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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Corsarios Americanos (29 page)

BOOK: Corsarios Americanos
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—¡Ya han descubierto los restos de las rampas de embarque de la barcaza! — exclamó Paget—. ¡Es como si desde aquí les oyese cavilar!

Bolitho observó a Paget; a todas luces, hallaba divertida la situación.

Uno de los jinetes descendió de su montura. El perro se dirigió hacia él como si esperase algo. El dueño del perro, obviamente el oficial de rango superior del grupo, acarició la cabeza del animal en un movimiento familiar y automático.

—¿Qué piensa que van a hacer, señor? —preguntó con cautela Fitzherbert.

Paget evitó dar una respuesta inmediata. En vez de eso, dijo:

—Observe esos caballos, D'Esterre. Vea lo mucho que sus pezuñas se hunden en la arena. —La única porción de terreno apisonado era el sendero que conducía al embarcadero de la barcaza—. ¡Imagino que jamás se les ocurrió que algún día ellos podían ser los atacantes de su propio fuerte!

El sargento Shears avisó desde otro extremo del parapeto:

—¡Veo a unos cuantos enemigos en la ladera de la colina, señor!

—Gracias a Dios, desde allí no pueden acertarnos disparando con sus mosquetes. —Paget se frotó las manos—. Ordene a su artillero que coloque un proyectil en el extremo de la calzada. —Miró a Bolitho fijamente antes de añadir—: ¡Ahora mismo!

Rowhurst dio muestras de entusiasmo al oír las órdenes de Paget.

—Eso está hecho, señor.

Con la ayuda de sus hombres, que usaban las picas y los cuadernales para mover la pieza, pronto tuvo el cañón apuntado hacia el húmedo banco de arena más cercano a la tierra firme.

—¡Aparten, muchachos!

Bolitho gritó:

—¡Que mis hombres se mantengan escondidos! ¡Y los de usted, Stockdale, que no asomen sus cabezas!

El estallido del único cañonazo, parecido a un trueno, se reprodujo en sonoros ecos por el recinto del fuerte y la extensión de agua. Manadas de pájaros abandonaron rodeados de escandalosos graznidos las ramas de los árboles cercanos. Bolitho alcanzó a ver la columna de arena levantada por la bala al caer cual puñetazo sobre la playa. Los caballos retrocedieron, asustados y a punto de encabritarse. El perro se puso a correr en círculos, mientras sus ladridos se transmitían frenéticos por encima del agua.

Bolitho sonrió con una mueca y alcanzó el brazo de Rowhurst.

—Carguen de nuevo.

Mientras se retiraba hacia la torre de vigilancia vio cómo Quinn le observaba desde el otro parapeto.

—Muy bien —dijo Paget—. Buen disparo. Con la precisión adecuada para dar a entender que estamos preparados y que no somos demasiado torpes.

Unos momentos después, la voz del sargento Shears volvió a avisar:

—¡Muestran una bandera blanca, señor!

Uno de los jinetes se acercaba al paso hacia la calzada, donde un delgado hilo de humo marcaba todavía el punto donde había caído la bala.

—Señor Bolitho —ordenó seco Paget—. Listos para hacer fuego de nuevo.

—Es una bandera blanca, señor. —Bolitho olvidó por un instante su cansancio y se enfrentó con testarudez a la mirada de Paget—. No puedo ordenar a Rowhurst que dispare sobre ella.

Las cejas de Pagel se alzaron en gesto de sorpresa.

—¿Con qué me viene ahora? ¿Con un destello del sentido del honor? —Se volvió hacia D'Esterre—: Explíqueselo usted.

—Esa gente quiere ponernos a prueba —dijo pausadamente D'Esterre—, para descubrir cuáles son nuestras fuerzas. No son ingenuos. En cuanto atisben la primera casaca roja de los infantes de marina sabrán cómo hemos llegado aquí y a qué hemos venido.

—El jinete parece un oficial, señor —informó Fitzherbert, no muy colaborador.

Bolitho, haciendo visera con la mano para protegerse del brillo del sol, siguió el avance de caballo y jinete. ¿Cómo se le ocurría discutir sobre honor y escrúpulos en aquel momento? Aquella misma noche, o a lo más tardar el día siguiente, ese hombre sería un enemigo al que habría que partir de un tajo si hacía falta, sin dudar ni hacer preguntas. Y, sin embargo…

—Puedo colocar un proyectil en medio de la calzada —dijo con decisión.

Paget dejó de estudiar el pequeño grupo de la playa y se volvió hacia él:

—¡Haga lo que quiera! ¡Pero no pierda más tiempo!

El segundo disparo, de parecida puntería que el primero, levantó nubes de espuma y arena que volaron empujadas por el viento mientras el jinete luchaba tratando de apaciguar a su asustada montura.

Cuando hubo recuperado el control del caballo, dio la vuelta y se alejó por la playa al trote.

—Ahora ya lo han comprendido. —Paget pareció satisfecho—. Creo que me apetece un vaso de vino —añadió antes de alejarse y penetrar en su cámara.

D'Esterre sonrió con expresión lúgubre.

