Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
En apenas un minuto, la desafiante confianza que reinaba en el puesto de mando se había convertido, primero, en una enmudecida sorpresa y, luego, en un consternado estupor. A través del catalejo, West vio a los ballesteros accionar las manivelas para tensar de nuevo las cuerdas, sacar nuevas saetas de sus aljabas y ajustarías en sus armas. El alcance había sido calculado a la perfección. No sólo disponían de ballestas, sino que además sabían usarlas. West corrió hacia donde estaba el Príncipe Ladisla, que contemplaba boquiabierto cómo se llevaban a un herido de la Guardia Real, que tenía la cabeza colgando de lado.
—¡Alteza, tenemos que avanzar y reducir la distancia para que nuestros arqueros puedan responder a su fuego o si no retirarnos a una posición más elevada! —Ladisla se le quedó mirando fijamente sin dar muestras de haber oído lo que le había dicho y menos aún de haberlo comprendido. Una segunda andanada trazó un arco en el cielo y descendió sobre la infantería que tenían delante. Esta vez cayó entre las filas de las levas, que no disponían ni de escudos ni de armaduras. La deslavazada formación quedó sembrada de huecos, prontamente rellenados por la niebla, y pareció como si el batallón entero emitiera un quejido y vacilara. Un herido comenzó a emitir un alarido animal que no parecía que fuera a detenerse nunca—. Alteza, ¿avanzamos o retrocedemos?
—Esto... pues... —Ladisla miró boquiabierto a Lord Smund, pero, por una vez, el noble se había quedado sin palabras. Parecía todavía más estupefacto que el propio Príncipe. El labio inferior de Ladisla temblaba—. Cómo... esto... ¿Qué opina usted, coronel West?
La tentación de recordar al Príncipe Heredero que toda la responsabilidad del mando recaía en él, y nada más que en él, resultaba casi irresistible, pero West se mordió la lengua. Si no se tomaba alguna determinación, aquella parodia de ejército se desbandaría en un abrir y cerrar de ojos. Era mejor hacer algo, aunque fuera erróneo, que no hacer nada. Se volvió hacia el corneta que tenía más cerca.
—¡Toque retirada! —rugió.
Las cornetas llamaron a retirada con un sonido estridente, discordante. Costaba trabajo creer que fueran los mismos instrumentos que hacía tan sólo unos minutos habían ejecutado el retador toque de carga. Los batallones comenzaron a retroceder paso a paso. Una nueva andanada cayó sobre las filas de las levas, y luego otra más. Su formación estaba empezando a deshacerse. En su intento de esquivar aquella lluvia asesina, los hombres retrocedían apresuradamente, chocando unos contra otros. Las filas se volvían turbas, el aire se poblaba de gritos y de confusión. La niebla se había vuelto tan densa que West apenas conseguía distinguir en dónde caían las nuevas andanadas de flechas. Los batallones de la Unión habían quedado reducidos a unas cuantas puntas de lanza temblorosas y a algún que otro casco incorpóreo que emergían en medio de una densa nube gris. Incluso ahí arriba, en el puesto de la intendencia, la niebla comenzaba a enroscársele a West en los tobillos.
Entretanto, en lo alto de la colina, los Caris empezaron a moverse. Alzaron de golpe sus armas y luego se pusieron a golpearlas contra sus escudos pintarrajeados. Después lanzaron al unísono un enorme grito, que poco tenía que ver con el rugido ronco que West se había esperado. Se trataba más bien de una especie de aullido extraño y escalofriante que se expandía por el valle, un intenso gemido que se superponía al entrechocar de los metales y penetraba en los oídos de los hombres que los contemplaban desde abajo. Un sonido salvaje, furioso, primitivo. Más propio de monstruos que de hombres.
El Príncipe Ladisla y su Estado Mayor se miraban los unos a los otros boquiabiertos y tartamudeaban con gesto embobado, mientras los Caris, fila tras fila, comenzaban a marchar pesadamente colina abajo en dirección a la densa niebla que cubría el fondo del valle donde las tropas de la Unión seguían intentando replegarse a ciegas. West se abrió paso entre los paralizados oficiales y se dirigió al corneta.
