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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (7 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Cuando tenía tiempo, iba a una escuela que llamaban Primaria Superior, donde tenía una maestra de anatomía que nos obligaba a recitar con puntos y comas todo el texto de un terrible libro de anatomía, fisiología e higiene; quien no lo recitara de memoria, no pasaba el curso. Allí también me enamoré de mi profesor de gramática, un hombre de unos setenta años. Así, mis amores platónicos de entonces se dividían entre Carlos, que tenía unos catorce años, y el viejo profesor de setenta. De ese modo, cuando mi primo se masturbaba pensando en alguna de las muchachas a las que quizás había besado en uno de los pocos y raquíticos parques del pueblo, yo también lo hacía pensando en el profesor de gramática, que nunca se había fijado en mí para nada, aunque los alumnos decían que era homosexual y muchos hasta hacían alardes de habérselo templado.
En 1957 mi prima Dulce Ofelia y su madre vinieron de Miami a pasarse una temporada en Holguín. Dulce se había convertido en una muchacha bellísima. Era el momento en que mi amistad con Carlos estaba en pleno apogeo; íbamos todas las noches juntos al cine. Mi prima captó algo extraño en aquellas relaciones y, tal vez por eso, se enamoró de Carlos. Las cosas cambiaron para mí; ya no éramos Carlos y yo los que íbamos al cine, sino ellos dos, y yo de chaperón; se sentaban junto a mí en el cine y yo los veía besarse. Lo que tantas veces yo hubiera deseado hacer con Carlos lo hacía ahora mi prima delante de mí y yo tenía que cuidarlos para que no pasara nada «malo», según me orientaba mi abuela. El romance duró un mes, hasta que mi prima regresó a Miami. Carlos intentó otra vez salir conmigo, pero yo no quise saber nada más de él; secretamente, me había traicionado y no tenía que explicarle más nada; él comprendía. Carlos se sentaba en el portal y empezaba a hablar con mis abuelos esperando que yo saliese; pero yo me enclaustraba en el comedor; había comenzado a escribir otra novela terrible,
El caníbal
, que, afortunadamente, se perdió. Nunca más volví a ir al cine con Carlos.
Por aquella época yo engolé la voz, puse cara de guapo y aumenté el número de mis novias; creo que hasta yo mismo llegué a pensar que alguna de aquellas muchachas me gustaba. En la escuela cortejaba a todas las alumnas y me cuidaba mucho de que alguien pudiera imaginar que a mí no me atraían las mujeres. Pero un día, mientras la maestra de anatomía repetía su mamotreto, un compañero de mi clase se sentó junto a mi pupitre y con un diabolismo absolutamente sincero me dijo: «Mira, Reinaldo, tú eres pájaro. ¿Tú sabes lo que es un pájaro? Es un hombre al que le gustan los otros hombres. Pájaro; eso es lo que tú eres».
Pascuas

 

Una de mis mayores alegrías cuando era un muchacho era oír a mi abuelo decir la palabra «Pascuas». Al decir esta palabra lo pronunciaba con tal sonoridad, que ya parecía como si uno estuviera en la fiesta de Navidad. Cuando pronunciaba aquella palabra lo hacía con una risa nada frecuente en él y en aquella palabra estaba contenida toda la alegría del mundo.
