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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Blonde (16 page)

BOOK: Blonde
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Pero Gladys también obstaculizó esta adopción en la primavera de 1936. No por voluntad expresa, sino por mediación del administrador de Norwalk, que comunicó a la doctora Mittelstadt que la señora Mortensen estaba muy enferma y sufría alucinaciones periódicas: una de ellas era que los marcianos habían llegado en sus naves espaciales con la intención de raptar a los niños humanos; otra, que el padre de Norma Jeane pretendía llevársela a un lugar secreto, donde ella, su verdadera madre, jamás la encontraría. «La única identidad de la señora Mortensen es su papel de madre de Norma Jeane y por el momento no se encuentra en condiciones de renunciar a ella.»

Una vez más, Norma Jeane se escondió para llorar. Pero en esta ocasión sentía algo más que tristeza. Tenía diez años, edad suficiente para experimentar furia y resentimiento ante su injusto destino. La mujer fría y cruel que nunca había permitido que la llamara «mamaíta» le impedía vivir con «mamita», que la quería de verdad.
Era incapaz de ser mi madre, y sin embargo me impedía tener una verdadera madre. Me negaba la posibilidad de tener una madre, un padre, una familia, un auténtico hogar
.

Conocía una manera secreta de subir al techo del orfanato, donde se escondía detrás de la alta y sucia chimenea, al otro lado del lavabo de niñas de la tercera planta. Por las noches, la luz del parpadeante letrero de neón de RKO caía precisamente en ese sitio; una podía sentir su pulsante calor en las manos tendidas y los párpados cerrados. Agitada, Fleece alcanzó a Norma Jeane y la estrechó entre sus brazos fuertes y delgados como los de un niño. Fleece, siempre identificable por el olor de sus axilas y su pelo grasiento; Fleece, con sus efusiones reconfortantes y bruscas como las de un perro grande. Norma Jeane rompió a llorar con angustia.

—¡Ojalá se muriera! ¡La odio!

Fleece frotó su cara caliente contra la de Norma Jeane.

—¡Sí! ¡La muy puta! Yo también la odio.

¿Planearon aquella noche hacer autostop hasta Norwalk para incendiar el hospital? ¿O era un falso recuerdo de Norma Jeane? Quizá fuera un sueño. Aunque ella había estado allí: el fuego, los gritos, la mujer desnuda corriendo con el cabello en llamas y la mirada desquiciada, pero consciente de lo que sucedía. ¡Aquellos gritos!
Lo único que hice fue taparme los oídos y cerrar los ojos
.

Años después, cuando Norma Jeane visitó a su madre en Norwalk y habló con la jefa de enfermeras, descubrió que en la primavera de 1936 Gladys había intentado suicidarse «lacerándose» las muñecas y la garganta con horquillas y que había perdido «mucha sangre» antes de que la descubrieran en la sala de calderas del hospital.

3

11 de octubre de 1937

Querida madre:

¡Yo no soy nadie! ¿Quién eres tú?

¿Eres nadie, también tú?

¡Entonces ya somos dos!

¡No lo cuentes! ¡Sabes que nos harían desaparecer!

Éste es mi poema favorito de tu libro, la
Pequeña antología de poesía estadounidense
, ¿recuerdas? La tía Jess me lo ha traído y lo hojeo con frecuencia, recordando los tiempos en que me leías poemas y cuánto me gustaban. Cuando los leo, pienso en ti, madre.

¿Cómo estás? No dejo de pensar en ti y espero que te encuentres mucho mejor. Yo estoy bien, ¡te sorprendería ver cuánto he crecido! He hecho amistades aquí, en el centro, y en mi escuela, que es la Escuela Elemental de Hurst. La directora y el personal de esta casa son muy agradables. A veces un poco estrictos, pero es necesario, porque somos muchos. Vamos a la iglesia y yo canto en el coro. ¡Aunque ya sabes que no se me da muy bien la música!

Tía Jess viene a verme de vez en cuando y me lleva al cine. Los estudios me cuestan un poco, sobre todo la aritmética, pero me divierto en la escuela. Todas mis calificaciones son «bienes», salvo en álgebra, en la que he sacado una nota que me da vergüenza decir. Creo que el señor Pearce también ha venido a verme.

Hay un matrimonio muy amable, el señor Josiah Mount y su esposa, que vive en Pasadena, donde él trabaja como abogado y ella tiene un jardín lleno de rosas. Algunos domingos me llevan a pasear en coche y a su casa, que es muy grande y con vistas a un lago. El señor y la señora Mount quieren que me convierta en su hija y vaya a vivir con ellos. Desean que digas que sí, y yo también lo deseo.

A Norma Jeane no se le ocurría qué más podía decirle a su madre. Enseñó con timidez el papel a la doctora Mittelstadt, que la alabó diciendo que era «una carta muy bonita», con unos pocos errores ortográficos que ella corregiría. Sin embargo, creía que la niña debía terminar con una oración.

En consecuencia, Norma Jeane añadió:

Rezo por las dos, madre, esperando que des tu autorización para que me adopten. Te lo agradeceré con todo mi corazón. Pido a Dios que te bendiga para siempre, amén.

