Authors: Christopher Moore
—En cuanto a ti —me dijo—, vendrás a verme en Kabul en tu viaje de regreso hacia Israel. Si no lo haces, pronunciaré una maldición de la que no te librarás en toda tu vida. —Se quitó el frasquito de veneno que llevaba al cuello y me lo dio. Para cualquier otro, tal vez se hubiera tratado de un regalo extraño, pero yo era aprendiz de brujo, por lo que me iba como anillo al dedo. También me metió su daga de filo de cristal en el fajín—. No me importa lo que tardes; ven a verme. Te prometo que no volveré a pintarte de azul.
Yo le aseguré que iría a visitarla, me monté en mi camello, y Joshua y yo emprendimos la marcha. Tuve que hacer esfuerzos por no volver la vista atrás, por no mirar de nuevo a otra mujer que me había robado el corazón.
Avanzábamos bastante separados, cada uno pensando en el pasado y en el futuro de nuestras vidas, en quiénes habíamos sido y en quiénes íbamos a ser. Así transcurrieron dos horas, hasta que me uní a Joshua y rompí el silencio.
Yo llevaba un rato pensando en que Dicha me había enseñado a leer y a hablar chino, a mezclar pociones y venenos, a hacer trampas en el juego, a realizar trucos de manos, a tocar a una mujer en los lugares adecuados y como era debido. Y todo sin esperar nada a cambio.
—¿Son todas las mujeres más fuertes y mejores que yo? —le pregunté.
—Sí —me respondió.
Pasamos otro día entero sin hablar.
«¡Tora! ¡Tora! ¡Tora!»
—Grito de guerra de los rabinos kamikazes
Llevábamos viajando doce días, siguiendo las indicaciones del mapa que Baltasar nos había dibujado con gran detalle, cuando llegamos a una muralla.
—¿Y bien? ¿Qué te parece la muralla?
—Impresionante —dijo Joshua.
—Pues a mí no me parece tan impresionante —opiné yo.
Una larga cola de personas aguardaba para franquear su puerta gigantesca, junto a la que grupos de burócratas cobraban los impuestos a los caravaneros antes de que éstos pasaran por ella. Cada uno de los torreones era mayor que uno de los palacios de Herodes, y había soldados que cabalgaban por encima de inmensa construcción defensiva y se perdían en la distancia. Nos encontrábamos a una legua o más de la puerta, y la fila no parecía avanzar.
—Vamos a perder todo el día —dije—. ¿Por qué construyen esas cosas? Si un pueblo es capaz de levantar una muralla como esta, debería ser capaz de armar un ejército lo bastante grande como para derrotar a cualquier invasor.
—Esta muralla la mandó erigir Lao Tzu —me informó Joshua.
—¿El viejo maestro que escribió el Tao? No, no lo creo.
—¿Qué valora el taoísmo por encima de todas las cosas?
—¿La compasión? ¿Y esas otras dos joyas?
—No, la inacción. La contemplación. La quietud. La conservación. Una muralla es la defensa de un país que valora la inacción. Pero una muralla encarcela a un pueblo tanto como lo protege. Por eso Baltasar nos ha hecho venir por aquí. Quería que viera con mis propios ojos el error del taoísmo. No se puede ser libre sin acción.
—Claro, y por eso se pasó todo ese tiempo enseñándonoslo; para que viéramos que era una filosofía equivocada.
—No, no es que sea equivocada. En absoluto. La compasión, la moderación del taoísmo, esas son las cualidades del hombre virtuoso, pero no la inacción. Estas gentes son esclavas de la inacción.
—Tú has trabajado como cantero y picapedrero, Josh —le dije, señalando la inmensa muralla con un movimiento de cabeza—. ¿Crees que todo esto se ha construido a través de la inacción?
—El mago no se refería a la acción entendida como trabajo, sino a la acción entendida como cambio. Por eso antes nos hizo aprender a Confucio: que todo está relacionado con el orden de nuestros padres, la ley, las maneras. Confucio es como la Tora, normas que cumplir. Y Lao Tzu es más conservador todavía, y defiende que si no hacemos nada, nos aseguramos de no quebrantar ninguna ley. Hay que dejar atrás la tradición alguna vez, hay que emprender alguna acción, hay que comer panceta. Eso era lo que Baltasar intentaba enseñarme.
—Ya te lo he dicho otras veces, Josh, y tú sabes bien lo que a mí me gusta el tocino, pero no creo que la panceta sea motivo suficiente para traer a un Mesías a este mundo.
—Cambio —dijo Josh—. El Mesías tiene que traer cambio. Y el cambio llega a través de la acción. Baltasar me dijo una vez: «Los héroes conservadores no existen». Qué sabio era el viejo.
Yo también pensé en el mago mientras contemplaba la inmensa muralla que se extendía sobre las colinas, y a los viajeros que teníamos delante. Una ciudad pequeña había surgido junto a la puerta de la fortificación para dar respuesta a las necesidades de los comerciantes rezagados que recorrían la Ruta de la Seda; en ese momento la cola bullía de actividad, rebosaba de mercaderes que pregonaban las mercancías, alimentos y bebidas que ofrecían para aplacar hambre y sed.
