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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

Caballo de Troya 1 (3 page)

BOOK: Caballo de Troya 1
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Al concluir mis obligaciones en Colombia me las ingenié para cancelar mis compromisos en Caracas, volando en el más riguroso incógnito -vía Belmopán- hasta Yucatán.

Al cruzar la aduana y antes de que tuviera tiempo de buscar al mayor, me di de manos a boca con un cartel en el que había sido escrito mi primer apellido. El escandaloso cartón era sostenido por un hombre recio, de espeso bigote negro y tez bronceada. Al presentarme se identificó como Laurencio Rodarte, al servicio del mayor.

-Él no ha podido venir a recibirle -se excusó mientras pugnaba por hacerse con mi maleta-.

Si no le importa, yo le conduciré hasta él.

Mi instinto me hizo desconfiar. Y antes de abandonar el aeropuerto traté de averiguar qué papel jugaba aquel individuo y por qué razón no había acudido el mayor.

Laurencio debió captar mi recelo y, soltando la maleta, resumió:

-El mayor está enfermo.

-¿Dónde se encuentra?

-Lo siento pero no estoy autorizado para decírselo. Él me ha enviado a recogerle y...

-Mire, Laurencio -le interrumpí tratando de calmar mis nervios-, no tengo nada contra usted.

Es más: le agradezco que haya venido a recibirme, pero, sí usted me dice dónde está el mayor, yo iré por mis propios medios.

El hombre dudó.

-Es que mis órdenes...

-No se preocupe. Dígame dónde me espera el mayor y yo iré a su encuentro.

El tono de mi voz era tan firme que Laurencio terminó por encogerse de hombros y preguntó de mala gana:

-¿Conoce Chichén Itzá?

-Sí.

-El mayor me ordenó que le llevara hasta el cenote sagrado.

Laurencio señaló mi reloj y puntualizó:

-Usted deberá estar allí a las cuatro.

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Y dando media vuelta se encaminó a la puerta de salida. Consulté la hora local y comprobé que tenía dos horas escasas para llegar hasta el pozo sagrado de los mayas. Yo había visitado en otras oportunidades el recinto arqueológico de la recóndita población de Chichén Itzá, al este de Mérida, y en plena selva de la península del Yucatán. Conocía también los dos famosos cenotes -el sagrado y el profano- situados a corta distancia de la ciudad y que, según los arqueólogos, pudieron ser utilizados por los antiguos mayas como depósitos naturales de agua y, en el caso del cenote sagrado, como centro religioso en el que se practicaban sacrificios humanos.

Al ver alejarse el Toyota negro que conducía Laurencio, me concedí un respiro, tratando de poner en orden mis ideas. Por supuesto, no tardé en reprocharme aquella seca y radical actitud mía para con el emisario del mayor. En especial, a la hora de regatear con los taxistas que montaban guardia al pie del aeropuerto...

Después de no pocos tira y afloja, uno de los chóferes aceptó llevarme por 850 pesos. Y a eso de las dos de la tarde -sin probar bocado y con la ropa empapada por el sudor- el taxi enfiló la ruta número 180, en dirección a Chichén.

Tal y como había prometido, el taxista cubrió los 120 kilómetros que separan Mérida de Chichén Itzá en poco más de hora y media. Tras una vertiginosa ducha en el hotel de la Villa Arqueológica, me dirigí al lugar elegido por el mayor. A las cuatro en punto, a paso ligero y con el corazón en la boca, dejé atrás la impresionante pirámide de Kukulcán y la plataforma de Venus, adentrándome en la llamada Vía Sagrada, que muere precisamente en un cenote u olla de casi sesenta metros de diámetro y cuarenta de profundidad.

Antes de alcanzar el filo del pozo sagrado distinguí a dos personas sentadas al pie de una frondosa acacia de florecillas rosadas. Al verme, una de ellas se incorporó. Era Laurencio.

Reduje el paso y mientras me aproximaba sentí una incontenible oleada de vergüenza. Una vez más me había equivocado.

Pero aquel sentimiento se esfumó a la vista de la segunda persona. Quedé atónito. Era el mayor, pero con veinte años más de los que aparentaba cuando le conocí en Villahermosa.

Permaneció sentado sobre la plataforma de piedra del viejo altar de los sacrificios, observándome con una mezcla de incredulidad y emoción. Lentamente, en silencio, dejé resbalar la bolsa de las cámaras, al tiempo que Laurencio le ayudaba a incorporarse. El mayor extendió entonces sus largos brazos y, sin saber por qué, dejándome arrastrar por mi corazón, nos abrazamos.

-¡Querido amigo! -susurró el anciano-. ¡Querido amigo!...

Sus penetrantes ojos, ahora hundidos en un rostro calavérico, se hablan humedecido. Algo muy grave, en efecto, había minado su antigua y gallarda figura. Su cuerpo aparecía encorvado y reducido a un manojo de huesos, bajo una piel reseca y salpicada por corros marrones de melanina. Una barba blanca y descuidada marcaba aún más su decadencia.

