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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (15 page)

BOOK: Ciudad abismo
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Sky comprendió por fin por qué su padre lo había llevado hasta allí. No había sido simplemente para decirle cómo había muerto su madre, ni para ser iniciado en el escalofriante conocimiento de que una de las naves de la Flotilla ya no existía. Aquello era parte de la visita, pero el mensaje central estaba allí; en el mismo casco de la nave.

Todo lo demás no había sido más que una preparación.

Cuando la explosión los golpeó, sus cuerpos habían blindado temporalmente el casco frente a los peores excesos de la radiación. Habían ardido rápido (probablemente sin dolor, según supo después), pero en aquel momento de muerte habían dejado el negativo de sus sombras; parches más claros en contraste con el casco achicharrado. Eran siete formas humanas, congeladas en posturas que por fuerza tenían que parecer atormentadas, pero que probablemente no fueran más que las posiciones naturales en las que habían estado trabajando hasta que los golpeó la luz. Por lo demás, todos parecían iguales; no había forma de saber cuál era la sombra dejada por su madre.

—Sabes cuál era ella, ¿verdad? —preguntó Sky.

—Sí —dijo Titus—. No la encontré yo, por supuesto… lo hizo otra persona. Pero sí, sé cuál pertenecía a tu madre.

Sky miró de nuevo las sombras y grabó a fuego aquellas formas en su cerebro, porque sabía que nunca reuniría el valor suficiente para volver. Más tarde descubriría que nunca se había realizado ningún intento serio de eliminar las sombras; que las habían dejado allí a modo de monumento, no solo a los siete muertos, sino también a las mil personas fallecidas en aquella luz devoradora de almas. La nave los lucía como una cicatriz.

—¿Y bien? —dijo Titus con un levísimo asomo de impaciencia—. ¿Quieres saberlo?

—No —respondió Sky—. No, no quiero saberlo, nunca.

7

Al día siguiente, Amelia trajo mis posesiones al chalet y después me dejó solo mientras las revisaba. Pero aunque me despertaban gran curiosidad, era difícil concentrarse en la tarea. Me perturbaba el hecho de haber soñado de nuevo con Sky Haussmann: había observado sin desearlo otro episodio de su vida. El primer sueño sobre él que recordaba con claridad debía de haber tenido lugar durante mi reanimación; ahora experimentaba otro y, aunque parecía haber un gran hueco en su vida entre ambos sueños, habían sucedido en un claro orden cronológico. Como fascículos.

Y me había sangrado de nuevo la palma, tenía una nueva incrustación de sangre seca sobre la herida. Unas gotas de sangre manchaban la sábana.

No hacía falta un gran alarde de imaginación para ver que las dos cosas estaban conectadas. Recordaba haber oído en alguna parte que Haussmann había sido crucificado; que la marca de mi palma representaba su ejecución y que había conocido a otro hombre con una herida similar en lo que parecía ser, al mismo tiempo, el pasado reciente y el remoto. Parecía recordar que el hombre también había sufrido sueños y que tampoco había sido un receptor especialmente bien dispuesto a ellos.

Pero, quizá, las cosas que Amelia me había traído me explicaran los sueños. Intenté apartar temporalmente de mi cabeza a Haussmann, y me concentré en la tarea que tenía entre manos. Todo lo que poseía (aparte de algún terreno que pudiera tener lejos, alrededor de Cisne) se encontraba en aquel modesto maletín que había viajado conmigo en el
Orvieto
.

Había algo de dinero de Borde del Firmamento en billetes grandes sureños; aproximadamente medio millón de australes. Amelia le había dicho que suponía una pequeña fortuna en Borde del Firmamento, al menos según su información, pero que tenía un valor insignificante allí, en el sistema de Yellowstone. Entonces, ¿por qué lo había llevado conmigo? La respuesta parecía bastante obvia. Incluso dejando cierto margen para la inflación, el dinero de Borde del Firmamento todavía valdría algo treinta años después de mi partida, aunque quizá solo lo suficiente para pagar una habitación donde pasar la noche. El hecho de haberme llevado el dinero conmigo sugería que pensaba regresar algún día.

Así que no estaba emigrando. Había ido hasta allí por negocios.

A hacer algo.

También me había llevado experienciales: memorias de datos del tamaño de un bolígrafo repletas de recuerdos grabados. Debía de ser lo que pensaba vender tras la reanimación. A no ser que fueras un comerciante Ultra especializado en las últimas tecnologías esotéricas, los experienciales eran prácticamente la única forma que tenía una persona rica de preservar su riqueza al cruzar el espacio interestelar. Siempre había un mercado para ellos, no importaba lo avanzado o primitivo que fuera el comprador… siempre que, por supuesto, dispusieran de la tecnología básica para usarlos. Yellowstone no supondría un problema en ese sentido. Había sido el origen de los principales avances tecnológicos y sociales del espacio humano en los últimos dos siglos.