—¡Sospecho, Dick, que el emperador Nerón era de la misma raza que nuestro comandante Paget!

Bolitho, tras asentir con el gesto, se desplazó a la esquina de la torre que daba hacia el mar abierto. No había rastro del velero que mandaba el teniente Probyn. Imaginó que el lugre ganaba distancia gracias al viento, favorable, que le alejaba de tierra. Si alguien en la columna enemiga había visto las velas, más pequeñas a medida que atardecía, debió de pensar que el lugre huía tras ver que el fuerte había caído en manos enemigas. De no ser así ¿por qué los nuevos ocupantes de la plaza no iban a bordo de la embarcación?

Engañar al enemigo, mantenerle a raya, hacerle creer lo que no era. Todo desembocaba en la misma pregunta: ¿qué iban a hacer si la balandra no llegaba para ayudarles a desalojar la isla? Aunque, si se les agotaba el agua potable, ¿decidiría Paget rendirse? Parecía descabellado esperar cualquier tipo de clemencia por parte del jefe de la fuerza enemiga, especialmente una vez que ellos hubiesen hecho saltar por los aires su propio fuerte y el armamento almacenado.

Se asomó por el parapeto y observó a los marinos que, sentados en los rincones de sombra del patio interior, esperaban órdenes que les mantuvieran ocupados. Si se terminaba el agua, ¿se mantendrían obedientes y se abstendrían de tocar las generosas reservas de ron halladas junto a los establos?

Bolitho recordó la satisfacción de Pagel. Por fin habían descubierto el origen de gran parte de las municiones y explosivos usados por el enemigo. Pero aquella información, tan valiosa, no alcanzaría a dar ningún servicio al contraalmirante Coutts si la temeraria escapada de sus hombres terminaba en aquel siniestro lugar.

¡Ah!, cómo deseaba estar de nuevo a bordo del
Trojan
, pensó repentinamente. Si lograban regresar después de ésta, jamás se le ocurriría volver a quejarse, aunque por el resto de su vida se viera condenado al rango de teniente de navío.

La idea, a pesar de las dudas que le corroían, le hizo sonreír. En lo más profundo de su corazón sabía que, de salir vivo, sus deseos de ascender y abrirse paso en la Armada no iban a disminuir.

A poca distancia de su posición, observó al teniente Raye, oficial de infantería del
Trojan
, que trepaba por la escalera del parapeto y se presentaba ante D'Esterre con nuevos informes.

Para Bolitho, aquél era un tipo de vida distinto al que estaba acostumbrado. La estrategia y la táctica, en el combate en tierra firme, avanzaban al ritmo de un hombre a pie o, como máximo, al del galope de un caballo. Echaba en falta la majestuosidad de las velas, por más que éstas resultasen frágiles cuando la artillería rugía. Aquí había sólo hombres y uniformes, que caían abatidos a tierra cuando les llegaba el momento. Olvidados.

Un escalofrío le recorrió la espalda al oír la advertencia de D'Esterre dedicada a sus dos tenientes:

—Estoy convencido de que atacarán esta noche. Empezarán con un asalto limitado, destinado a evaluar nuestras fuerzas, pero dispuestos ya a avanzar hasta el final si nos pillan por sorpresa. Quiero que dos columnas estén en alerta permanente. Los cañones deberán disparar por encima de sus cabezas. Oblíguenles a mantenerse agachados y en sus trincheras hasta que yo dé la orden.

El capitán se volvió hacia Bolitho y le dirigió una mirada llena de significado:

—En cuanto oscurezca quiero que trasladen dos cañones al inicio de la calzada. Puede ser que los perdamos si nos obligan a retroceder, pero prefiero correr ese riesgo. Para tener alguna posibilidad debemos cortar por lo sano sus primeras acometidas.

—Me ocuparé de ello, señor —asintió Bolitho sorprendiéndose de lo calmada que oía su voz. Le parecía ajena.

Recordó cómo se sentía cuando, ya en tierra y con la barcaza alejándose en la oscuridad, se encontró por primera vez ante los muros del fortín. Si el enemigo conseguía abalanzarse sobre los comandos destacados sobre la calzada, esos hombres tendrían que correr un gran trecho para retirarse y hallar refugio tras los portones.

D'Esterre le observaba con semblante sombrío.

—Suena más grave de lo que es en realidad —le tranquilizó—, pero debemos estar preparados. Todos los hombres deben mantenerse alerta y en formación. Lo más probable es que recibamos visitas en cuanto oscurezca. —A continuación hizo un gesto hacia los dos canadienses ataviados al estilo americano y explicó—: Dos de los nuestros pueden jugar su juego.

A medida que las sombras envolvían la isla y el litoral situado más allá de la laguna, tanto marinos como soldados de infantería se recogieron en sus lugares de espera. De nuevo la lejana playa quedó vacía; en ella sólo las huellas de pezuñas y pies que jalonaban la arena mostraban los lugares desde donde el grupo enemigo había estado observando el fuerte.

—La noche será radiante, pero sin luna —dijo Paget. A continuación se frotó un ojo y maldijo—: ¡Condenado viento! ¿Por qué tiene que recordarnos así nuestra fragilidad?