—¡Toque a generala!
El joven, con la corneta colgando entre sus dedos inertes, dejó de mirar con gesto estupefacto el avance de los Hombres del Norte y contempló a West con idéntica expresión.
—¡A generala! —rugió una voz a sus espaldas—. ¡A generala! —Era Pike, lanzando unos bramidos que no tenían nada que envidiar a los de un sargento de instrucción. Al instante, el corneta se llevó su instrumento a los labios y sopló con todas sus fuerzas. Respondiendo a la llamada, resonaron de vuelta a través de la niebla apagados gritos y toques de corneta, que se alzaban ahora a su alrededor.
—¡Atención, formen filas!
—¡En filas, muchachos!
—¡Preparados!
—¡Listos!
Un coro de tableteos y de sonidos metálicos atravesó las tinieblas. El chirrido de las armaduras de los soldados en movimiento, el de las lanzas colocadas en ristre, el de las espadas que se desenvainaban, los gritos que se lanzaban unos hombres a otros y unas unidades a otras. Y, por encima de todo ello, creciendo en intensidad, el aullido sobrenatural de los Hombres del Norte, que bajaban en tropel desde los altos e iniciaban la carga sobre el valle. A pesar de hallarse separado del enemigo por cien zancadas de terreno y miles de hombres armados, West sintió que se le helaba la sangre. Se imaginaba perfectamente el miedo que en ese mismo momento sentían los soldados de las primeras filas al ver surgir de entre la niebla las siluetas de los Caris, lanzando sus gritos de guerra y blandiendo en alto sus armas.
No hubo ningún ruido especial que indicara que se había producido el contacto. El estrépito no paraba de crecer, a los gritos y aullidos se unían chillidos agudos, gruñidos sordos, bramidos de dolor y de rabia que se mezclaban cada vez con más frecuencia con el terrible fragor. En el cuartel general nadie hablaba. Todos, West incluido, escudriñaban las tinieblas, forzando la vista en un intento desesperado de vislumbrar lo que estaba sucediendo en el valle que tenían a sus pies.
—¡Allí! —gritó alguien. Una figura borrosa se movía en medio de la oscuridad. Todos los ojos se clavaron en ella mientras iba cobrando forma. Un joven teniente, jadeante y embarrado, cuya cara expresaba un hondo desconcierto—. ¿Dónde demonios está el puesto de mando? —gritó mientras se acercaba a ellos con paso tambaleante ascendiendo por la ladera.
—Aquí.
El joven dirigió a West un alambicado saludo militar.
—Alteza...
—Ladisla soy yo —dijo el verdadero Príncipe. El joven se dio la vuelta con gesto perplejo e inició de nuevo un saludo—. ¡Suelte su mensaje!
—Sí, señor, quiero decir, Alteza. El comandante Bodzin me envía para comunicarle que su batallón se halla en una situación muy comprometida y que... —aún le faltaba el aliento— necesita refuerzos.
Ladisla miró al joven como si le hubiera estado hablando en un idioma extranjero y luego se volvió hacia West.
—¿Quién es el comandante Bodzin?
—El oficial al mando del primer batallón de las levas de Stariksa, Alteza, nuestro flanco izquierdo.
—El flanco izquierdo, ya... esto...
Un grupo de oficiales del Estado Mayor, ataviados con relucientes uniformes, habían formado un semicírculo en torno al jadeante teniente.
—¡Dígale a su comandante que resista! —exclamó uno de ellos.
—¡Sí! —terció Ladisla—. ¡Dígale a su comandante que resista y que... mmm, rechace al enemigo! ¡Eso es! —empezaba a meterse en su papel—. ¡Que lo rechace y resista hasta el último hombre! Dígale al comandante Clodzin que los refuerzos están en camino. ¡Eso es... en camino! —y, dicho aquello, se dio la vuelta y se alejó a grandes zancadas con gesto resuelto.
