Authors: Christopher Moore
A medida que nos acercábamos a los hermanos, siguiendo la línea de la orilla, oímos un crujido en los arbustos cercanos, y vimos que tres montones de harapos venían en nuestra dirección.
—Ten piedad de nosotros, rabino —dijo uno de los montones.
Eran leprosos.
(Creo que, llegados a este punto, debo aclarar algo. Joshua me había instruido sobre el poder del amor y todas esas cosas, y ya sé que la chispa divina en ellos es la misma que la que hay en mí, de modo que no debería haber dejado que la presencia de aquellos leprosos me afectara. Sé que declararlos «impuros según la ley» era tan injusto como lo que los brahmanes hacían con los intocables. Y sé que hoy en día, después de ver tanta televisión, es poco probable que los llamarais siquiera leprosos, por no ofender su sensibilidad. Seguramente vosotros diríais que son «personas que asumen el desafío de vivir con ciertas partes de su cuerpo descolgándose de ellas», o algo por el estilo. Todo eso ya lo sé. Pero, dicho esto, a mí, por más sanaciones de las que hubiera sido testigo, los leprosos seguían haciendo que, como se decía en hebreo, «me cagara patas abajo». Nunca llegué a superarlo.)
—¿Qué es lo que queréis? —les preguntó Joshua.
—Alivia nuestro sufrimiento —respondió una de aquellas pilas de harapos con voz de mujer.
—Yo estaré por aquí contemplando el lago, Josh —le dije.
—Como seguramente le hará falta ayuda, yo iré con él —se apuntó Pedro.
—Venid a mí —dijo Joshua a los leprosos.
Y ellos se acercaron con parsimonia. Joshua les aplicó las manos y les habló en voz muy baja. Al cabo de unos minutos, y mientras Pedro y yo ya nos habíamos dedicado a estudiar con detalle a una rana que descubrimos en la orilla, oí que Joshua decía:
—Ahora id, y decid a los sacerdotes que ya no sois impuros y que deben permitiros la entrada en el templo. Y decid quién os envía.
Los leprosos se desprendieron de sus harapos y alabaron a Joshua mientras se alejaban. Su aspecto era el de personas absolutamente normales que, simplemente, hubieran estado vestidas con harapos sucios.
Cuando Pedro y yo nos unimos de nuevo a Joshua, Jaime y Juan ya se encontraban junto a él.
—He tocado a quienes se considera impuros —dijo a los hermanos. Según la ley mosaica, Joshua pasaba a ser impuro también.
Jaime se adelantó y agarró a Joshua por el antebrazo, a la manera romana.
—Uno de esos hombres era nuestro hermano.
—Venid con nosotros —intervine yo—. Y os haremos escalameadores de hombres.
—¿Qué? —preguntó Joshua.
—Eso es lo que estaban haciendo cuando hemos llegado. Colocando un escálamo. ¿A que suena tonto?
—No es lo mismo.
Y así fue como pasamos a ser nueve.
Felipe y Natanael regresaron con el dinero de la venta de los camellos, suficiente para alimentar a los discípulos y también a toda la familia de Pedro, por lo que la gritona suegra de éste, que se llamaba Ester, permitió que nos quedáramos en su casa, siempre que Bartolomeo y los perros durmieran fuera.
Cafarnaún se convirtió en nuestra base de operaciones, y desde ahí realizábamos salidas de uno o dos días, moviéndonos por Galilea para que Joshua predicara y obrara sus sanaciones. Las noticias sobre el advenimiento del reino se propagaron por Galilea, y al cabo de unos meses, cuando Joshua hablaba, se congregaban multitudes. Nosotros intentábamos estar siempre de regreso en Cafarnaún para el sabbat, para que Joshua pudiera enseñar en la sinagoga. Y fue esa costumbre la que primero atrajo una atención no deseada.