Los experienciales estaban sellados en plástico transparente. Sin equipo de reproducción, no había forma de saber lo que contenían.

¿Qué más?

Algo de dinero que me resultaba muy poco familiar: billetes de textura extraña con caras desconocidas en ellos y valores surrealistas y aleatorios.

Le pregunté a Amelia por ellos.

—Es dinero local, Tanner. De Ciudad Abismo —me señaló a un hombre que aparecía en una cara de todos los billetes—. Ese es Lorean Sylveste, creo. O puede que Marco Ferris. De todos modos, es historia antigua.

—El dinero debe haber viajado desde Yellowstone a Borde del Firmamento y después de vuelta de nuevo… tiene al menos treinta años. ¿Vale algo ahora?

—Bueno, un poco. Por supuesto, no soy una experta en estas cuestiones, pero creo que sería lo bastante como para llevarte a Ciudad Abismo. No mucho más, me temo.

—¿Y cómo iría a Ciudad Abismo?

—No es difícil, ni siquiera ahora. Hay una lanzadera lenta que baja hasta Nueva Vancouver, en órbita alrededor de Yellowstone. Desde allí tendrías que comprar un billete para el behemoth, que te llevaría a la superficie. Creo que te bastará con lo que tienes, si estás preparado para abstenerte de ciertos lujos.

—¿Como por ejemplo?

—Bueno, cualquier garantía de llegar sano y salvo, para empezar.

Sonreí.

—Entonces será mejor que la suerte esté de mi parte.

—Pero no estarás pensando en dejarnos ya, ¿no, Tanner?

—No —respondí—. Todavía no.

Había dos cosas más en el maletín: un sobre oscuro y plano y otro más grueso. Amelia me había dejado solo cuando sacudí el más delgado de los dos sobre la cama del chalet. Los contenidos se esparcieron; allí dentro había menos de lo que esperaba y nada que me pareciera un mensaje revelador del pasado. Si acaso, los contenidos estaban diseñados para dejarme aún más confuso: una docena de pasaportes y tarjetas de identificación plastificadas, válidas en el momento en el que había embarcado en la nave y todas aplicables a alguna zona de Borde del Firmamento y su espacio circundante. Algunas estaban impresas con sencillez; otras tenían sistemas informáticos integrados.

Sospechaba que la mayoría de la gente podría haberse valido con solo uno o dos de aquellos documentos, si aceptaran que había áreas en las que no podían entrar legalmente; pero, por lo que había deducido al leer la letra pequeña de los documentos, podría viajar más o menos libremente con ellos por zonas en guerra y estados controlados por las milicias, por zonas neutrales y por el espacio orbital inferior del planeta. Eran los documentos de alguien que necesitaba moverse sin interferencias. Aunque había algunas anomalías, cosas que parecían incoherencias insignificantes en los datos personales de cada documento, lugares de nacimiento y lugares visitados. En algunos documentos yo había sido soldado en la Milicia Sureña, mientras que en otros estaba afiliado a la Coalición Norteña como experto táctico. Otros documentos no mencionaban ninguna historia militar, sino que me designaban como experto en seguridad o agente de una empresa de importación/exportación.

De repente, los documentos dejaron de ser un revoltijo sin sentido y se unieron para formar una indicación clara del tipo de hombre que había sido. Era alguien que necesitaba deslizarse entre las fronteras como un fantasma; un hombre de muchos disfraces y pasados… la mayor parte de ellos ficticios. Sentía que había llevado una vida peligrosa; que era alguien que probablemente se creaba enemigos al mismo ritmo que los demás hacían amigos. Supuse que no me importaba mucho. Era un hombre que podía pensar en matar a un monje pervertido sin romper a sudar y después contenerse porque el monje no se merecía aquel pequeñísimo desgaste de energía.

Pero había tres cosas más en el sobre, que no habían caído porque estaban escondidas en el fondo. Las saqué con cuidado y mis dedos notaron las lisas superficies de unas fotografías.

La primera imagen mostraba a una mujer de belleza oscura e imponente, con una sonrisa nerviosa, sobre un fondo de algo parecido al borde de un claro de la jungla. Habían sacado la foto por la noche. Cambiando el punto de vista de la foto para ver lo que había detrás de ella, solo pude distinguir la espalda de otro hombre examinando una pistola. Casi podía haber sido yo pero, entonces, ¿quién había sacado la fotografía y por qué la tenía yo?

—Gitta —dije; recordé el nombre sin esfuerzo—. Eres Gitta, ¿verdad?

La segunda foto mostraba a un hombre en lo que puede que antes fuera una carretera, pero que se había convertido en poco más que un sendero lleno de hoyos, con cortinas de jungla a ambos lados. El hombre caminaba hacia la persona que estaba sacando la foto, con una enorme arma negra colgada del hombro. Llevaba una camiseta y una cartuchera y, aunque tenía prácticamente mi misma constitución y edad, la cara no era del todo igual. Tras el hombre había algo parecido a un árbol derribado bloqueando la carretera, salvo que el árbol acababa en un muñón ensangrentado y casi toda la carretera estaba cubierta por una espesa pasta roja.

