Corsarios Americanos (41 page)

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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

BOOK: Corsarios Americanos
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Oyó a los grupos de hombres formando en la cubierta inferior y el sonido estridente de las hojas de los machetes con que se armaban. Balleine, el segundo del contramaestre, se situó junto al cabullero del mástil mayor y repartió las lanzas de abordaje a todos los hombres que pasaban por su lado.

Bolitho se puso sin darse cuenta a expresar en voz alta sus propios pensamientos:

—Colisionaremos proa con proa —dijo antes de empuñar su sable curvado y agitarlo sobre su cabeza—. Queda poco tiempo. ¡Abandonen la batería de babor! ¡Síganme!

Una bala solitaria penetró con un estampido por la porta de un cañón y arrancó la cabeza de un marino que se aprestaba a obedecer. El cuerpo descabezado permaneció unos instantes en pie, tambaleándose, como si quisiera decidir qué hacer a continuación. Luego cayó y fue inmediatamente olvidado por el tropel de marinos que, entre maldiciones y gritos de hurra, se abalanzaban hacia el castillo de proa sin otra cosa en la mente que no fuese la batería de velas agujereadas del costado y el rojizo resplandor de los disparos de mosquete.

Bolitho no dejaba de mirar. Vigilaba la aparición del afilado bauprés del otro barco, que apareció por entre la humareda y embistió por encima del castillo de proa y su roda como si nada pudiese detenerle. Grupos de soldados enemigos se habían situado ya allí y disparaban contra las cubiertas del
Trojan
, blandiendo sus armas, al tiempo que el mascarón de proa situado bajo él parecía vigilar la escena con su ceño amenazador.

Una violenta convulsión subrayó la colisión de ambos cascos. Los hombres del
Trojan
se precipitaron para rechazar a hachazos y golpes de lanza a los atacantes. Más atrás, los soldados de D'Esterre castigaban con sus disparos el alcázar y la toldilla del adversario.

Bolitho saltó por encima del cuerpo de un marino caído y gritó:

—¡Ahí vienen!

Un marino francés intentó trepar sobre el molinete del cabrestante, pero un certero golpe dado con una cabilla le tumbó en el suelo, antes de que la embestida de una lanza le arrojase por la borda y le hiciera caer entre los dos cascos.

Bolitho se encontró cara a cara con un joven teniente enemigo. Su brazo derecho alzó el sable. Las dos hojas describieron cautelosos círculos a pesar de la urgencia de la batalla, febril y sin piedad a su alrededor.

El oficial francés se lanzó al ataque; sus ojos se abrieron, aterrorizados, cuando se percató de que Bolitho se había hecho a un lado y apartaba su brazo de un sablazo. La manga de la casaca se desgarró dejando surgir un chorro de sangre similar a pintura.

Bolitho dudó un momento y luego atizó un sablazo sobre la clavícula del adversario. El francés murió antes de que su cuerpo tocase el agua que desfilaba junto al casco.

Ya llegaban otros grupos de hombres de refuerzo. Cuando se volvió, sin embargo, vio que Quinn permanecía junto a sus cañones y no parecía tener intención de volver a moverse.

El humo que giraba envolvió a los jadeantes y esforzados hombres. Enseguida Bolitho comprendió que el viento arreciaba y empujaba los cascos de los navíos enlazados a un mortal abrazo.

Una nueva figura bloqueó su camino. Otra vez el choque de los aceros volvió a dominarlo todo.

Observó el semblante del hombre con total ausencia de emoción. Detenía sus embestidas y probaba su fuerza, resignado a recibir un sablazo en el estómago en el momento en que perdiese el equilibrio.

Notaba la presencia de otros combatiendo a su lado. Ahí estaban Raye, de los infantes de marina, y Joby Scales el carpintero, que blandía una enorme maza; también Vario, el marinero desengañado del amor; Dunwoody, el hijo del molinero, y, por supuesto, Stockdale, cuyo machete recibía castigos de todos los lados.

Algo le golpeó la parte trasera de la cabeza; enseguida notó la sangre que descendía por su cogote. Pero el dolor le ayudaba a agudizar la guardia, obligándole a examinar los movimientos de su adversario con mayor desapego.

Un marino agonizante se derrumbó gimoteando sobre el otro hombre, que se vio forzado a desviar su mirada hacia la derecha. Su deslumbramiento duró sólo un segundo, no más que un parpadeo de sus ojos hacia el brumoso resplandor del sol. Pero fue suficiente, pues Bolitho se abalanzó por encima del cadáver, la hoja de su sable todavía sanguinolenta, para dirigir a sus hombres alrededor del castillo de proa. Ni tan sólo recordaba haber hundido la hoja de su arma en la carne del adversario.

Alguien resbaló sobre un charco de sangre y se precipitó sobre su espalda. El mismo cayó con los brazos abiertos, pero no perdió el sable gracias a la correa que sujetaba la empuñadura a su muñeca.

Todavía luchaba por ponerse en pie cuando vio con asombro un brillo de agua bajo sus pies. Dirigió hacia abajo la mirada, y observó que se ensanchaba. Los dos barcos se estaban separando.

