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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaca

Bienaventurados los sedientos (7 page)

BOOK: Bienaventurados los sedientos
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En ese momento, apareció en el umbral de la puerta su padre, en pijama. Imponente, aunque con los hombros caídos y las manos extendidas hacia ella en un gesto de abatimiento. Ninguno de los dos habló. Estuvo dudando un rato largo, pero, finalmente, entró en la sala y se puso en cuclillas ante ella.

—Kristine —la llamó en voz baja, más por decir algo que porque tuviera algo que decir—. Kristine, hija.

Quería tanto poder contestar. Habría querido ir a su encuentro, inclinarse hacia delante y dejar que la reconfortara y después consolarlo a él, por encima de cualquier otra cosa. Deseaba decirle que estaba apenada por lo que le había infligido, que estaba triste por haberlo defraudado y por haberlo estropeado todo, por ser tan tonta y dejarse violar. Deseaba con todas sus fuerzas poder tachar aquellos últimos y espantosos días, borrarlo todo y, tal vez, retroceder a los ocho años y a la felicidad de entonces, dejarse lanzar por los aires y aterrizar en sus brazos. Pero, sencillamente, no era capaz. No podía hacer nada para que las cosas volvieran a ser como antes: le había destrozado la vida. Lo único que pudo hacer fue extender la mano y dejar que la yema de los dedos le acariciara la cara. Desde la piel suave debajo de las sienes, bajando por las mejillas rugosas sin afeitar hasta detenerse en la hendidura de la barbilla.

—Papá —dijo en voz baja, y se levantó.

Al principio titubeó un poco, recobró el equilibrio y regresó a su cuarto. A la altura de la puerta, se giró un poco y vio que él seguía en el mismo sitio, en cuclillas, con el rostro entre las manos. Cerró la puerta y se tumbó en la cama con la ropa puesta. Al cabo de unos minutos, dormía profundamente, con la mente vacía de todo y libre de sueños.

Miércoles, 2 de junio

L
a cuesta adoquinada que ascendía de la calle Grønland hasta la comisaría de Policía de Oslo estaba en plena ebullición. La gente y los taxis subían y bajaban sin cesar, y de los vehículos se apeaba todo tipo de personas, desde hombres trajeados que acudían a reuniones importantes, hasta ancianas de piernas flacas y torpes, ataviadas con acertados zapatos de paseo, que se personaban disgustadas para denunciar la desaparición de un caniche. El sol brillaba implacable y los dientes de león del césped habían empezado ya a amarillear. Incluso el centro penitenciario Bots, situado al fondo de la avenida de álamos, aparentaba ser un lugar agradable. Era como si Egon Olsen estuviera a punto de salir canturreando por el portón, listo para llevar a cabo nuevos atracos. La zona estaba poblada de personas semidesnudas, sentadas o tumbadas entre los edificios, algunas disfrutando de su pausa para comer; otras, como los parados y las amas de casa, disfrutando del único espacio verde del antiguo barrio de Gamle Oslo. Niños de piel oscura jugaban al fútbol entre los que tomaban el sol; algunos de ellos se irritaban, al salir de su estado de sueño a golpe de sobresalto cada vez que la pelota aterrizaba sobre sus vientres untados de aceite. Los chavales se reían y no mostraban signos de querer trasladar el partido a otro campo.

Hanne y Håkon estaban en un banco contra la pared. Ella se había recogido las perneras del pantalón por encima de las rodillas y estaba descalza. Él pudo constatar de reojo que no se depilaba las piernas. Poco importaba, porque su escaso vello era suave, rubio y femenino, y la hacía parecer aún más hermosa que si hubiese tenido las piernas afeitadas. Su piel lucía ya un leve color moreno.

—¿Has pensado en una cosa? —preguntó Håkon, con la boca llena. Acabó de masticar, plegó con cuidado el envoltorio del bocadillo y se tragó lo que quedaba del cartón de leche— ¿Te has dado cuenta de que el sábado noche no hubo ninguna de esas «masacres»? ¿Quiero decir, este sábado pasado?

—Sí.

Hanne había acabado hacía un buen rato su pequeño almuerzo, que había consistido en un yogur y un trozo no muy grande de colinabo. Asombrado, Håkon le había preguntado si llevaba alguna dieta. Ella no contestó.

—Sí, lo he pensado —volvió a confirmar—. Extraño, tal vez nuestro hombre se haya cansado. El caso es que hemos conseguido blindar la historia contra las garras de los periódicos. Seguro que, a la larga, para nuestro personaje resulta un poco aburrido molestarse tanto solo para fastidiarnos. Sin duda esperaba algo más, si es que la teoría de que esto es obra de algún gracioso es acertada, claro está.

—Tal vez se haya, simplemente, quedado sin sangre…

—Sí, puede ser.

El balón se acercó a su posición tras describir un gran arco. Hanne se levantó, lo atrapó con una sonrisa y se giró hacia su compañero.

—¿Jugamos un poco?

Un arrebatado y esquivo movimiento de manos apagó cualquier esperanza de ver a Håkon jugar al fútbol con la chavalería paquistaní. Hanne les devolvió la pelota de un puntapié. Se sentó y empezó a frotarse el empeine dolorido.