—Mierda —dije—. Nos vamos a pasar aquí toda la vida. ¿Qué extensión tiene esta muralla? Vamos a rodearla.
Un mes después, cuando habíamos regresado a la misma puerta y guardábamos cola para entrar por ella, Joshua me preguntó:
—¿Qué opinas de la muralla, ahora que has visto una porción mayor?
—Opino que es ostentosa y desagradable —respondí.
—Si no le han puesto nombre aún, te sugiero que propongas ese.
Y así fue que, durante siglos y siglos, aquella muralla fue conocida como la Ostentosa y Desagradable Muralla de China. O al menos eso es lo que espero que sucediera. En mi mapa del Programa de Puntos para el Viajero Frecuente no sale, de modo que no estoy seguro.
Divisamos la montaña sobre la que se alzaba el monasterio de Gaspar mucho antes de llegar a él. Como sucedía con el resto de picos que la circundaban, se recortaba en el cielo como un colmillo inmenso. Debajo se extendía una aldea rodeada de pastos elevados. Nos detuvimos allí a descansar y a dar de beber a los camellos. Todos los habitantes de la aldea salieron a recibirnos y mostraron su asombro al ver nuestros ojos raros y el pelo rizado de Joshua, y nos miraban como si fuéramos dioses que hubieran descendido de los cielos (lo que era cierto en el caso de Josh, aunque eso es algo que tiende a olvidarse cuando uno pasa mucho tiempo con alguien). Una mujer desdentada que hablaba un dialecto chino similar al que nos había enseñado Dicha nos convenció para que dejáramos los camellos en la aldea. Con un dedo retorcido nos señaló el camino en la montaña, y vimos con claridad que resultaba a la vez demasiado estrecho y demasiado empinado como para que nuestros animales pasaran por él.
Los aldeanos nos sirvieron un plato de carne muy especiado, acompañado de cuencos de una leche espumosa. Yo vacilé y miré a Joshua. La Tora prohibía mezclar carnes y lácteos en una misma comida.
—Creo que esto se parece mucho al tema de la panceta —dijo él—. La verdad es que no creo que a Dios le importe que acompañemos el yak con leche.
—¿Yak?
—Sí, esta carne es de yak. Me lo ha dicho la anciana.
—Ah, bueno, en ese caso, sea pecado o no, no pienso comérmela. Me beberé solo la leche.
—También es de yak.
—Pues entonces tampoco me la bebo.
—Usa un poco la cabeza, Colleja, ¿no te acuerdas de lo bien que te fue, no sé, por poner un ejemplo, cuando decidiste que rodeáramos la muralla?
—Oye —repliqué yo, temeroso de que me volviera a sacar todo el asunto de la muralla una vez más—. ¿Desde cuándo te he dicho yo que podías recurrir al sarcasmo a tu antojo? Creo que te estás aprovechando de mi invento y lo estás usando de maneras para las que no fue diseñado.
—¿Contra ti, por ejemplo?
—¿Lo ves? ¿Ves a lo que me refiero?
Partimos de la aldea temprano, a la mañana siguiente, cargados solo con unas cuantas bolas de arroz, nuestros pellejos de agua y el escaso dinero que nos quedaba. Dejamos los tres camellos al cuidado de la anciana desdentada, que prometió cuidar de ellos hasta nuestro regreso. Yo iba a echarlos mucho de menos. Eran los elegantes animales de doble joroba que habíamos recogido en Kabul, y resultaban cómodos de montar, aunque lo más importante de ellos era que ninguno de los tres había intentado morderme.
—Supongo que sabes que se los van a comer, ¿verdad? No habrá transcurrido ni una hora antes de que al menos uno de ellos esté dando vueltas en un espetón.
—No se los van a comer.
Joshua, siempre dispuesto a creer en la bondad de los seres humanos.
—Pero si no saben lo que son. Para ellos no son más que comida, una comida muy alta, eso sí. Se los van a comer. Esta gente solo come carne de yak.
—Tú ni siquiera sabes qué es un yak.
—Sí lo sé —me defendí, pero el aire se estaba volviendo tan escaso que no quise seguir hablando, para no cansarme.
El sol ya se ponía tras las montañas cuando llegamos finalmente al monasterio. Salvo por un inmenso portón de madera con un ventanuco pequeño incrustado en él, el edificio estaba construido con la misma piedra basáltica de la loma sobre la que se alzaba, y su aspecto era más de fortaleza que de lugar de culto.
—¿Será que nuestros tres reyes magos viven en fortalezas? —observé yo.
—Llama al gong —se limitó a responder Joshua. Y, en efecto, había uno de bronce colgando de la puerta, junto a una maza acolchada y un cartel escrito en una lengua que no entendíamos.
Hice sonar el instrumento. Esperamos. Lo hice sonar de nuevo. Y esperamos. El sol se puso y un frío intenso se apoderó de la ladera de aquella montaña. Llamé al gong tres veces más, cada vez más fuerte. Nos comimos nuestras bolas de arroz y nos bebimos casi toda el agua. Y esperamos. Yo me harté de llamar al gong, y finalmente el ventanuco se abrió. Una luz tenue, que provenía del interior, iluminaba las mejillas suaves de un joven chino de aproximadamente nuestra misma edad.