Una mañana de sabbat, un soldado romano ordenó a Joshua que se detuviera cuando este daba el breve paseo que lo separaba de la sinagoga. (A ningún judío le estaba permitido caminar más de mil pasos desde la puesta del sol del viernes hasta la puesta de sol del sábado. Caminar más de mil pasos de un tirón, se entiende. En un sentido. No es que hubiera que ir contando los pasos y detenerse al llegar a los mil. De haber sido así, habría habido judíos plantados en todas las esquinas, esperando a que el sol se pusiera el sábado. Eso sí habría sido raro. Me alegro de que a los fariseos no se les ocurriera.)
El romano no era un mero legionario, sino un centurión con su casco de cepillo y el águila en el peto que lo identificaba como comandante de una legión. Tiraba de un caballo alto, que parecía haber sido criado para el combate. Era viejo para ser soldado, tendría, tal vez, unos sesenta años, y al quitarse el casco nos mostró unos cabellos completamente blancos, pero se veía fuerte, y la daga de empuñadura fina que sostenía parecía peligrosa. Yo no lo reconocí hasta que habló con Joshua, lo que hizo en un arameo perfecto, sin el menor atisbo de acento.
—Joshua de Nazaret —dijo el romano—. ¿Te acuerdas de mí?
—Justo —respondió él—. De Séforis.
—Gayo Justo Gálico —puntualizó el soldado—. Ahora vivo en Tiberíades, y ya no soy suboficial. La Sexta Legión es mía. Necesito tu ayuda, Jesús hijo de José de Nazaret.
—¿Y qué puedo hacer yo? —le preguntó, mirando a su alrededor. Todos los discípulos, excepto Bartolomeo y yo, habían logrado escabullirse cuando apareció el romano.
—Vi que hacías caminar y hablar a un hombre muerto. A mis oídos han llegado las cosas que has hecho por toda Galilea, las sanaciones, los milagros. Tengo un sirviente que está enfermo. La parálisis lo tortura. Apenas puede respirar, y yo no soporto ver cómo sufre. No te pido que te saltes el sabbat para venir hasta Tiberíades, pero creo que podrías sanarlo sin moverte de aquí.
Justo hincó una rodilla en el suelo, delante de Joshua, algo que yo no había visto hacer jamás a un romano ante un judío, y que no volví a ver.
—Ese hombre es mi amigo —dijo.
Joshua le rozó la sien, y vi que el temor abandonaba el rostro del soldado, como había presenciado muchas otras veces, con otros muchos.
—Si lo crees así, que así sea —dijo el Mesías—. Ya está hecho. Levántate, Gayo Justo Gálico.
El soldado sonrió, se puso en pie y miró a Joshua a los ojos.
—Habría crucificado a tu padre para sonsacarle quién era el asesino de aquel soldado.
—Lo sé —dijo Joshua.
—Gracias —dijo Justo.
El centurión se puso el casco y se montó a su caballo. Solo entonces me miró a mí, algo que no había hecho hasta entonces.
—¿Y qué fue de aquella pequeña rompecorazones que siempre iba con vosotros? —me preguntó.
—Nos rompió el corazón —le respondí.
Justo se echó a reír.
—Anda con cuidado, Joshua de Nazaret —dijo, tirando de una rienda para que su montura diera media vuelta y se pusiera en marcha.
—Ve con Dios —le dijo Joshua.
—Muy bien dicho, Josh, así se enseña a los romanos qué es lo que va a ocurrir cuando venga el reino.
—Cállate, Colleja.
—O sea que le has engañado, que va a volver a casa y va a descubrir que su amigo sigue enfermo.
—¿Recuerdas lo que te conté a las puertas del monasterio de Gaspar, Colleja? ¿Que si alguien llamara, yo le dejaría entrar?
—¡Qué asco! Parábolas. No soporto las parábolas.
Tiberíades se encontraba solo a una hora de Cafarnaún, si se cabalgaba deprisa, por lo que, a la mañana siguiente ya se había corrido la voz desde la guarnición: el sirviente de Justo había sanado. Sin darnos tiempo siquiera a terminar el desayuno, cuatro fariseos se presentaron en casa de Pedro y preguntaron por Joshua.