De tu hija que te quiere,

N
ORMA
J
EANE

Doce días después llegó la respuesta, la primera y última carta que Gladys Mortensen enviaría a Norma Jeane a la Casa de Expósitos de Los Ángeles. Una carta escrita en un ajado papel amarillento, con renglones torcidos y una caligrafía temblorosa que recordaba a una sinuosa procesión de hormigas:

Querida Norma Jeane, si es que no te avergüenzas de decir al mundo que ése es tu nombre:

He recibido tu deplorable carta, y mientras viva y sea capaz de luchar contra esta ofensa, nunca permitiré que mi hija sea adoptada. ¡Cómo iban a adoptarla! Tiene una
MADRE
que está viva y pronto tendrá fuerzas suficientes para llevarla otra vez a casa.

Por favor, no me insultes con estos pedidos que para mí son dolorosos y abominables. No necesito ni la bendición ni la maldición de tu puñetero Dios, de quien me pitorreo con el pulgar en la nariz. ¡Espero seguir teniendo un pulgar y una nariz! Contrataré a un abogado y me aseguraré de conservar lo que es mío hasta el día de mi muerte.

«De tu madre que te quiere»,

Y
A
SABES
QUIÉN

La regla
[2]

Todo lo que has visto y experimentado algún día te pertenecerá por completo.

El manual del actor y la vida del actor

—¡Mira qué culo tiene esa rubita!

Norma Jeane los oyó, pero fingió no oírlos, con la cara indignada y cubierta de rubor. Estaba en El Centro Avenue, de camino al orfanato desde la escuela. Vestida con una blusa blanca, pichi azul (ceñido en el busto y las caderas, aparentemente de la noche a la mañana) y calcetines blancos. Tenía doce años, aunque en su corazón eran sólo ocho o nueve, como si su desarrollo se hubiera detenido el mismo día en que había huido de la habitación de Gladys, desnuda y llorando, para pedir ayuda a los vecinos. Escapando del vapor, el agua hirviendo, la cama en llamas destinada a ser su pira funeraria.

¡Avergonzaos, avergonzaos!

Y llegó el día. Fue en la segunda semana de septiembre, poco después de empezar el séptimo curso. No la sorprendió del todo, aunque le costaba hacerse a la idea. ¿Acaso no hacía años que oía hablar del tema a las niñas mayores?, ¿y que escuchaba los groseros chistes de los chicos? ¿No había sentido una mezcla de repugnancia y fascinación al ver los «paños higiénicos» manchados de sangre —a veces envueltos en papel del váter y otras no— en el lavabo de mujeres?

¿No había sentido náuseas al percibir el olor a sangre seca cuando la habían mandado a sacar la basura al patio trasero del orfanato?

«Una maldición en la sangre. Es imposible escapar de ella», solía decir Fleece con una sonrisa burlona.

Pero Norma Jeane se regocijaba para sus adentros, porque tenía una convicción:
Sí que es posible escapar. ¡Hay una manera!

Delante de sus amigas del orfanato y de la escuela (porque Norma Jeane tenía amigos con familia y casas «de verdad»), la niña nunca hablaba de esa vía de escape,
la de la Ciencia Cristiana
, una perla de sabiduría que le había revelado Edith Mittelstadt: que Dios es la mente, la mente lo es todo y la «materia» no existe.

Que Dios nos cura por mediación de Jesucristo. Aunque sólo si creemos firmemente en Él.

Pero hoy, este día, una jornada laborable de mediados de septiembre, sintió un dolor sordo y extraño en el vientre durante la clase de gimnasia, mientras jugaba al voleibol vestida con blusa marinera y bombachos. Norma Jeane era una de las niñas más altas del séptimo curso y una de las mejores atletas —aunque a veces su timidez la hacía actuar con inseguridad y torpeza y dejaba caer el balón, provocando la impaciencia de las demás, que desconfiaban de ella pese a la determinación y el esfuerzo con que intentaba hacerles cambiar de parecer—, pero esta tarde, en el pegajoso calor del gimnasio, dejó caer la pelota al percibir un líquido ardiente en la entrepierna. Se sintió aturdida, aquejada por un súbito dolor de cabeza, y más tarde en el vestuario, mientras se ponía la combinación, la blusa y el pichi, decidió hacer caso omiso de lo que le ocurría, fuera lo que fuese; estaba escandalizada, indignada:
aquello no podía sucederle a ella
.

—¿Qué te pasa, Norma Jeane?

—¿Eh? Nada.

—Pareces… —la chica intentó sonreír y ser simpática, pero sus palabras tenían un dejo prepotente, coercitivo— enferma.

—A mí no me pasa nada, ¿y a ti?

Se marchó del vestuario temblando de furia.
¡Avergonzaos, avergonzaos! Pero en Dios no hay vergüenza
.