Intenté esbozar una disculpa, estrechando la mano de Laurencio, pero éste, sin perder la sonrisa, me rogó que olvidara el incidente del aeropuerto.

El mayor, apoyándose en mi hombro, me sugirió que caminásemos un poco hasta el prado que rodea a la pirámide de Kukulcán.

Con paso vacilante y un sinfín de altos en el camino, fuimos aproximándonos al castillo o pirámide de la Serpiente Emplumada. Así, en aquella primera jornada en Chichén Itzá, supe de labios del propio mayor que su fin estaba próximo y que, en contra de lo que pudiera imaginar, su muerte fijaría precisamente el comienzo de mi labor.

Supe también que -tal y como me había insinuado en otras ocasiones- su «enfermedad» era consecuencia de un fallo no previsto en un proyecto secreto llevado a cabo años atrás, cuando él todavía pertenecía a las fuerzas aéreas norteamericanas. Cuando le interrogué sobre dicho proyecto, sospechando que podía guardar una estrecha relación con la información que había prometido darme, el mayor me rogó que siguiera siendo paciente y que esperase un poco más.

Durante dos días, mi vida transcurrió prácticamente en la pequeña casita de una planta, a las afueras de Chichén, y muy próxima a las grutas de Balankanchen, en la carretera que discurre en dirección a la Valladolid maya. Allí, Laurencio y su mujer venían cuidando a mi amigo desde hacía seis años.

Ni que decir tiene que aproveché aquella magnífica oportunidad para bucear en la medida de lo posible en el pasado y en la identidad del mayor. Sin embargo, mis pesquisas entre las diversas autoridades policiales y las gentes de Chichén no fueron todo lo fructíferas que yo 12

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hubiera deseado. Por un mínimo de delicadeza hacia mi amigo, y porque había empezado a estimarle, al margen incluso de la prometida información, opté por suspender los tímidos y disimulados sondeos. Cada vez que me lanzaba a la operación de rastreo, un sentimiento de repugnancia hacia mí mismo terminaba por embargarme. Era como si estuviera traicionándole...

Decidí cortar tales maniobras, prometiéndome a mí mismo que sería implacable, si llegaba el caso de que la supuesta información secreta acababa por fin en mi poder.

Sin embargo, y gracias a aquellas primeras averiguaciones, confirmé como positivos algunos de los datos que el mayor me había facilitado sobre su persona: era, efectivamente, de nacionalidad norteamericana, su pasaporte aparecía en regla y había pertenecido a la USAF.

Aunque él quizá no lo supo nunca, antes de regresar a España yo sabía ya su verdadera identidad, así como otros pequeños detalles sobre su limpia y apacible vida en el Yucatán. Todo esto, como es lógico, me tranquilizó e hizo crecer mi curiosidad e interés por esa información de la que tanto me había hablado el mayor.

Antes de partir, al anunciarle al ex oficial mi intención de volver a mi país, le expuse con toda claridad mi inquietud ante su deteriorado estado de salud y la no menos inquietante circunstancia, al menos para mí, de no haber obtenido ni la más mínima pista sobre el celoso secreto que decía tener.

El mayor rogó a Laurencio que le acercara un sobre blanco que descansaba en uno de los anaqueles de la alacena del pequeño salón donde conversábamos. Con gesto grave lo puso en mis manos y comentó:

-Aquí tienes la primera entrega. El resto llegará a tu poder cuando yo muera...

Examiné el sobre con un cierto nerviosismo.

-Está cerrado -apunté-. ¿Puedo abrirlo?

-Te suplicaría que lo hicieras lejos de aquí... Quizá en el avión.

Mientras lo guardaba entre las hojas de mi pasaporte, mi amigo adoptó un tono más relajado:

-Gracias. Es preciso que comprendas que tu búsqueda empieza ahora.

-¿Mi búsqueda?... pero, ¿de qué?

El mayor no respondió a mis preguntas.

-Sólo te pido que sigas creyendo en mi y que empeñes todo tu corazón en descifrar la clave que te conducirá a mi legado.

-Sigo sin comprender...

-No importa. Ahora, antes de que nos abandones, tienes que prometerme algo.

El mayor se puso en pie y yo hice lo mismo. En un extremo de la estancia, Laurencio asistía a la escena con su proverbial mutismo.

-Prométeme -me anunció el anciano, al tiempo que levantaba su mano derecha- que, ocurra lo que ocurra, jamás revelarás mi identidad...

A pesar de mi creciente confusión, levanté también mi mano derecha y se lo prometí con toda la solemnidad de que fui capaz.

-Gracias otra vez -murmuró el mayor mientras se dejaba caer lentamente sobre la silla-.

Que Dios te bendiga...