—¿Obraste una sanación durante el sabbat? —le preguntó el mayor de ellos. Tenía una barba blanca y llevaba el pañuelo de las oraciones y las filacterias alrededor de los brazos, y en la frente. (Menudo imbécil. Sí, claro, todos teníamos una filacteria, a los hombres nos la regalaban cuando cumplíamos trece años, pero siempre hacíamos como que se nos había perdido al cabo de unas semanas, no la llevábamos puesta. Aquello habría sido como colgarnos un cartel que dijera: «Sí, soy un pringado piadoso». La que llevaba él en la frente era una especie de cajita de cuero, del tamaño de un puño, que contenía pergaminos con oraciones y que parecía, no sé, que parecía como una cajita de cuero que alguien le hubiera pegado en la cabeza. ¿Hace falta decir más?)
—Bonita filacteria —comenté.
Los discípulos se rieron. Natanael emitió una especie de rebuzno extraordinario.
—Te has saltado el sabbat —insistió el fariseo.
—Yo puedo hacerlo —respondió Joshua—. Soy el Hijo de Dios.
—Mierda —dijo Felipe.
—Muy bien dicho, así todo será más fácil, lo entenderán mejor, claro —tercié yo.
Durante el siguiente sabbat un hombre con la mano atrofiada entró en la sinagoga cuando Joshua predicaba y, después del sermón, en presencia de cincuenta fariseos que se habían congregado en Cafarnaún por si algo así sucedía, Joshua le dijo a aquel hombre que sus pecados quedaban perdonados, y sanó al hombre de la parálisis de su mano.
Como buitres lanzándose sobre la carroña, a la mañana siguiente acudieron a casa de Pedro.
—Solo Dios puede perdonar los pecados —dijo el que habían elegido como portavoz.
—¿De veras? —preguntó Joshua—. O sea, que no puedes perdonar a alguien que peca contra ti.
—Solo Dios.
—Lo tendré en cuenta —dijo Joshua —.Y ahora, a menos que hayáis venido para oír la buena nueva, marchaos.
Dicho esto, Joshua se metió en casa de Pedro y cerró la puerta.
El fariseo gritó a través de la puerta cerrada.
—¡Blasfemo! ¡Joshua hijo de José, eres...!
Y yo estaba de pie, frente a él, y sé que no debería haberlo hecho, pero le di un puñetazo. No en la boca ni nada, sino en toda la filacteria. La cajita de cuero reventó a causa del impacto, y las tiras de pergamino fueron cayendo al suelo lentamente. Mi agresión fue tan súbita que creo que pensó que se trataba de un hecho sobrenatural. Del grupo que lo acompañaba ascendió un grito de protesta que me decía que no podía hacer eso, que merecía que me lapidaran, que me despellejaran, etcétera, y noté que mi tolerancia budista menguaba algo.
De modo que le di otro puñetazo.
En esa ocasión cayó al suelo. Dos de sus compañeros lo ayudaron a levantarse, y otro, que era de los más adelantados, se puso a buscar algo en el zurrón que llevaba. Sabía que, si querían, podían ganarme fácilmente, pero estaba bastante seguro de que no lo intentarían. Los muy cobardes. Sujeté la mano del hombre, que sostenía un cuchillo, forcejeé con él, y logré que se le cayera y que chocara contra la casa de Pedro. Una vez en el suelo lo recogí y se lo entregué por la empuñadura.
—Vete —le dije en voz muy baja.
Me obedeció, y sus compañeros le siguieron. Yo entré para ver cómo estaban Joshua y los demás.
—¿Sabes una cosa? —le dije a Josh—. Creo que es momento de ampliar el ministerio. Aquí ya tienes muchos seguidores. Tal vez deberías irte al otro lado del lago. Salir de Galilea durante un tiempo.
—¿Predicar a los gentiles? —preguntó Natanael.