Los atacantes franceses se habían dado ya cuenta de ello. Algunos trataron de saltar y agarrarse al bauprés que les sobrevolaba, mientras otros decidieron saltar y cayeron de cabeza al agua para reunirse con la masa de cadáveres flotantes y hombres que nadaban con frenesí.

Unos cuantos alzaron los brazos en un intento de rendición, pero cuando un infante de marina cayó alcanzado por el disparo de un tirador, fueron empujados a golpes por la borda.

Bolitho, notando que las fuerzas le abandonaban a gran velocidad, se agarró a la borda en un intento de mantenerse en pie. Algunos cañones continuaban escupiendo su fuego a discreción, pero el combate había terminado. Ya portaban las velas del
Argonaute
, que lentamente empezó a apartarse y tomar arrancada mientras su popa se aproximaba a la toldilla del
Trojan
con el movimiento de una bisagra.

Bolitho se dio cuenta entonces de que yacía sobre su espalda mirando hacia el cielo, que parecía brillar con una claridad y un azul sorprendentes. Tan limpio y tan lejano, además. Sus pensamientos volaban a la deriva como el humo y los dos navíos malheridos.

Adivinó que una sombra se inclinaba sobre él. Se trataba de Stockdale que, arrodillado a su costado, le observaba con su cara magullada y repleta de ansiedad.

Intentó explicarle que estaba bien, que simplemente necesitaba descansar un momento.

Una voz gritó desde no sabía dónde:

—¡Conduzcan al señor Bolitho al sollado, de inmediato!

Enseguida trató de protestar, pero el esfuerzo era excesivo y perdió el conocimiento.

Bolitho abrió los ojos y pestañeó rápidamente tratando de ver con más claridad. A medida que el dolor retornaba a su cabeza comprendió que estaba en las profundidades del sollado, lugar en el que sólo en los momentos de mejor luz reinaba una media penumbra. Iluminado ahora por varios fanales que oscilaban al ritmo del pesado balanceo del navío, más los que los hombres movían de un lado para otro, era como asistir a una escena del infierno.

Se hallaba recostado contra las gruesas tablas del
Trojan
, que a través de la tela de su camisa le transmitían los esfuerzos que hacía el casco por surcar trabajosamente el alto oleaje. A medida que sus ojos se acostumbraban a la escasa luz pudo ver todo el espacio, desde la enfermería hasta el pañol colgante, abarrotado de hombres heridos. Algunos, tumbados e inmóviles, debían de estar ya muertos. Otros se agitaban en movimientos de vaivén, encogidos como animales aterrorizados que se protegían de su propio dolor.

En el centro mismo de la estancia, y bajo el mayor grupo de fanales, trabajaba Thorndike rodeado de sus asistentes. Un silencio lúgubre rodeaba al marinero inconsciente ante el que se agrupaban. Uno de los muchachos aprendices del cirujano pasó como una exhalación cargado con un balde del que sobresalía un brazo amputado.

Bolitho acercó la mano a la parte trasera de su cabeza y palpó su cogote. Varias costras de sangre seca cubrían la sección, donde se notaba un bulto del tamaño de un huevo. Una sensación de alivio relajó de pronto los tensos músculos de su estómago y, como una inundación, alcanzó sus ojos en forma de lágrimas que surcaron sus mejillas. Se avergonzó de sí mismo viendo que una nueva figura inconsciente era transportada a la mesa de operaciones mientras varias manos arrancaban a toda prisa los jirones de sus ropas chamuscadas. Temblaba del miedo a lo que le pudiese suceder, pero comparado con aquel hombre que lloraba y suplicaba al cirujano, él se hallaba ileso.

—¡Tenga piedad, señor! —Tan fuera de sí estaba el sollozante marino que el resto de la sala olvidó sus dolores y le prestó su atención.

Thorndike, que hurgaba en un armario, se dio la vuelta y enjuagó sus labios. Su semblante estaba completamente transformado y sus manos, al igual que su largo delantal, aparecían cubiertas de sangre.

—Lo siento.

Thorndike hizo un gesto a su asistente, y Bolitho por primera vez descubrió la pierna destrozada del paciente; reconoció en él a uno de sus propios servidores de cañón a quien la pieza había alcanzado al volcarse.

—¡Mi pierna no, señor! —continuaba suplicando.

Alguien le puso una botella en los labios y, en cuanto el hombre dejó caer su cabeza hacia atrás, entre las toses y el atragantamiento del ron puro, otra mano embutió entre sus dientes una gruesa correa de cuero.

Bolitho vio el resplandor de la hoja del cuchillo y volvió su rostro. No era justo que un hombre tuviese que sufrir así, que aullase y se atragantase en sus propios vómitos rodeado de otros compañeros de sollado que le observaban en aturdido silencio.

—Demasiado tarde —soltó tajante Thorndike—. Súbanlo a cubierta. —Luego alcanzó de nuevo la botella, bebió un trago y ordenó—: ¡El siguiente!

Otro marinero se sostenía de rodillas junto a Bolitho mientras alguien le arrancaba las astillas de madera clavadas en su espalda.

