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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Blonde (29 page)

BOOK: Blonde
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Háblame de tu trabajo, papá
. Pero no se refería al trabajo de Bucky en Lockheed.

Acurrucada sobre el regazo de él, vestida con un camisón corto sin bragas debajo, un brazo alrededor de su cuello, su cálido aliento en el oído distrayéndole del último número de
Life
y sus fotografías de demacrados soldados en las islas Salomón, del general Eichelberger en Nueva Guinea —rodeado de sus hombres, aún más demacrados, flacos, sin afeitar y algunos, heridos—, de las estrellas de Hollywood visitando a las tropas destacadas en el extranjero para «levantarles la moral»: Marlene Dietrich, Rita Hayworth, Marie McDonald, Joe E. Brown y Bob Hope. Norma Jeane, que evitaba mirar las fotos de la guerra, examinó esta última con atención, aunque se impacientó al ver que Bucky continuaba con la lectura. «Háblame de tu trabajo con el señor Eeley», murmuró, y Bucky sintió un escalofrío de horror y excitación; no es que tuviera escrúpulos, de hecho no tenía ninguno cuando contaba anécdotas morbosas y cómicas sobre su trabajo de embalsamador a sus amigos, pero ninguna amiga o pariente femenina lo había interrogado al respecto y tenía toda la impresión de que la mayoría de la gente prefería no oír hablar del tema; no, gracias. Sin embargo, esta esposa-niña acurrucada en su regazo murmuraba «Cuéntame, papá», como si necesitara saber lo peor, de modo que Bucky habló con todo el tacto de que fue capaz, sin entrar en detalles, describiendo un cuerpo que habían preparado esa misma mañana para el velatorio: una mujer de cincuenta y tantos años, muerta de cáncer de hígado, con la piel tan repulsivamente amarilla que habían tenido que maquillarla varias veces, aplicando con un pincel capas de tinte cosmético que al secarse habían quedado desparejas, dándole el aspecto de una pared desconchada, por lo que había sido necesario repetir todo el procedimiento; sus mejillas estaban tan hundidas que tuvieron que rellenarlas con algodón y coser las comisuras de la boca para mantenerla cerrada y fijar los labios en una expresión de placidez («No es una sonrisa, sino una “semisonrisa”, como la llama el señor Eeley. Una sonrisa no quedaría bien»). Norma Jeane se estremeció, pero quiso saber qué habían hecho con los ojos. ¿Los habían «pintado»? Bucky explicó que primero le habían inyectado una solución para rellenar las cuencas y luego le habían pegado los párpados.

—No conviene que el muerto abra los ojos en medio del velatorio.

En esencia, el trabajo de Bucky consistía en extraer toda la sangre e inyectar el líquido de embalsamar. Una vez que el cuerpo estaba firme —«restaurado»—, Eeley se encargaba del trabajo artístico: rizar las pestañas, pintar los labios, hacer la manicura a personas que, en algunos casos, no se habían hecho una manicura en toda su vida. Norma Jeane preguntó si la muerta parecía asustada, triste o dolorida.

—No —respondió Bucky—. Simplemente parecía dormida. Casi siempre es así.

(Lo cierto es que la mujer tenía aspecto de querer gritar: los labios separados, los dientes al descubierto, la cara arrugada como un trapo; sus ojos estaban abiertos y nublados por una secreción mucosa. Pocas horas después de la muerte había empezado a despedir un nauseabundo olor a carne podrida.) Norma Jeane abrazó a Bucky con tanta fuerza que prácticamente le impedía respirar, pero él no tuvo valor para apartarla. No tuvo valor para levantarla y dejarla en el sofá, aunque su muslo izquierdo empezaba a dormirse bajo el cálido peso de la joven.

Era tan posesiva. Lo asfixiaba. Bucky la quería. El problema era el olor a formaldehído que impregnaba su piel, sus folículos pilosos. Si hubiera querido escapar, ¿adónde habría ido?

Ella volvió a preguntar cómo había muerto la mujer y Bucky se lo contó. Preguntó qué edad tenía y Bucky le dijo un número al azar: «Cincuenta y seis». Su joven esposa se puso tensa, como si estuviera restando mentalmente su edad a cincuenta y seis. Luego se tranquilizó un poco.

—Entonces falta mucho —dijo para sí.

7

Ella rió; era tan fácil. Una adivinanza infantil cuya respuesta conocía:
¿Qué soy yo? Una mujer casada, eso es lo que soy. ¿Qué no soy? Una virgen, eso es lo que no soy
.

Empujar el cochecito de niño a través del pequeño y descuidado parque. A sus pies había hojas de palmera y desperdicios. ¡Pero le encantaba! Su corazón rebosaba felicidad al pensar
esto es lo que soy; soy lo que hago
. Había tomado cariño a esta actividad vespertina. Cantándole nanas y canciones populares a la pequeña Irina. En otro sitio era la terrible estación de Stalingrado, Rusia: febrero de 1943. Una carnicería humana. Allí no era más que el invierno típico del sur de California: la mayoría de los días, tiempo fresco y seco con un sol deslumbrante.

