la señora. Para advertirle, simple y llanamente. Pero la puerta seguía abierta de par en par. Había dicho algo del tipo «no ceder ante las fuerzas malignas». Por Dios…

Murmuró algo inaudible dentro de la taza de café.

—En todo caso —dijo Inger Johanne agarrando un cuaderno de dibujo que Yngvar había encontrado en la caja roja de juguetes de Kristiane—. El asesinato fue premeditado. Eso ya nos hace avanzar un buen trecho. —Apoyó los codos sobre el alto banco—. Hay base para sacar aún otra conclusión segura. Sostengo que un asesinato como éste nos revela un odio intenso. Tanto la premeditación, es decir, la firme determinación criminal que ha demostrado el autor de los hechos, como el método…

Surgió un breve silencio. Inger Johanne frunció la frente, casi imperceptiblemente, y giró el oído izquierdo hacia la entrada.

—No ha sido nada —dijo Yngvar—. Nada.

—Estrangular a una persona, atarla, cortarle la lengua… —Inger Johanne hablaba ahora a media voz, tensa y todavía a la escucha—. Odio —concluyó—. Pero a partir de ahí surgen los problemas. El dramatismo, la lengua dividida, el «origami»…, la escena entera, en realidad… —El lápiz rojo dibujaba lentamente círculos sobre el papel—. Puede ser una tapadera. Teatro. Camuflaje. El simbolismo clama al cielo por su banalidad, es tan…

—Infantil —propuso Sigmund.

—Si quieres —aceptó Inger Johanne—. Tan sencillo, en todo caso, que casi podría parecer un
cover-up
. Puede que tuviera la intención de aturdir. En ese caso estaríamos hablando de una persona excepcionalmente retorcida. Que además debía de odiar a Fiona Helle con considerable intensidad. Y así no hemos llegado más que a…

—Al principio, de nuevo —dijo Yngvar, abatido—. Pero ¿qué pasa si el simbolismo va en serio?

—Por Dios… ¿Acaso los indios no usaban la expresión literalmente? ¿«El hombre blanco habla con dos lenguas»? Si asumimos que el asesino mutiló el cadáver para decirle algo al mundo, tiene que significar que Fiona Helle no era quien aparentaba ser. Que era una mentirosa. Una traidora. Según él, claro. Según el asesino. Que en este perfil tan difuso y, por tanto tan inservible, me temo que parece… loco como una regadera.

—Una pena… —dijo Sigmund bostezando ruidosa y visiblemente— que no seamos capaces de encontrar más que minucias en su vida. Ningún conflicto grande. Algo de envidia por aquí y por allá, era una señora de éxito. Una bronca con Hacienda hace un par de años. Un conflicto con el vecino por un abeto que robaba la luz del despacho de Fiona. Nimiedades. Por cierto, talaron el árbol sin que el caso llegara a un juzgado.

—Resulta llamativo que no… —comenzó Inger Johanne, y se interrumpió a sí misma—: ¿Y ahora?

Su temor era visible al mirar a Yngvar.

—No es nada —dijo él una vez más—. Relájate. Está durmiendo.

Inger Johanne había accedido a que Ragnhild durmiera en el dormitorio, al menos cuando tuvieran visitas.

—Resulta llamativo —repitió vacilante— que no encontréis nada turbio en la vida de Fiona Helle. Muy llamativo. Tenía cuarenta y dos años. Se os tiene que haber escapado algo.

—¿Por qué no pruebas tú? —dijo Sigmund, visiblemente ofendido—. Hemos tenido quince hombres trabajando en esto varias semanas y el resultado es nulo. ¿No podría ser que la señora simplemente fuera un modelo de virtud?

—Los modelos de virtud no existen —dijo Inger Johanne sin humor.

—Pero ¿y el perfil?

—¿Qué perfil?

—El que ibas a hacer —aclaró Sigmund.

—No puedo hacer el perfil de quien mató a Fiona Helle —dijo Inger Johanne, que se bebió el resto del café de un sorbo—. No con seriedad, al menos. Nadie puede hacerlo. Pero puedo daros un buen consejo. Buscad las mentiras de su vida. Encontrad la mentira. Y quizá no necesitéis ningún perfil. Entonces tendréis al tipo.

—O a la tipa —dijo Yngvar con una débil sonrisa.

Inger Johanne no se dignó contestar. En vez de eso, salió de puntillas hacia el dormitorio.

—¿Siempre se preocupa tanto? —susurró Sigmund.

—Sí.

—Yo no lo habría aguantado.

—Pero si tú apenas ves a tu familia —le recordó Yngvar.

—Corta el rollo. Estoy más en casa que la mayoría de la gente que conozco.

—Cosa que tampoco dice gran cosa.

—Eres medio bobo.

—Idiota —le sonrió Yngvar—. ¿Más café?