El joven teniente se giró y escrutó las tinieblas.
—¿Por dónde se va a mi unidad? —murmuró.
Ahora empezaban a distinguirse ya bastantes más figuras: unas formas jadeantes que corrían dando tumbos por el barro. West los identificó de inmediato. Eran soldados de las levas que se habían disgregado de la parte de atrás de los tambaleantes escuadrones tan pronto como se había establecido contacto con el enemigo. Nunca había esperado que fueran a aguantar mucho más.
—¡Perros cobardes! —maldijo Smund mientras veía alejarse sus espaldas—. ¡Volved aquí! —era como darle órdenes a la niebla. Todo el mundo huía buscando auxilio, orientación, refuerzos: desertores, asistentes, correos. También los primeros heridos. Algunos se retiraban cojeando por su propio pie o utilizando lanzas rotas a modo de muletas, otros eran llevados a rastras por sus cantaradas. Pike se echó hacia delante para socorrer a un tipo pálido que tenía clavada en el hombro la saeta de una ballesta. Luego pasó por delante otro herido que iba tendido en una camilla y hablaba solo. Tenía el brazo izquierdo amputado por debajo del codo y atado con fuerza al muñón llevaba un trapo mugriento que rezumaba sangre.
La tez de Ladisla había adquirido una lividez grasienta.
—Me duele la cabeza. Tengo que sentarme. ¿Qué ha sido de mi silla de campaña?
West se mordisqueó el labio. No tenía ni la más remota idea de qué se podía hacer. Burr le había enviado junto a Ladisla por su experiencia, pero en aquel momento se sentía tan desorientado como el Príncipe. Para poder trazar un plan, había que ver al enemigo, o al menos a las propias fuerzas. Permanecía inmóvil, con la misma sensación de inutilidad y frustración que un ciego en un combate de boxeo.
—¡Maldita sea, qué está pasando! —la voz del Príncipe resonó chillona y enfurruñada en medio del estruendo—. ¿De dónde ha salido esta maldita niebla? ¡Exijo saber qué está pasando! ¡Coronel West! ¿Dónde está el coronel? ¿Qué está pasando ahí fuera?
Ojala hubiera podido darle una respuesta. Los hombres atravesaban el embarrado puesto de mando dando tumbos, corriendo, huyendo en estampida. Surgían rostros entre la niebla y al instante ya habían desaparecido, rostros llenos de miedo, de confusión, de determinación. Llegaban correos con mensajes u órdenes incomprensibles, soldados con heridas sangrantes o sin armas. Por el aire gélido flotaban voces incorpóreas que se superponían las unas a las otras hablando con angustia, apremio, terror, desesperación.
—...Nuestro regimiento ha entrado en contacto con el enemigo y se repliega, bueno, creo que estaba replegándose...
—¡Mi rodilla! ¡Maldita sea, mi rodilla!
—¿...Alteza, Príncipe? Traigo un mensaje urgente de...
—¡Envíen... hummm... a alguien! A cualquiera que esté disponible... ¿Hay alguien disponible?
—¡...La Guardia Real está en una situación muy comprometida! Solicitan permiso para retirarse...
—¿Qué ha sido de la caballería? ¿Dónde está la caballería?
—¡...No son hombres, son demonios! El capitán ha muerto y...
—¡Nos replegamos!
—¡...en el flanco derecho se combate denodadamente y se necesitan refuerzos! ¡Se necesitan refuerzos desesperadamente!
—¡Que alguien me ayude, por favor!
—¡...y luego hay que contraatacar! Combatimos a lo largo de toda la línea del...
—¡Silencio! —West creía haber oído algo en medio de aquellas tinieblas grises. Parecía el tintineo de un arnés. La niebla era ya tan densa que no conseguía ver nada que estuviera a más de treinta zancadas, pero el ruido de cascos de caballo era inconfundible. Su mano se cerró sobre la empuñadura de la espada.
—¡Es la caballería, han regresado! —Lord Smund salió disparado hacia delante.