En las Navidades de 1957 mi abuelo no dijo Pascuas; no hubo Pascuas. Las únicas que hubo fueron las Pascuas Sangrientas como dijo la revista
Bohemia
, debido a la cantidad de asesinatos políticos que en aquel mes cometió el gobierno. Se oían tiroteos; el terror ya era una cosa cotidiana. Casi toda la provincia de Oriente estaba contra Batista y había rebeldes en los montes. A veces atacaban de lejos al ejército de Batista, que salía huyendo porque los soldados eran, casi siempre, pobre gente que se moría también de hambre y no quería perder la vida por tan poca cosa. Pero tampoco se puede hablar de una guerra frontal entre los guerrilleros de Fidel Castro y las tropas de Batista; casi todos los muertos fueron los que mataron los esbirros de Batista: estudiantes, miembros del Movimiento 26 de Julio o simples simpatizantes de Castro que eran capturados en las ciudades, torturados y asesinados y luego tirados en una cuneta para amedrentar a la población y, sobre todo, a los conspiradores. Pero entre los soldados de Castro no hubo muchas bajas, como tampoco las hubo en el ejército de Batista. Cuando triunfó la Revolución, Castro habló de veinte mil muertos y esa cifra se convirtió en algo mítico, simbólico; sin embargo, nunca se han publicado los nombres de esos veinte mil muertos, ni nunca se van a publicar, porque no los hubo en esa guerra. En realidad, tampoco hubo una guerra, sino la reacción casi unánime de un pueblo contra un dictador; el pueblo se encargaba de hacer sabotajes y, sobre todo, de difundir la noticia de que los rebeldes eran miles y estaban por todas partes; lo que estaba por todas partes era el desprecio al régimen de Batista y, por eso, dondequiera aparecía una bandera del 26 de Julio; yo mismo una vez puse una de esas banderas. Batista era además un dictador torpe que tampoco ejercía el control absoluto y fue perdiendo el poder debido a la incesante corrupción entre sus propios aliados y las deserciones de los más honestos. También hay que reconocer que había una campaña popular contra Batista que a veces llegaba a los medios publicitarios. La revista
Bohemia
publicaba fotos y entrevistas de los rebeldes en la Sierra Maestra y también publicaba las fotos de los jóvenes asesinados por Batista. El
New York Times
apoyó desde el principio a Fidel Castro y, en general, era en Estados Unidos donde Castro y casi todos sus agentes podían conspirar libremente. Además, la burguesía cubana detestaba también a Batista, que era de raza negra, y apoyaba a Castro, el blanco, hijo de un hacendado español que había estudiado en una escuela de jesuítas. Fue precisamente el obispo más importante de toda Cuba quien le salvó la vida una vez a Fidel Castro. Antes de renunciar y largarse definitivamente del país, Batista ya estaba desmoralizado. Era un vividor y lo que más le interesaba salvar eran sus millones; la misma noche antes de partir dio una fiesta en el cabaret Tropicana. Unos años después, en París, Batista hizo unas declaraciones contundentes y muy irónicas refiriéndose a sus últimos años en el poder en Cuba; se dice que dijo: «Yo entré por la posta, salí por la pista y dejé la peste».
Rebelde

 

Hacia 1958 la vida en Holguín se fue haciendo cada vez más insoportable; casi sin comida, sin electricidad; si antes vivir allí era aburrido, ahora era sencillamente imposible. Yo, desde hacía algún tiempo, tenía deseos de irme de la casa, alzarme, unirme a los rebeldes; tenía catorce años y no tenía otra solución. Tenía que alzarme; tal vez podía hasta irme con Carlos, participar juntos en alguna batalla y perder la vida o ganarla; pero hacer algo. Le hice la proposición del alzamiento a Carlos y me dijo que sí; que lo despertara de madrugada; que nos iríamos juntos hasta un pueblo llamado Velasco que, según se comentaba, ya estaba tomado por los rebeldes.