—¿Qué? —dijo en chino.
—Hemos venido a ver a Gaspar —respondí yo—. Nos envía Baltasar.
—Gaspar no recibe a nadie. Vuestro aspecto es pálido, y tenéis los ojos demasiado redondos.
Y, dicho esto, cerró de golpe el ventanuco.
En esa ocasión fue Joshua quien hizo sonar el gong hasta que el monje regresó.
—Déjame ver esa maza —le ordenó el monje, alargando la mano a través de la abertura.
Joshua se la entregó y dio un paso atrás.
—Marchaos y regresad por la mañana —dijo el monje.
—Pero es que hemos viajado todo el día —le explicó Joshua—. Tenemos frío, y hambre.
—La vida es sufrimiento —sentenció él, cerrando de nuevo la portezuela y dejándonos a los dos sumidos en una oscuridad casi absoluta.
—Tal vez sea precisamente eso lo que has venido a aprender —apunté yo—. Vamos, regresemos a casa.
—No. Esperaremos —dijo Joshua.
A la mañana siguiente, después de que Joshua y yo hubiéramos dormido apoyados contra el gran portón, acurrucados muy juntos para conservar el calor, el monje abrió una vez más el ventanuco.
—¿Todavía estáis aquí?
(No nos veía, porque quedábamos por debajo de la portezuela.)
—Sí. ¿Podemos ver ya a Gaspar?
Asomó el cuello por la abertura y bajó la mirada. Al momento la escondió y, sacando un pequeño cuenco de madera por ella, nos roció las cabezas con agua.
—Largaos de aquí. Tenéis los pies deformados, y las cejas os crecen tan juntas que dais miedo.
—Pero es que...
Y volvió a cerrar el ventanuco con violencia.
Pasamos todo el día junto a la puerta. Yo quería irme, pero Joshua insistía en que nos quedáramos. Cuando despertamos, a la mañana siguiente, teníamos escarcha en el pelo, y a mí me dolían todos los huesos del cuerpo. El monje abrió el ventanuco con las primeras luces del alba.
—Sois tan tontos que el gremio de fabricantes de idiotas de la aldea os usa como molde —dijo el monje.
—De hecho, yo formo parte del gremio de idiotas de la aldea —repliqué.
—En ese caso, marchaos.
Maldije con elocuencia en cinco idiomas, y ya empezaba a mesarme los cabellos, presa de la desesperación, cuando vi que, en el cielo, por encima de nuestras cabezas, algo grande se movía. Al irse acercando, vi que se trataba del ángel, que había adoptado su aspecto de túnica y alas negras. Llevaba un manojo de bastones untados con brea que creaban un rastro de llamas, y tras él, en el cielo, se dibujaba una estela de humo negro. Tras pasar sobre nosotros varias veces, se perdió en el horizonte, dejando en el aire, trazada con el humo, una serie de caracteres chinos que formaban un mensaje: «Ríndete, Dorothy».
No, es broma (como solía decir Baltasar). Raziel no escribió eso en el cielo, pero el ángel y yo vimos juntos por la tele El Mago de Oz ayer noche, y la escena de las puertas de Oz me recordó a nuestra estancia junto a las del monasterio. Raziel me dijo que él se identificaba sobre todo con Glinda, la Bruja Buena del Norte. (Yo habría dicho que le pegaba más el papel del mono volador, pero creo que él prefiere a la bruja porque es rubia.) Yo, por mi parte, reconozco que sentí cierta simpatía por el espantapájaros, aunque no creo que, en mi caso, me hubiera puesto a cantar lamentándome por mi falta de cerebro. De hecho, de entre todos los lamentos musicales por carecer de corazón, de cerebro, de nervios, ¿nadie se dio cuenta de que entre ellos no había nadie con pene? A mí me parece que, en el caso del León y del Hombre de Hojalata, tendría que habérseles visto, si la hubieran tenido, y cuando al Espantapájaros le vacían los pantalones, no se ve que el mono volador le quite ninguna paja suelta de esa zona, ¿verdad? Creo que sé cuál de las canciones cantaría yo:
Cuántas horas pasaría
pelándome la amapola.
Bien contento el corazón;
los geranios regaría
machacándome la cola
si tuviera un buen pollón.
Y, de pronto, se me ocurrió, mientras componía la obra arriba referida, que aunque Raziel parecía tener un aspecto masculino, en realidad yo no tenía ni idea de si los ángeles tenían sexo siquiera. No en vano Raziel era el único al que había visto. De modo que me puse en pie de un salto y me acerqué mucho a él mientras se encontraba amodorrado, viendo capítulo tras capítulo de los dibujos animados de los Looney Tunes.
—Raziel, ¿tú tienes instrumento?
—¿Instrumento?
—Paquete, cola, aparato... polla. ¿Tienes o no?
—No —respondió el ángel, perplejo ante mi pregunta—. ¿Para qué iba a necesitarlo?