—¡Espere! —le bufó inútilmente West mientras escrutaba la oscuridad gris. Se vislumbraban las siluetas de unos jinetes que se acercaban entre la niebla. Las formas de las armaduras, las sillas y los cascos concordaban con las de la Guardia Real y, sin embargo, había algo raro en su forma de montar: tenían una postura muy suelta y desgarbada. West desenvainó—. ¡Protejan al Príncipe! —masculló dando un paso hacia Ladisla.
—¡Eh, usted! —gritó Lord Smund al jinete que venía más destacado—. Prepare a sus hombres para otra...
La espada se le hundió en el cráneo con un ruido sordo. Un chorro de sangre, negra por contraste con la blanca niebla, salió proyectado hacia arriba y, acto seguido, los jinetes se lanzaron a la carga gritando a pleno pulmón. El estruendo era terrorífico, sobrecogedor, inhumano. El caballo que venía en cabeza apartó de un golpe el cuerpo inerte de Smund y el que venía a su lado lo pisoteó. Hombres del Norte, sí, inconfundibles; sus figuras iban cobrando una espeluznante nitidez a medida que emergían de la mugre gris. El que venía primero era un tipo de barba poblada y con una melena que sobresalía por debajo de un casco de la Unión que casi no le cabía en la cabeza. Unos dientes amarillentos asomaban en su boca abierta y tanto sus ojos como los de su caballo estaban henchidos de furor. Descargó su gruesa espada y alcanzó entre los omoplatos a uno de los guardias del Príncipe, que había arrojado su lanza y se había dado la vuelta para huir.
—¡Protejan al Príncipe! —chilló West. Pero lo que vino luego fue el caos. Los caballos pasaban atronando, los jinetes aullaban mientras soltaban tajos a diestro y siniestro con hachas y espadas, los hombres corrían en todas direcciones, resbalaban y caían; unos morían en el suelo, pisoteados por los caballos y otros eran segados de pie. El aire se espesaba con el viento que levantaban los jinetes al pasar, con el barro que volaba por todas partes, con los aullidos, con el pánico, con el terror.
West esquivó de un salto la trayectoria de unas pezuñas que barrían el aire, cayó de bruces en el barro, lanzó una fútil cuchillada a un caballo que pasó a su lado y rodó por el suelo jadeando y tragando niebla. No sabía en qué dirección iba, todo le sonaba igual, todo le parecía igual.
—¡Protejan al Príncipe! —volvió a gritar con una voz ronca que quedó ahogada por el estruendo mientras seguía rodando sin parar.
—¡Atención al flanco izquierdo! —gritó alguien—. ¡Formen filas! —no había filas. No había flanco izquierdo. West tropezó con un cuerpo, una mano le agarró de una pierna y se desembarazó de ella soltándole un tajo con la espada.
—Ah —había quedado boca abajo. La cabeza le dolía brutalmente. ¿Dónde estaba? Haciendo prácticas de esgrima quizás. ¿Le habría derribado otra vez Luthar? Ese muchacho se había vuelto demasiado bueno para él. Trató de estirarse para coger la empuñadura de su espada, que había quedado atrapada en el barro. A lo lejos veía una mano que se deslizaba por la hierba con los dedos extendidos. Oía el doloroso retumbar de su propia respiración golpeándole en la cabeza. Todo estaba borroso, todo oscilaba; niebla ante sus ojos, niebla dentro de sus ojos. Demasiado tarde. No pudo alcanzar la espada. Sentía un dolor punzante en la cabeza. Tenía la boca llena de barro. Se puso boca arriba y, entre jadeos, se fue incorporando lentamente apoyándose en los codos. Vio que se acercaba un hombre. Una silueta de cabellos enmarañados, un Hombre del Norte. Claro. Aquello era una batalla. El hombre caminaba despacio hacia donde él estaba. En la mano llevaba una especie de raya oscura. Un arma. Espada, hacha, maza, lanza, ¿qué más daba? Sin ninguna prisa, el hombre dio un paso más, plantó una bota en la guerrera de West y le aplastó el cuerpo contra el barro.