—Estoy en baja forma.

—¿Qué opinas de este caso? —preguntó Håkon.

—A decir verdad, no lo sé. Esperemos que sea una broma, pero hay algo en todo esto que no acaba de gustarme. Pese a todo, este follón ha tenido que acarrearle muchas molestias a ese tipo.

—Puede que sea una mujer.

—Sinceramente, me parece muy poco probable que una mujer esté detrás de todo esto. Tanta sangre es, digamos, demasiado…, masculina.

—Pero imagina por un momento que no se trata de ninguna broma. Imagina que los tres parajes representen cada uno el escenario de un crimen real. Imagina que…

—¿Tienes poco que hacer, Håkon? ¿Crees que es necesario despilfarrar el tiempo con los «imagínate»? Pues sigue así y te auguro un futuro de lo más animado.

Algo irritada, se puso los calcetines y los zapatos y se bajó las perneras.

—Game over
—ordenó—. Hay que volver al tajo.

Entraron a paso lento por la puerta principal. Una chatarra dorada que pendía del techo en el gigantesco vestíbulo y cuya función, al parecer, era meramente decorativa amenazaba en cualquier momento con venirse abajo, debido al excesivo calor. Reflejaba la luz del sol con tanta intensidad que era imposible sostener la mirada.

«Si se derrumba esta mierda al suelo, no será una gran pérdida», pensó Hanne.

Subió con el ascensor hasta la segunda planta.

Las reflexiones de Håkon acerca de las masacres la atormentaban, se sentía agobiado. Tenía que lidiar con cinco violaciones, siete lesiones corporales graves y una sospecha de incesto. Más que suficiente. Lo cierto es que disponían de un grupo que llevaba los casos de abusos a menores, el Grupo de Operaciones Especiales. Pero la cotización de los niños como objetos sexuales se había disparado durante esta absurda primavera y todo el mundo tenía que arrimar el hombro.

El suyo era un típico caso de sobreseimiento. Clínicamente, no se encontraron pruebas de que algo estuviera mal. El hecho de que el crío hubiera cambiado radicalmente de carácter, para profunda desesperación de su madre y de la guardería, y que un psicólogo pudiera aseverar con total convencimiento que algo había pasado estaba, aun así, tan lejos de cualquier condena como de la Luna. «Algo» no era una definición muy precisa, desde un punto de vista jurídico. Sin embargo, iba en contra de sus instintos policiales más profundos no seguir perseverando en el caso. El chiquillo habló bastante durante la vista oral, pero se quedó completamente mudo cuando Hanne intentó, con mucha delicadeza, sacarle una explicación acerca de quién había exhibido un pene muy raro con leche dentro. Otra vista oral significaría la última baza en juego, pero eso tenía que esperar, al menos, un par de semanas.

«Imagina que…»

Hanne estaba sentada con los pies sobre la mesa, las manos detrás de la nuca y los ojos entornados.

«Imaginemos que hubiera ocurrido algo de verdad en la leñera de Tøyen, en la barraca de Loelva y en el aparcamiento de Vaterland.» En tal caso, era grotesco. Era imposible que la sangre emanara de una única persona y, aunque fueran tres o cuatro, cuyo macabro destino las esperaba en cada uno de los escenarios, era tan radicalmente improbable que, de momento, debía descartar aquella posibilidad.

Pegó un salto cuando el inspector Kaldbakken entró por la puerta y de un manotazo le apartó las piernas, que se estamparon contra el suelo del escritorio.

—¿Tienes poco que hacer, Wilhelmsen? —dijo gruñendo—. Pásate por mi despacho, ¡así tendrás con qué entretenerte!

—No, por Dios. Tengo más que de sobra, como todos.

El jefe se sentó.

—¿Has progresado algo con la violación del sábado? ¿Esa estudianta?

El inspector Kaldbakken debía de ser la única persona en este mundo en llamar a las mujeres estudiantes: «estudiantas». Según decían los rumores, también él solía ponerse el sombrero de borlas de estudiante el 17 de Mayo.

—No, nada en especial, lo normal. Nadie ha visto ni oído nada. A ella misma le cuesta muchísimo darnos algo más que una vaga descripción. Tú mismo has visto el retrato. Se parece a todos y a nadie. Hemos recibido medio centenar de pistas que Erik se ha encargado de cotejar. No parecen muy fiables, ninguna de ellas, al menos es lo que él dice. Echaré un vistazo yo misma.

—No me gusta —dijo, carraspeando, y siguió tosiendo durante unos minutos.

—Deberías dejar de fumar Kaldbakken —le dijo en voz baja, y advirtió que la carraspera sonaba a esa enfermedad pulmonar obstructiva crónica, el EPOC, en su penúltimo estadio. Ella misma debería dejar de fumar.

—Es lo que dice mi mujer —contestó, medio ahogado y finalizando el ataque de tos escupiendo gargajos que, sin duda, soltaban un montón de porquería de aspecto inmundo.