Yo me levanté de madrugada, fui para la casa de Carlos y llamé varias veces frente a la ventana de su cuarto, pero Carlos no respondió; evidentemente, no quería responder. Pero como yo ya estaba decidido a dejarlo todo, eché a caminar rumbo a Velasco; me pasé un día caminando hasta que llegué al pueblo. Pensé que allí me iba a encontrar con muchos rebeldes que me iban a aceptar con júbilo, pero en Velasco no había rebeldes, ni tampoco soldados batistianos; había un pueblo que se moría de hambre, compuesto en su mayoría por mujeres. Yo sólo tenía cuarenta y siete centavos. Compré unos panqués de la región, me senté en un banco y me los comí. Estuve horas sentado en aquel banco; no tenía deseos de regresar a Holguín ni fuerzas para hacer la misma jornada caminando. Al oscurecer, un hombre que hacía rato me observaba se me acercó y me preguntó si yo venía a alzarme. Yo le dije que sí y él me dijo llamarse Cuco Sánchez; tendría unos cuarenta años. Todos sus hermanos —siete— estaban alzados; él era el único que se había quedado en el pueblo para atender a su madre y a su esposa. Me llevó a su casa; su esposa era una mujer desolada, tal vez porque sólo tenía un plato de frijoles que ofrecerme y de aquel plato ellos tenían también que comer; comí avergonzado, pero con apetito. La madre de Cuco Sánchez me alentaba para que me quedara con ellos; le decía a Cuco que tenía que llevarme hasta la Sierra de Gibara, donde estaban los rebeldes. Ella tenía una tienda mixta que había sido saqueada, primero por los rebeldes y luego por los soldados de Batista. Hacía una semana que había pasado por allí uno de los más notables esbirros de Batista, Sosa Blanco; había asolado al pueblo, había quemado vivo a un hombre y se había llevado lo poco que le quedaba en la tienda a la madre de Cuco Sánchez. Luego le rompió la vidriera a tiros; allí no quedaba ya más que una báscula que también había sido hecha pedazos. «Mira cómo me la descuarejingaron», me decía la madre de Cuco, entre furiosa y aterrada. Sí, yo tenía que alzarme, según ella; como si yo fuera el encargado de vengar su báscula rota. Los hermanos de Cuco Sánchez estaban por aquella zona y a Cuco no le seria difícil llevarme hasta ellos; él mismo se encargaba de fabricar balas para los alzados; mientras estuve en su casa lo ayudé a fabricar aquellas municiones. Finalmente, fuimos hasta el cuartel de los rebeldes en la Sierra de Gibara.
Yo me entrevisté con el capitán de los rebeldes; se llamaba Eddy Suñol y estaba herido; había recibido un tiro cuando llegó Sosa Blanco, según me explicó. Todavía llevaba una enorme y rústica venda a un costado de la cintura; creo que tenía rota una costilla. Aquel hombre era un campesino de Velasco; me miró con cierto aprecio, pero no me aceptó; yo era muy joven y no tenía arma. «Lo que nos sobran son guerrilleros, lo que nos faltan son armas», me dijo. Hice todo lo posible por quedarme, y Cuco también me ayudó; así convencimos a Suñol, quien me dijo que podía quedarme allí una semana hasta que partiera un contingente para la Sierra Maestra y yo pudiera irme con ellos; si allá me aceptaban o no, ya no era su responsabilidad; pero podría quedarme allí durante una semana, ayudando en lo que fuera: cocinando, cargando agua, buscando leña.
Al cabo de unos diez días de estar esperando la orden de partir para la Sierra Maestra, llegaron de allá cuarenta y cinco hombres y siete mujeres que Suñol había enviado como guerrilleros, pero fueron rechazados porque no llevaban armas largas y Castro no los necesitaba. Yo no podía seguir allí; tenía que regresar a Holguín, matar a un guardia, quitarle el rifle y regresar. «Si traes un arma larga te aceptamos al instante», me dijo Suñol. Uno de los rebeldes, un joven de unos dieciocho años, me regaló el único cuchillo que tenía; me dijo que no podía irme sin armas, que le clavara el cuchillo por la espalda a un guardia de Batista y regresara. «Yo te voy a estar esperando aquí», me dijo el joven. Lo dijo tal vez para estimularme, para que me fuera con alguna ilusión; así regresé a Holguín.
Ahora iba en un camión con varias personas que tenían autorización para viajar hasta Aguas Claras, un barrio cercano a Holguín. Aquellas personas eran conocidas por los soldados de Batista, pero yo no; el chofer me había advertido que era un gran riesgo llevarme, porque, si descubrían que era un alzado o que no era de por allí, los matarían a todos. Finalmente llegamos a Aguas Claras sin ningún problema; allí, a unos diez kilómetros de Holguín, nos despedimos, me escondí hasta el anochecer, en que eché a caminar rumbo al pueblo.