Bolitho, escoltado a poca distancia por Stockdale, abandonó el recinto del fuerte para supervisar el trabajo de los hombres que desplazaban los dos cañones hacia la calzada. Era una tarea dura y les obligaba a usar toda su fuerza, sin dejarles tiempo para risas ni bromas.

Tras el calor sofocante del día, el crepúsculo se notaba frío. Bolitho se preguntó cómo lograría aguantar una noche más en vela. También a los demás hombres les iba a resultar difícil. Dejó atrás las pequeñas trincheras, donde apenas se adivinaban los correajes blancos de los soldados que, prietos como reptiles sobre el fondo de arena, sostenían sus mosquetes y vigilaban los reflejos cambiantes del agua.

Se encontró con Quinn y Rowhurst junto al segundo cañón. Terminaban de apuntalarlo y se ocupaban de ordenar los frascos de pólvora y las municiones, de modo que fuese fácil hallarlos y usarlos en la oscuridad de la noche.

—¡Quién fuera soldado!, ¿verdad, señor? —jadeó a su costado Stockdale.

Bolitho pensó en los soldados que conoció de niño en Inglaterra. La guarnición local de Falmouth o los dragones de Bodmin: hombres de uniformes relucientes, perfectamente instruidos para desfilar y dar taconazos, con los que hipnotizaban a quienes salían de la iglesia los domingos, o a los niños en cualquier momento.

Los soldados cercanos jugaban a un juego muy distinto. Necesitaban fuerza bruta y una total determinación para enfrentarse a lo que fuese que apareciese ante ellos. Tanto si peleaba en terreno desértico como en zonas húmedas y con lodo, el soldado de infantería recibía siempre la peor parte. Por un instante se preguntó cómo debían verse a sí mismos los infantes de marina. ¿Disfrutaban de lo mejor de ambos mundos, o por el contrario se consideraban los más castigados?

Quinn se le acercó corriendo y le habló de manera entrecortada y casi incoherente.

—Dicen que vendrán esta noche. ¿Por qué no retroceder y hacernos fuertes tras las murallas? Cuando nosotros atacamos, bien decían que los cañones dominaban el camino del parapeto y la barcaza. ¿Cómo es que eso no vale para el enemigo?

—Cálmese, James. No alce así la voz. Es preciso que les mantengamos alejados de la isla. Ellos conocen el paraje palmo a palmo. Nosotros, en cambio, sólo creemos conocerlo. Dios sabe lo que ocurriría si un pequeño grupo de hombres enemigos lograse hacerse fuerte cerca de las murallas de la fortificación.

Quinn abatió la cabeza con desánimo.

—He oído lo que comentan los hombres. No están dispuestos a morir por un islote miserable del que ninguno de ellos había oído hablar hace dos semanas.

—Sabe usted perfectamente para qué hemos venido aquí. —De nuevo le sorprendió el tono de su voz. Parecía más decidida. Implacable. Pero era imprescindible que Quinn comprendiese. Si ahora se desmoralizaba, no se trataría de un pequeño contratiempo en su carrera, sino de una derrota en toda regla.

—Sí, por supuesto: el pañol de explosivos —le replicaba Quinn—, y el fuerte. Pero ¿qué importará todo eso, para qué habrá servido si morimos todos? No quedará más que el ejercicio de testarudez, el honor.

Bolitho recurrió a una calma de la que no disponía para explicarle:

—Usted deseaba convertirse en oficial de la Armada más que nada en el mundo. Su padre, por el contrario, quería verle establecido en la City de Londres, a su lado. —A medida que exponía su argumento, observaba la cara de Quinn, pálida en la penumbra, y se odiaba a sí mismo por hablar de aquella forma, de la forma que debía hablar—. Bien, pues creo que quien estaba en lo cierto era su padre. Mucho más de lo que usted pensaba. Su padre vio que usted jamás merecería ser un oficial del rey. Ni ahora ni nunca.

Se apartó del muchacho, rechazando su mano, y añadió antes de alejarse:

—Usted se encargará del primer turno de guardia aquí. Le mandaré un relevo cuando lo juzgue necesario.

Era consciente de que Quinn le miraba, herido y humillado, mientras se alejaba.

—Le habrá costado esfuerzo hablar así al joven, señor —dijo a su lado Stockdale—. Me consta que usted le tiene mucho afecto, pero sé que las vidas de muchos hombres dependen de él.

Bolitho hizo una pausa para observar a Stockdale. El hombre le comprendía. Y se hallaba junto a él siempre que lo necesitaba.

—Gracias.

Stockdale encogió sus anchos hombros y respondió:

—No hay de qué. Pero a veces pienso en esas cosas.

Bolitho le agarró del brazo. La torpeza de su acompañante hacía aún más emocionante su gesto.

—No dudo de que lo hace, Stockdale.

Transcurrieron otras dos horas y la noche se enfrió, o pareció hacerse más fría a medida que el primer momento de tensión vigilante dejaba paso a la fatiga y el doloroso entumecimiento.

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