—Tiene razón —dijo Joshua—. Colleja tiene razón.
—Y así quedará escrito —declaré yo.
Jaime y Juan solo poseían una barca lo bastante grande como para llevarnos a todos, incluidos los perros de Bartolomeo, y estaba anclada en Magdala, a dos horas a pie de Cafarnaún, hacia el sur, por lo que emprendimos viaje muy temprano, para evitar que nos entretuvieran en los pueblos del camino. Joshua había decidido comunicar la buena nueva a los gentiles, por lo que íbamos a desplazarnos hasta la otra orilla del lago, a la ciudad de Gadara, en el estado de Decápolis. Allí había gentiles.
Una vez en Magdala, mientras esperábamos en la orilla, unas mujeres que habían acudido al lago a lavar ropa rodearon a Joshua y le suplicaron que les hablara del reino. Yo me fijé en que, a una mesa cercana, había sentado un recaudador de impuestos, bajo la sombra de un sombrajo hecho con juncos. Escuchaba a Joshua, pero veía que, simultáneamente, miraba los traseros de las mujeres. Me acerqué a él despacio.
—Es asombroso, ¿verdad? —le dije.
—Asombroso, sí —admitió el recaudador de impuestos, que tendría unos veinte años, era delgado y tenía el pelo castaño claro, los ojos marrones, y lucía una barbita rala.
—¿Cómo te llamas, publicano?
—Mateo —dijo—. Hijo de Alfeo.
—¿De verdad? Mi padre se llama igual, te lo juro. Mira, Mateo, supongo que sabes leer, escribir, esas cosas.
—Sí, claro.
—Y no estás casado, ¿verdad?
—No. Estuve prometido, pero antes de la boda sus padres la obligaron a casarse con un rico viudo.
—Eso es muy triste. Tendrás el corazón destrozado, imagino. ¿Ves a esas mujeres? Pues alrededor de Joshua siempre se congregan mujeres. Y lo mejor del caso es que él es célibe. No desea a ninguna. Él solo está interesado en salvar a la humanidad y en traer el reino de Dios a la Tierra, como todos los demás, claro, claro. Pero lo de las mujeres... bueno, me parece que eso ya lo ves tú solo, no hace falta que te diga nada.
—Pues eso ha de ser maravilloso.
—Sí, genial. Nos vamos a Decápolis. ¿Por qué no nos acompañas?
—No puedo. Tengo la misión de recaudar los impuestos en toda la costa.
—Pero es que él es el Mesías, Mateo. Piénsalo bien. Tú y el Mesías.
—No sé.
—Mujeres. El reino. Ya habrás oído que convierte el agua en vino.
—No, en serio, tengo que...
—¿Has probado alguna vez la panceta, Mateo?
—¿La panceta? ¿No es una parte del cerdo? ¿No es impura?
—Joshua es el Mesías, y el Mesías dice que no es pecado. Es lo mejor que has probado en tu vida, Mateo. A las mujeres les encanta. Nosotros comemos panceta todas las mañanas, con las mujeres. De veras.
—Antes tengo que terminar esto —dijo Mateo.
—Pues hazlo. Mira, quiero que anotes algo por mí —le dije, estudiando por encima de su hombro el legajo que tenía abierto y señalándole algunos nombres—. Y reúnete con nosotros cuando estés listo, Mateo.
Me acerqué de nuevo a la orilla, donde Jaime y Juan habían arrimado el barco lo bastante como para que nos subiéramos a él. Joshua terminó de bendecir a las mujeres tras contarles unas parábolas sobre las manchas, y les dijo que regresaran a su colada.
—Señores —anuncié yo—. Perdón, Jaime, Juan, y tú también, Pedro. Andrés... Ya no vais a tener que preocuparos por los impuestos este año. De eso me he ocupado yo.
—¿Cómo? —se extrañó Pedro—. ¿De dónde has sacado el dinero...?
Me giré y le señalé a Mateo, que se acercaba corriendo a la orilla.