Era el vigía del tope del mástil, Buller.

El hombre guiñó un ojo y dijo:

—Yo creo que hoy he salido bien librado, señor. —No dijo más, con eso bastaba.

—¿Se encuentra usted bien, señor? —Ese era el guardiamarina Couzens—. Me manda el primer teniente, señor. —El muchacho vaciló al oír que alguien soltaba un aullido de dolor—. ¡Oh, Dios mío, señor!

Bolitho alargó el brazo:

—Ayúdeme a levantarme. Necesito salir de aquí. —Se puso trabajosamente de pie y se apoyó en el hombro del joven como habría hecho un marino borracho—. Jamás en mi vida podré olvidar esto.

Stockdale salió a su encuentro agachando la cabeza para librarse de los baos del techo. Su semblante estaba surcado por la preocupación.

—¡Déjeme llevarle!

El trayecto hasta la cubierta superior fue por sí solo un nuevo acto de la pesadilla. Tuvieron que cruzar la cubierta inferior, todavía impregnada de humo, los restos de la aterradora batalla sólo medio disimulados por la pintura escarlata de las bordas.

Vio cómo el teniente Dalyell, junto a sus dos guardiamarinas restantes, Lunn y Burslem, discutían con los cabos de cañón las tareas a realizar.

Dalyell corrió hacia Bolitho nada más verle aparecer. Su cara mostraba una gran alegría.

—¡Alabado sea Dios, Dick! ¡Me dijeron que le habían malherido!

Bolitho trató de sonreír pero el dolor de su cabeza le contuvo.

—¡Algo parecido, o peor, había oído sobre usted!

—Cierto. Nos explotó un cañón en las manos. El estampido me dejó conmocionado. De no ser por los hombres de mi dotación, ahora estaría muerto. —Sacudió su cabeza y añadió con tristeza—: Pobre Huss, era un muchacho valeroso.

Bolitho asintió apesadumbrado. Empezaron con nueve guardiamarinas. Uno había ascendido, otro fue hecho prisionero, y ahora un tercero muerto. La cámara de guardiamarinas no iba a rebosar alegría después de aquella jornada.

Dalyell apartó la mirada.

—Todo eso gracias a la estrategia de nuestro gran almirante. Para lo que hemos conseguido, hemos pagado un precio muy alto.

Bolitho continuó su camino hacia la cubierta del combés auxiliado por sus dos acompañantes. Una vez allí se detuvo unos momentos, aspiró con delectación el aire limpio, y se extasió contemplando el cielo cristalino que brillaba más allá del muñón del mastelero caído.

Más hombres heridos eran acarreados hacia el fondo del buque. Bolitho se preguntó cómo Thorndike lograba soportarlo. No paraba de cortar, aserrar, coser. Le sacudió un violento estremecimiento. Otros cuerpos eran arrastrados bajo los pasamanos. Fláccidos y carentes de identidad, a esos no les quedaba otro destino que el establecido por el maestro velero y sus asistentes. Ellos se encargaban de envolverlos en sus hamacas de lona y atarlos a objetos pesados, preparados así para su último viaje. ¿Qué profundidad había dicho Bunce que tenía el agua en aquella zona? Alrededor de mil quinientas brazas, casi tres mil metros. Una zambullida larga y tenebrosa. Aunque acaso allí, en el fondo, hallasen la paz.

Agitó la cabeza y parpadeó para alejar el dolor que le atormentaba. De nuevo se sentía mareado. Debía detener aquello.

Cairns se aproximó.

—Me alegra verle, Dick. —También el primer teniente tenía aspecto cansado y derrotado—. Me iría bien contar con su ayuda —dijo dudando—, si es que se ve usted capaz, claro.

Bolitho asintió. Le emocionaba ver que aquel hombre, abrumado por tantas responsabilidades, aún había hallado tiempo para preguntar por él y pensar en lo que le ocurría en el sollado.

—Me sentará bien.

Se obligó a recorrer con la mirada la cubierta rota y astillada donde no hacía tanto tiempo había estado combatiendo. Yacían volcados cañones, sus piezas revueltas entre enormes amasijos de cordajes, cables y lonas desgarradas. Los hombres se abrían paso entre los desechos con la cautela de los supervivientes después de un naufragio. ¿Cómo podía haber alguien vivo todavía? Dada la destrucción y el caos reinantes en cubierta, parecía imposible.

—¿Qué sabe de James? —preguntó.

La mirada de Cairns era totalmente inexpresiva.

—El cuarto teniente está vivo, tengo entendido. —Tras decir eso golpeó amablemente el brazo de Bolitho y terminó—: Tengo cosas que hacer. Ocúpese usted de ayudar al contramaestre.

Bolitho cruzó hacia la primera división de cañones de dieciocho libras de calibre. Allí había librado él la mayor parte de la batalla. Divisó entonces el
Argonaute
, del cual se veía la popa a unas tres millas por sotavento. Aun reparando el aparejo a toda prisa con los medios disponibles, no iban a lograr dar caza al navío francés.

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