¡Qué niña tan bonita!
, exclamarían las caras de los demás. Norma Jeane, risueña, sonrojada, murmuraría:
Oh, gracias
. A veces las caras dirían:
Una niña preciosa y una madre preciosa
. Norma Jeane se limitaría a sonreír.
¿Cómo se llama la pequeña?
, preguntarían y Norma Jeane respondería con orgullo:
Irina, ¿verdad, cariño?
, inclinándose sobre la niña para besarla en la mejilla o cogerle los deditos regordetes que con tanta rapidez y fuerza se cerraban sobre los de ella. Casi siempre preguntarían la edad de la niña y Norma Jeane contestaría:
Tiene casi diez meses; cumplirá el año en abril
. Las caras se iluminarían con una sonrisa.
Debe de estar muy orgullosa
. Y ella diría:
Claro que lo estoy; es decir…, los dos lo estamos
. En ocasiones, las caras inquisitivas, avasalladoras, preguntarían:
¿Su marido…?
y Norma Jeane se apresuraría a responder:
Está en el extranjero. Muy lejos. En Nueva Guinea
.

Era verdad: el padre de Irina estaba en un sitio llamado Nueva Guinea. Era teniente del ejército de Estados Unidos. De hecho, estaba «desaparecido». Oficialmente «desaparecido en acto de servicio» desde diciembre. Norma Jeane hacía lo posible para no pensar en ello. Mientras pudiera cantarle
Little Baby Bunting
y
Three Blind Mice
a Irina, no le importaba nada. Lo único que contaba era que la preciosa niña rubia le sonriera, balbuceara, la cogiera de la mano, la llamara «mamá» como un pichón de loro que está aprendiendo a hablar.

Contigo

el mundo vuelve a nacer.

Antes de ti…

nada existía.

Madre miró a la pequeña. Durante largo rato fue incapaz de hablar y temí que rompiera a llorar, o que se volviera de espaldas y ocultara su rostro
.

Entonces vi que su cara estaba radiante de felicidad. Y de asombro por esa felicidad, después de tantos años
.

Estábamos en un lugar cubierto de césped. Creo que era el jardín que está detrás del hospital
.

Había bancos y un pequeño estanque. La mayor parte de la hierba estaba quemada. Los colores eran todos distintos tonos de marrón. Los edificios del hospital estaban borrosos debido a la distancia y no alcanzaba a verlos con claridad. Madre estaba tan recuperada que le permitían salir sin supervisión. Se sentaba en un banco y leía poesía, repitiendo las bellas palabras para sí, en un murmullo. O caminaba durante todo el tiempo que le permitían sus «carceleros», como los llamaba ella, aunque sin rencor. Reconocía que había estado enferma y que las sesiones de electrochoque le habían hecho bien. Reconocía que aún tardaría un tiempo en curarse por completo
.

Naturalmente, los jardines del hospital estaban rodeados de muros
.

Era un radiante y ventoso día invernal cuando fui a ver a madre para presentarle a mi hija. Le confié a mi pequeña. La puse en sus brazos
.

Finalmente madre prorrumpió en sollozos, estrechando a la niña contra sus flácidos pechos. Pero no eran lágrimas de tristeza, sino de felicidad
. Ah, mi querida Norma Jeane,
dijo madre
, esta vez todo irá bien.

En Verdugo Gardens había varias mujeres jóvenes cuyos maridos estaban en el extranjero. En Gran Bretaña, Bélgica, Turquía, el norte de África. En Guam, las islas Aleutianas, Australia, Birmania y China. Era una lotería: ningún hombre sabía dónde le enviarían. No se guiaban por un criterio lógico y mucho menos justo. Algunos permanecían en las bases, en inteligencia, comunicaciones, o trabajando en los hospitales o las cocinas. Quizá los asignaran al servicio de correos. O a las prisiones militares. Con el transcurso de los meses, y más tarde de los años, quedaría claro que durante la Segunda Guerra Mundial en las fuerzas armadas había dos clases de hombres: los que combatían y los que no.

Después de la guerra quedaría claro que había dos clases de seres humanos: los que tenían suerte y los que no.

Si te encontrabas entre las esposas desafortunadas, debías esforzarte por no demostrar rencor ni abatimiento, pues eso era digno de encomio. «¡Qué valiente!», diría la gente. Pero Harriet, la amiga de Norma Jeane, no se fijaba en esas cosas. Harriet no era valiente ni se esforzaba por disimular su resentimiento. Cuando Norma Jeane llevaba a la pequeña Irina al parque, la madre de la niña se quedaba tendida en el desvencijado sofá del salón que compartía con las esposas de otros dos soldados, con las cortinas echadas y la radio apagada.

¡La radio apagada! Norma Jeane era incapaz de permanecer cinco minutos sola en su apartamento sin encender la radio. Y eso que Bucky estaba a menos de cinco kilómetros de allí, en Lockheed.

Norma Jeane consideraba su deber anunciar con tono jovial:

—¡Hola, Harriet! ¡Ya estamos de vuelta! —pero Harriet no respondía—. Irina y yo hemos dado un bonito paseo —informó Norma Jeane con la misma voz deliberadamente animosa mientras sacaba a la niña del cochecito y entraba en el apartamento—. ¿Verdad, cariño?