Se tapó la boca con un pañuelo usado de gran tamaño para recoger la materia. Hanne se dio la vuelta con mucho tacto y descansó la mirada sobre dos gorriones que se peleaban en el marco exterior de la ventana. El calor era insoportable también para ellos.

—No me gusta —insistió—. Las violaciones precedidas de agresiones vienen raras veces solas. ¿Sabes algo de los médicos forenses?

—No, ¡demasiado pronto! Suelen tardar semanas antes de mandar algo.

—Insiste con ellos, Wilhelmsen, dales caña. Estoy verdaderamente muy preocupado.

Se levantó con mucho esfuerzo y dificultad, y regresó tosiendo a su despacho.

Jueves, 3 de junio

N
o era tarea fácil tomarse algunos días libres, así, de sopetón. Sin embargo, sus dos compañeros se mostraron de lo más comprensivos. Se hicieron cargo de los pacientes con diligencia y buena voluntad, teniendo en cuenta el escaso tiempo de preaviso. Significaba un perjuicio económico, aunque, por otro lado, hacía muchos años que no se había regalado unas buenas vacaciones.

Tampoco podía llamarlo «vacaciones», pues tenía mucho que hacer. ¿Por dónde iba a empezar? No estaba muy seguro, así que decidió empezar con unos largos. La piscina estaba sorprendentemente llena de gente, a pesar de que eran las siete de la mañana. Los nadadores rezumaban olor a cloro, parecía como si acabaran de rellenar la piscina. Algunos deberían ser clientes habituales, saludaban y charlaban al borde de la piscina. Otros eran más conscientes de su objetivo, nadaban de un extremo al otro los cincuenta metros que medía cada largo, sin prestar atención a los demás, sin mirar a nadie, solo nadaban, nadaban y nadaban. Él también.

Al cabo de cien metros notó cierto cansancio. Al cabo de doscientos tuvo que reconocer que no solo llevaba demasiados años encima, sino que también cargaba con demasiada grasa. Empezó a clarear tras un par de largos más, al entrar en un ritmo que el corazón podía asumir. La cadencia era notablemente más lenta que la de los demás cuerpos, que resoplaban cuando pasaban por su lado con regularidad y sin descanso, hacia arriba y hacia abajo, hacia arriba y hacia abajo. Los musculosos torsos formaban estelas como pesados buques en miniatura. Se enganchó a la estela de un abigarrado bañador. Al alcanzar los setecientos metros, decidió que estaba listo. Era, sin duda, un comienzo de día inusitado, algo nuevo, distinto, y no podía recordar la última vez que se había tomado el tiempo de disfrutar tanto. En el momento de salir del agua, metió el vientre, sacó pecho y aguantó así hasta las escaleras que bajaban a los vestuarios. Soltó el aire comprimido entre los dientes y dejó que cayera la caja torácica al lugar que le correspondía.

Encontró su consuelo en la sauna, a casi cien grados de temperatura. Su piel era rubicunda, y los allí presentes no exhibían mejor aspecto. Mientras descansaba con la toalla ajustada púdicamente alrededor de su cintura, determinó que se dejaría caer por el edificio donde vivía su hija…, donde había vivido. Tenía que tomar alguna decisión acerca de ese piso, porque jamás volvería a mudarse a ese apartamento. Pero no quería forzarla a tomar una decisión en esos momentos. Tenían mucho tiempo por delante, de momento.

Se sintió limpio y más ligero, a pesar de sus casi cien kilos de peso. Lloviznaba fuera, si bien la temperatura no había bajado. Seguía haciendo demasiado calor para la época del año; incluso aunque hubieran estado en pleno julio, dieciocho grados a las ocho de la mañana era algo insólito. Aquello era casi alarmante, tal vez tuviera algo que ver con esa historia de la capa de ozono.

Tuvo menos problemas que habitualmente para sentarse en su coche, que se hallaba mal aparcado en un lugar reservado para minusválidos. La sesión de entrenamiento le había sentado de maravilla, lo tenía que repetir, se lo iba a tomar en serio.

Catorce minutos más tarde encontró un sitio lo bastante amplio, a tan solo cincuenta metros de la vivienda de su hija. Volvió a mirar el reloj y se dio cuenta de que era demasiado pronto para importunar a nadie. Los que tenían que trabajar no tendrían tiempo para hablar con él, y los que iban a quedarse en casa seguramente seguirían en la cama a esas horas. Así que compró un par de periódicos y entró en la panadería, que tentaba ya a muchos paseantes mañaneros con aromas deliciosos de bollería recién horneada.

Después de tres bollos, un cuarto de litro de leche fresca y dos tazas de café, había llegado la hora de ponerse manos a la obra. Se acercó al coche y añadió algunas monedas al parquímetro, antes de dirigirse hacia la puerta de entrada. Sacó las llaves y entró en el bloque. Había dos pisos por cada una de las cinco plantas. Empezaría por la primera.

Un tosco letrero de porcelana anunciaba que Hans Christiansen y Lena Ødegård residían en el piso de la izquierda. Se puso bien derecho y llamó al timbre. No hubo respuesta. Volvió a intentarlo y nada.

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