A medianoche llegué a la casa; toqué a la puerta y mi abuela abrió, soltando un alarido que mi abuelo, inmediatamente, silenció de una trompada. «Si te cogen aquí te matan al momento y nos llevan presos a todos en la casa», dijo mi abuelo.
Cometí la imprudencia de dejar un papel sobre la cama donde decía que me iba con los rebeldes, pero que no le dijeran nada a nadie. Dando gritos, las diez mujeres que había en la casa divulgaron la noticia por todo el barrio. Ahora la policía de Batista me buscaba. Tenía que regresar a Velasco y, por supuesto, ni soñando iría a matar a ningún policía por la espalda con aquel cuchillo que traía. De todos modos, la noche en que me iba me acerqué a un policía; lo miré, él me miró también y la única señal que hizo fue cogerse los huevos, que se le marcaban por encima del uniforme y eran casi tan grandes como los de mi abuelo. Me alejé lo más rápido que pude de aquel lugar, mientras él seguía sobándose sus magníficos testículos.
Regresé por entre los matorrales a Velasco, llegué al campamento, y tuvieron que aceptarme; no podían dejarme volver a Holguín. Así me quedé ayudando en lo que me pedían. A unas cuantas leguas de allí vivía la tía que había comprado la finca de mi abuelo; atravesando montes, de vez en cuando la visitaba; ella me daba algo de comer y, como su marido no simpatizaba con los rebeldes, les convenía que yo, un rebelde, los visitase.
Nunca participé en un combate; ni siquiera vi un combate de lejos durante todo el tiempo que estuve con los rebeldes; esos combates fueron más míticos que reales. La guerra fue más bien de palabras. La prensa y casi todo el pueblo decían que el campo estaba tomado por miles y miles de rebeldes armados hasta los dientes. Era falso; las pocas armas que tenían eran las que le habían quitado a los casquitos —los soldados de Batista— o escopetas viejas, amarradas con alambres, que habían sido fabricadas en el siglo pasado y utilizadas por los mambises.
Estando con los rebeldes vi cometer algunos actos de injusticia que, hasta cierto punto, me hicieron dudar de la buena voluntad de aquella gente. Una vez un grupo de rebeldes fue a arrestar a un campesino que vivía con su madre; la madre daba unos gritos enormes. Su hijo había sido denunciado por «chivato», es decir, por delator. Se lo llevaron y lo fusilaron; esto es, antes de que Fidel Castro tomara el poder, ya habían comenzado los fusilamientos de las personas contrarias al régimen o que conspiraban contra él; se les llamaba «traidores»; ésa era y es aún la palabra.
Eddy Suñol, quien ordenaba los fusilamientos en aquella zona, acabó, quince años después, pegándose él mismo un tiro en la cabeza. La muerte de Suñol no fue sino un suicidio más en nuestra historia política, que es la historia del suicidio incesante.
La mayoría de los que estábamos alzados no pensábamos que la dictadura de Batista se fuera a caer tan rápidamente. Cuando se divulgó la noticia de que Batista se había marchado, muchos no la creimos. Hasta el mismo Castro fue uno de los más sorprendidos; había ganado una guerra sin que la misma se hubiese llevado a cabo. Castro tenía que estarle más bien agradecido a Batista; el dictador se había marchado, dejándole la isla intacta, y sin que Castro recibiera ni un solo rasguño. Por otra parte, Fidel Castro tampoco intentó nunca hacerle ningún atentado a Batista; se lo hizo un grupo de estudiantes casi desarmados, que murieron allí mismo, y los que se salvaron nunca llegaron al poder bajo Castro. También es oportuno recordar que el cuñado de Fidel Castro era un famosísimo batistiano; nada menos que un ministro. Aunque Batista había huido desde el 31 de diciembre de 1958, Castro se tomó bastantes días en bajar de la Sierra Maestra y llegar a La Habana; después vino la leyenda. Se encaramó a unos enormes tanques de guerra, que no le pertenecían, y llegó a La Habana rodeado de toda una enorme tropa que lo vitoreaba y del pueblo que ya estaba cansado de Batista.
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