Le entregó la niña a Harriet, que permanecía inmóvil en el sofá, anegada en lágrimas de rabia y furia más que de dolor, pues quizá estuviera más allá del dolor; Harriet, que había engordado más de diez kilos desde el mes de diciembre, con la piel abotargada y pálida y los ojos inyectados en sangre. En medio del exasperante silencio, Norma Jeane se oyó decir:

—¡Sí! ¡Ha sido un paseo muy bonito! ¿Verdad, Irina?

Finalmente Harriet cogió a la niña (que empezaba a inquietarse, a gemir y patalear) de brazos de Norma Jeane como si cogiera un montón de ropa húmeda que luego dejaría en un rincón.

¿Por qué no dejas que yo sea la madre de Irina, si tú no quieres serlo?

Oh, por favor
.

Quizá Harriet ya no fuera su amiga. De hecho, quizá nunca lo hubiera sido. Evitaba el trato con las «tristes y estúpidas» mujeres con las que compartía piso y a menudo se negaba a hablar por teléfono con su familia o la de su marido. Y no porque hubiera discutido con ellos: «¿Por qué? No hay nada sobre lo que discutir». No es que estuviera enfadada con ellos ni que la molestaran. Sencillamente, se sentía demasiado agotada para atenderlos. Decía que estaba aburrida de sus propias emociones. Norma Jeane temía que Harriet se hiciera daño a sí misma o le hiciera daño a la niña, pero cuando le mencionó su preocupación a Bucky, de manera indirecta, titubeante, él no le hizo caso porque eso eran «cosas de mujeres», sin interés para un hombre. Y no se atrevió a discutir el asunto con Harriet. Provocarla podía resultar peligroso.

Guiándose por un patrón de
Family Circle
, Norma Jeane confeccionó un tigre para Irina con un par de calcetines anaranjados, tiras de fieltro negro (para las rayas) y relleno de algodón. La cola del tigre estaba ingeniosamente hecha con una percha de metal forrada. Los ojos eran brillantes botones negros y los bigotes, limpiapipas comprados en Woolworth. ¡Cuánto le gustaba el tigre a la pequeña Irina! Norma Jeane reía con alegría mientras la niña abrazaba el muñeco y gateaba con él por el salón, chillando como si el animalito estuviera vivo. Harriet contempló la escena con indiferencia, fumando un cigarrillo.
Al menos podrías darme las gracias
, pensó Norma Jeane. Pero Harriet se limitó a observar:

—¡Vaya, Norma Jeane! Estás hecha toda un ama de casa. La esposa y la madre perfecta.

Norma Jeane emitió una risita, pero la burla le dolió. Con un ligero aire de reproche, como Maureen O’Hara en las películas, dijo:

—Harriet, es un pecado que seas desdichada teniendo a Irina.

Harriet soltó una carcajada. Estaba sentada con los ojos entornados, pero los abrió de súbito con una expresión de exagerado interés, mirando a Norma Jeane como si no la hubiera visto antes y no le gustara lo que veía.

—Sí; es un pecado y yo soy una pecadora. Y ahora lárgate, señorita Alegría. Vete al infierno.

8

—Conozco a un tipo que revela películas. Es estrictamente confidencial —dice él—. En Sherman Oaks.

En el caluroso y sofocante verano de 1943, Bucky comenzó a inquietarse. Norma Jeane trataba de no pensar en lo que eso significaba. Todos los días los titulares de los periódicos anunciaban nuevos ataques de las fuerzas aéreas estadounidenses. Heroicas incursiones nocturnas en territorio enemigo. Un ex compañero de instituto de Bucky había recibido una condecoración póstuma al valor tras ser abatido en acto de servicio mientras pilotaba un Liberator B-24 durante un ataque a una refinería alemana en Rumanía.

—Es un héroe —convino Norma Jeane—, pero
está muerto
, cariño.

Bucky miraba la fotografía del piloto en el periódico con gesto ausente y pensativo. Sorprendió a su mujer con una violenta carcajada.

—Bueno, muñeca, también puedes ser un cobarde y acabar muerto.

Esa misma semana, Bucky compró una cámara de cajón Brownie de segunda mano y empezó a hacer fotos a su joven e inocente esposa. Al principio eran de Norma Jeane vestida con ropa de domingo, casquete blanco, guantes blancos y zapatos de tacón blancos; Norma Jeane con vaqueros y camisa; Norma Jeane en la playa de Topanga con su dos piezas a topos. Bucky le pidió que posara al estilo de Betty Grable, mirando con timidez por encima del hombro y enseñando su bonito trasero, pero Norma Jeane era demasiado vergonzosa. (Estaban en la playa, era mediodía, la gente los miraba.) Bucky quiso que posara atajando una pelota de playa con una gran sonrisa, pero la sonrisa salió tan forzada y poco convincente como las de los cadáveres del señor Eeley. Norma Jeane rogó a Bucky que pidiera a alguien que les hiciera una foto juntos.

BOOK: Blonde
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