ESPAÑA

Aquella fue la segunda y última vez que vi con vida al mayor. Al regresar a España, y mientras mi avión sobrevolaba los cráteres del Popocatepetl, tomé en mis manos el misterioso sobre que me había dado el norteamericano. Lo palpé lentamente y, con sorpresa, adiviné algo 13

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duro en su interior. La curiosidad, difícilmente contenida durante aquellos días, se desbordó y procedí a abrirlo con todo el cuidado de que fui capaz.

Al asomarme a su interior, la decepción estuvo a punto de provocarme un paro cardíaco.

¡Estaba vacío! O, mejor dicho, casi vacío.

Minuciosamente pegada a las paredes del sobre, mediante una transparente tira de cinta adhesiva, había una llave.

La arranqué sin poder contener mi desencanto y la fui pasando de una a otra mano, sin saber qué pensar.

procuré tranquilizarme, engañándome a mí mismo con los más dispares argumentos. Pero la verdad desnuda y fría seguía allí -frente a mí- en forma de llave. Para colmo, aquella pieza de cuatro centímetros escasos de longitud no presentaba un solo signo o inscripción que permitiera algún tipo de identificación. Había sido usada, eso estaba claro. Pero, ¿dónde?

Durante horas me debatí entre mil conjeturas, mezclando lo poco que me había adelantado el mayor con un laberinto de especulaciones y fantasías propias. El resultado final fue un serio dolor de cabeza.

«Aquí tienes la primera entrega...»

¿Qué misterio encerraba aquella frase? Y, sobre todo, ¿en qué podía consistir «el resto»?

«... El resto llegará a tu poder cuando yo muera.»

Lo único claro -o medianamente claro- en todo aquel embrollo era que la información en cuestión (o lo que fuera), debía de guardar alguna relación con aquella llave. Pero, ¿cuál?

Era absolutamente necesario esperar, a no ser que quisiera volverme loco. Y eso fue lo que hice: aguardar pacientemente.

Durante la primavera y el verano de 1981, las cartas del mayor fueron distanciándose cada vez más en el tiempo. Finalmente, hacia el mes de julio, y con la consiguiente alarma por mi parte, el fiel Laurencio fue el encargado de responder a mis escritos.

...El mayor
-me decía en una de las últimas misivas-
ha entrado en un profundo estado de
postración. Apenas si puede hablar...

Aquellas letras auguraban un rápido y fatal desenlace. Mentalmente, incluso me preparé para un nuevo y postrer viaje al Yucatán. Por encima de mi innegable y sostenido interés -

llamémosle periodístico- había prevalecido, gracias a Dios, un arraigado afecto hacia aquel anciano prematuro. Bien sabe Dios que hubiera deseado estar junto a él en el momento de su muerte. Pero el destino me reservaba otro papel en esta desconcertante historia.

¿Fue casualidad? Sinceramente, ya no sé qué pensar...

El caso es que aquel 7 de septiembre de 1981 -fecha de mi cumpleaños- llegó a mi poder una nueva carta procedente de Chichén Itzá. En unas lacónicas frases, Laurencio me anunciaba lo siguiente:

..Tengo el doloroso deber de comunicarle que nuestro común hermano, el mayor, falleció el
pasado 28 de agosto. Siguiendo sus instrucciones, le adjunto un sobre que sólo usted deberá
abrir...

Aunque la noticia no me cogió por sorpresa, debo confesar que la desaparición de mi amigo me sumió durante varios días en una singular melancolía, comparable quizá con la tristeza que me produjo un año después el fallecimiento de otro entrañable maestro y amigo: Manuel Osuna.

Aquella misma tarde del 7 de septiembre, con el ánimo encogido, conduje mí automóvil hasta los acantilados de Punta Galea. Y allí, frente al azul y manso Cantábrico, recé por el mayor.

Allí mismo, en medio de la soledad, quebré el lacre que protegía el sobre y extraje su contenido.

Curiosamente, en contra de lo que yo mismo hubiera imaginado semanas atrás, en aquellos instantes mi alocada curiosidad y el desenfrenado interés por desentrañar el misterio del mayor pasaron a un segundo plano. Durante más de dos horas, la ansiada segunda entrega permaneció casi olvidada sobre el asiento contiguo de mí coche.

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Verdaderamente yo había estimado a aquel anciano.

Pero al fin, como digo, se impuso mi curiosidad. El sobre contenía dos grandes hojas, de papel recio y cuadriculado. Reconocí de inmediato la letra puntiaguda del mayor.

Uno de los folios era una carta, escrita por ambas carillas. ¡Estaba lechada en el mes de agosto de 1980! Eso significaba -por pura deducción- que el mayor había tomado la decisión de confiarme su secreto poco después de mi primer encuentro con él, ocurrido el 18 de abril de 1980.

La carta, que aparecía firmada con sus nombres y apellidos, era en realidad una postrera recomendación para que procurara mantenerme en el camino de la honradez y del amor hacia mis semejantes. En el último párrafo, y casi de pasada, el mayor hacia referencia a la famosa segunda entrega, explicándome que
para llegar a la información que tanto deseaba, deberla
primero descifrar la clave que me adjuntaba en hoja aparte.

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