—No, gracias. Pero eso de ahí…

Sigmund señalaba hacia el final del banco, donde una botella brillaba amarronada a la luz de las velas del candelabro del cerco de la ventana.

—¿No vas a conducir?

—La parienta tiene el coche. Una reunión de padres, o algo así.

—Ya ves.

Yngvar agarró dos copas de coñac sobredimensionadas y las sirvió.

—Salud —dijo Sigmund.

—No tenemos gran cosa por la que brindar —dijo Yngvar, y le pegó un sorbo.

Las garras de
Jack
rascaron el parqué. El animal se paró en seco en medio del cuarto y se estiró a la par que bostezaba largamente.

—No me digas que no parece que se está riendo —murmuró Sigmund.

—Creo que eso es lo que hace —dijo Yngvar—. De nosotros, quizá. De nuestras preocupaciones. Ése no piensa más que en comida.

El perro meneó levemente la cola y se fue para la cocina. Se puso a lloriquear ante la puerta de la basura. Aplastaba el hocico contra el suelo, para comerse a lametazos, ávidamente, las manchas de grasa y las migas.

—La comida la tienes en tu cuenco —dijo Yngvar—. ¡Guau!

Jack
ladró agudamente y le gruñó a la puerta de la basura.

—No lo excites, anda. ¡Calla,
Jack
!

Inger Johanne volvió con Ragnhild despierta en brazos.

—Sabía que había oído algo —dijo, sin ocultar el tono triunfal de su voz—. Está mojada. La puedes cambiar. ¡
Jack
! ¡Ve a acostarte!

—La niñita de su papá —murmuró Yngvar, cogiendo cariñosamente a su hija en brazos.

—Nuestra niña bonita está mojada.

—Está hecho un flan —le dijo Sigmund a Inger Johanne.

—Ser buen padre, se llama a eso —apuntó ella, sonrió y siguió a Yngvar con los ojos cuando desapareció hacia el baño.

Jack
los siguió con las orejas gachas. Se detuvo junto a la pared de separación con el salón, y le echó aún otra mirada suplicante a Inger Johanne.

—Acuéstate —dijo ella, y el perro desapareció.

Del primer piso subía música atenuada. La mitad del sonido desaparecía con el aislamiento del suelo. Los golpes del bajo eran lo único que llegaba hasta arriba, Inger Johanne frunció la nariz antes de ponerse a llenar el lavavajillas.

—Se oye bastante —constató Sigmund sin hacer ademán de irse—. ¿Puedo o qué? Señaló la botella de coñac.

—Sí, sí. Por supuesto. Sírvete.

La música subía cada vez más.

—Debe de ser Selma —murmuró Inger Johanne—. Una adolescente. Sola en casa, me imagino.

Sigmund sonrió y metió la nariz en la copa. Se estaba relajando, pensó con sorpresa. Había algo en el ambiente de la casa, en el tono, la luz, los muebles. Había algo en Inger Johanne. En el trabajo se murmuraba que era muy estricta. Se equivocaban, pensó Sigmund, mojando su labio dolorido en el alcohol. La quemadura le picaba agradablemente y bebió.

Inger Johanne no era estricta. Era fuerte, pensó Sigmund, a pesar de que era evidente que se preocupaba demasiado por el bebé. Quizá no fuera tan extraño, teniendo en cuenta lo rarilla que era la mayor de las niñas, una cría particular y enclenque, que aparentaba tres años menos de los que tenía en realidad. Yngvar se la había llevado al trabajo un par de veces, era capaz de matar del susto a cualquiera. Tan pronto se comportaba como una niña de tres años, como decía algo que podía haber salido de la boca de un estudiante universitario. Al parecer le pasaba algo en el cerebro. Algo que no sabían qué era.

A Sigmund siempre le había gustado Yngvar. Le gustaba pasar el rato con aquel hombre mayor que él. Pero de todos modos, rara vez tenían trato en su tiempo libre. Justo después del accidente, por supuesto, cuando la hija de Yngvar cayó sobre la madre al intentar limpiar los canalones y ambas murieron, Sigmund había estado ahí, claro. Recordaba la luz del sol bajo a través de las copas de los árboles, los dos cadáveres en el jardín, Yngvar que no decía nada, que no lloraba, que no hablaba. Simplemente se quedó de pie, con su nieto llorando en brazos, como si fuera la mismísima vida lo que estaba apretujando y casi aplastando.

—¿Seguís teniendo a Amund los fines de semana? —preguntó Sigmund de pronto.

—En principio lo tenemos fin de semana sí, fin de semana no —dijo Inger Johanne, sorprendida por la pregunta—. Pero ahora, con el bebé y todo esto… Al principio supongo que era más bien un arreglo para aligerar la carga del yerno de Yngvar.

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