—Dieterling —dije cuando el nombre salió de un salto de alguna parte—. Miguel Dieterling.

Y supe que era un buen amigo que había muerto.

Después miré la tercera foto. No había ni rastro de la intimidad de la primera, ni siquiera del dudoso triunfo de la segunda, ya que el hombre no parecía ser consciente de que lo fotografiaban. Era una imagen plana, tomada con teleobjetivo. El hombre se movía con rapidez a través de un centro comercial, las luces de neón de las tiendas se desdibujaban hasta parecer guiones por culpa de la exposición panorámica. El hombre estaba ligeramente desdibujado también, pero todavía estaba lo bastante definido como para identificarlo.
Lo bastante como para recuperarlo
, pensé.

También recordaba su nombre.

Cogí el sobre más grueso y lo vacié sobre la cama. Las piezas de formas complicadas y filos cortantes que cayeron de él parecían invitarme a montarlas. Ya podía sentir cómo aquella cosa me encajaba en la mano, lista para usar. Sería difícil verla; era color perla, como cristal opaco.

O como diamante.

—Este es un movimiento de bloqueo —le dije a Amelia—. Ahora me tienes inmovilizado. Puede que sea más alto y más fuerte que tú, pero en estos momentos no puedo hacer nada sin sufrir mucho dolor.

Ella me miró con expectación.

—¿Y ahora qué?

—Ahora me quitas el arma —dije señalando con la cabeza la paleta que usábamos como arma de pega. Utilizó la mano libre para quitarme el arma con suavidad; después la lanzó lejos, como si estuviera envenenada.

—Te estás dejando.

—No —le respondí—. Con la presión que estás ejerciendo sobre ese nervio, eso ha sido todo lo que he podido hacer para evitar soltarla. Es solo cuestión de biomecánica. Creo que descubrirás que Alexei es todavía más fácil de dominar.

Estábamos de pie en el claro delante del chalet, a última hora de la tarde según los parámetros del Hospicio Idlewild; el filamento central del sol cambiaba del blanco a un naranja plomizo. Era una tarde extraña, porque la luz siempre se mantenía sobre nosotros y no transmitía ni el favorecedor brillo en la cara ni las largas sombras del anochecer planetario. Pero, de todos modos, no le prestábamos mucha atención. Durante las últimas dos horas, le había estado enseñando a Amelia algunas técnicas básicas de autodefensa. Habíamos pasado la primera hora intentando que Amelia me atacara, lo que significaba tocar cualquier parte de mi cuerpo con el borde de la paleta. En todo aquel tiempo no lo había conseguido ni una vez, aunque puse toda mi voluntad en dejarla atravesar mis defensas. Pero, aunque apretara los dientes todo lo posible y me dijera a mí mismo que aquella vez la iba a dejar ganar, nunca ocurría. Al menos así demostré que la técnica correcta casi siempre podía vencer a un agresor torpe. Pero ella cada vez lograba acercarse más y las cosas mejoraron cuando cambiamos los papeles durante la segunda hora. Al menos conseguí ser capaz de refrenarme y de moverme lo bastante lento como para que Amelia aprendiera los movimientos de bloqueo correctos para cada situación. Era muy buena alumna; consiguió en una hora lo que normalmente llevaba dos días. Sus movimientos no eran elegantes todavía (todavía no habían quedado grabados en la memoria de sus músculos) y telegrafiaba sus intenciones, pero ninguno de aquellos defectos contaría mucho frente a un amateur como el hermano Alexei.

—También podrías enseñarme como matarlo, ¿verdad? —preguntó Amelia mientras nos tomábamos un respiro sobre la hierba… o, mejor dicho, mientras ella recuperaba el aliento y yo esperaba.

—¿Es eso lo que quieres?

—No, claro que no. Solo quiero que pare.

Miré hacia el otro extremo de la curva de Idlewild, hacia las figuras diminutas como puntos que trabajaban en los distintos niveles de las tierras de cultivo; se apresuraban para aprovechar los últimos rayos de luz.

—No creo que vuelva —le dije—. No después de lo que pasó en la cueva. Pero si lo hace, tendrás una ventaja sobre él… y estoy totalmente seguro de que no volverá después de eso. Conozco a esos tipos, Amelia. Se limitará a fijarse en una presa más fácil.

Ella se lo pensó un momento, sin duda sintiendo lástima por quien tuviera que pasar por lo mismo que ella.

—Sé que no es el tipo de cosa que debería decir, pero odio a ese hombre. ¿Podemos repetir estos movimientos mañana?

—Claro. De hecho, insisto en que lo hagamos. Sigues siendo débil… aunque ya has pasado lo peor.

—Gracias, Tanner… ¿te importa que te pregunte dónde has aprendido estas cosas?

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