Se marchó de la escuela a toda prisa, evitando a sus amigas. Aunque siempre iba acompañada de un grupo de chicas, entre las que se encontraban Fleece y Debra Mae, ese día se las ingenió para volver sola, caminando con pasitos rápidos y los muslos apretados, como un pato. Sus bragas estaban húmedas, pero el cálido goteo se había detenido
(¡lo había detenido ella con su mente!, ¡se negaba a rendirse!)
, y avanzaba con la vista clavada en el suelo, ajena a los silbidos y piropos de los chicos que paseaban por El Centro Avenue, jóvenes que ya eran estudiantes de instituto o incluso mayores, con más de veinte años.

—¡Norma Jeane! Porque te llamas así, ¿verdad, guapa? ¡Eh, Norma Jeane!

Y ella deseando que el pichi no le quedara tan ceñido. Prometiéndose que iba a adelgazar. ¡Bajaría dos kilos! Nunca había sido gorda como algunas chicas de su clase, ni rechoncha como la doctora Mittelstadt,
pero la carne no es real, Norma Jeane. La materia pertenece a la mente, y Dios es la mente
.

Cuando la doctora Mittelstadt le explicó detenidamente esta verdad, ella la entendió. Cuando leyó el libro de la señora Eddy, y en especial el capítulo titulado «La oración», lo comprendió a medias. Sin embargo, cuando estaba sola, sus ideas eran tan confusas como un rompecabezas desarmado. Había un orden, pero ¿cómo hallarlo?

Ahora, esta tarde, sus pensamientos eran como una cascada de cristales rotos en el interior de su cráneo. Aquello que las personas no iluminadas denominaban «jaqueca» era una mera ilusión, una debilidad; aun así, después de recorrer las ocho manzanas que separaban la Escuela Superior de Hurst del orfanato, la cabeza le latía con tanta fuerza que apenas si podía ver algo.

Deseaba una aspirina. Una simple aspirina.

La enfermera del orfanato siempre prescribía aspirinas cuando una estaba enferma. O cuando las chicas tenían «el período».

Pero Norma Jeane juró que
no cedería
.

Dios estaba poniendo a prueba su fe. ¿No había dicho Jesucristo que «vuestro Padre sabe lo que necesitáis, antes de que lo pidáis»?

Recordó con amargura que, cuando ella era pequeña, su madre disolvía aspirinas en su zumo de naranja. Y luego añadía al vaso de Norma Jeane una cucharada del «agua medicinal» —vodka, probablemente— contenida en una botella sin etiqueta. Ella tenía tres años —¡o menos!—, demasiado pequeña para rechazar esos venenos. Drogas, alcohol. La Ciencia Cristiana repudiaba todos los vicios. Algún día denunciaría a Gladys por someter a una niña inocente a esas prácticas crueles.
Quería envenenarme de la misma manera en que se envenenaba ella. Yo jamás consumiré drogas, ni siquiera beberé
.

A la hora de la cena, desmayada de hambre pero demasiado indispuesta para comer los macarrones cubiertos de queso correoso y las refritas lonchas de beicon, lo único que consiguió pasar fue un tierno bollo de pan blanco que masticó y tragó muy despacio. Después, mientras recogía la mesa, habría arrojado al suelo una bandeja cargada con platos y cubiertos de no ser por una chica que corrió a sujetarla. En la cocina sofocante, bajo la ceñuda mirada de la cocinera, fregaba los peroles y la grasienta plancha; la peor de todas las tareas, tan desagradable como limpiar los lavabos. Y todo por diez centavos a la semana.

¡Avergonzaos, avergonzaos! Pero finalmente triunfaréis sobre la vergüenza
.

Cuando por fin le permitieran salir del orfanato para vivir en un hogar de acogida en Van Nuys, en noviembre de ese mismo año, 1938, tendría ahorrados en su «cuenta» veinte dólares con sesenta centavos. Como regalo de despedida, Edith Mittelstadt dobló esa cantidad.

—Recuérdanos con cariño, Norma Jeane.

A veces lo hacía; la mayoría no. En el futuro recrearía la historia de su vida de huérfana. No comprarían su orgullo por una suma tan mísera.

¡De hecho, no tenía orgullo! ¡Ni vergüenza! Bastaba una palabra cordial o la mirada de cualquier hombre para que me sintiera agradecida. Mi cuerpo adolescente era tan extraño para mí como un bulbo que se dilata en la tierra hasta que parece a punto de estallar
. Porque sin duda era consciente del desarrollo de sus redondos pechos y de la gradual expansión de sus muslos, caderas y «culo» (pues esa parte de la anatomía, cuando pertenecía a un cuerpo femenino, se nombraba con aprobación y una especie de jocoso afecto).
Qué culo tan bonito. Mira qué bonito culo. ¡Ay, nena, nena! ¿Quién es? Carne de estupro
. Esos cambios físicos la asustaban, porque si Gladys hubiera tenido ocasión de verla, se habría burlado. Gladys, que era delgada y esbelta, que admiraba especialmente a las estrellas de cine espigadas y «femeninas», como Norma Talmadge, Greta Garbo, la joven Joan Crawford y Gloria Swanson, prefiriéndolas a las más voluptuosas, como Mae West, Mae Murray o Margaret Dumont. Puesto que hacía tanto tiempo que no veía a Norma Jeane, sin duda le disgustaría comprobar cuánto había «crecido» su hija.

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