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Authors: Michel Houellebecq

Tags: #Drama, Relato

Ampliacion del campo de batalla (7 page)

BOOK: Ampliacion del campo de batalla
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Finalmente observo que me siento distinto a los demás, sin por ello poder precisar la naturaleza de esta diferencia.

Termino por cansarme de esta observación sin resultados y me refugio en un café. Nuevo error. Entre las mesas circula un enorme dogo alemán, aún más monstruoso que lo que suelen serlo los de su raza. Se para delante de cada cliente, como preguntándose si puede permitirse morderle o no.

A dos metros de mi hay una chica sentada delante de una gran taza de chocolate espumeante. El animal se para mucho rato delante de ella, husmea la taza con el hocico como si fuera a zamparse el contenido de un solo lengüetaza. Veo que ella empieza a tener miedo. Me levanto, tengo ganas de intervenir, odio a esta clase de animales. Pero, al final, el perro se va.

Luego me dedique a errar por las callejuelas. Por pura casualidad, entre en el atrio Saint-Maclou: un gran patio cuadrado, magnífico, completamente rodeado de esculturas góticas de madera oscura.

Un poco más allá vi una boda, a la salida de la iglesia. Una boda muy del viejo estilo; traje gris azulado, vestido blanco y flores de azahar, damiselas de honor…, yo estaba sentado en un banco, no muy lejos de los escalones de la iglesia.

Los novios eran bastante mayores. Un tipo alto y un poco coloradote, con pinta de campesino rico; una mujer algo más alta que él, de cara angulosa, con gafas. Me veo obligado a subrayar, por desgracia, que todo esto parecía un poco ridículo. Algunos jóvenes, al pasar, se reían de los novios. Claro.

Durante unos minutos pude observarlo todo de forma estrictamente objetiva. Y después me empezó a invadir una sensación desagradable. Me levante y me fui con rapidez.

Dos horas más tarde, ya de noche, volví a salir del hotel. Me comí una pizza de pie, solo, en un establecimiento desierto, y que merecía seguir estándolo. La pasta de la pizza era infecta. El decorado se componía de teselas de mosaico blancas y de lámparas de pie de acero gris; parecía una sala de operaciones.

Luego fui a ver una película porno en el cine de Rouen especializado en estas cosas. La sala estaba medio llena, lo que no está mal. Sobre todo de jubilados y de inmigrantes, claro; sin embargo, había algunas parejas.

Al cabo de cierto tiempo me di cuenta, con sorpresa, de que la gente cambiaba a menudo de sitio, sin motivo aparente. Queriendo enterarme del porqué del tejemaneje, me moví al mismo tiempo que otro tipo. De hecho, es muy simple: cada vez que llega una pareja se ve rodeada por dos o tres hombres, que se instalan a unos pocos asientos de distancia y empiezan inmediatamente a masturbarse. Con la esperanza, creo, de que la mujer eche una ojeada a su sexo.

Me quede cerca de una hora en el cine, y luego volví a cruzar Rouen camino a la estación. Algunos mendigos se arrastraban, vagamente amenazantes, por el vestíbulo; no les hice ni caso, y tome nota de los horarios a París.

Al día siguiente me levante temprano, llegue a tiempo para el primer tren; compre un billete, espere, y no me fui; y no consigo entender por qué. Todo esto es en extremo desagradable.

4

Fue la noche siguiente cuando me puse enfermo. Después de cenar, Tisserand quería ir a una discoteca; yo decline la invitación. Me dolía el hombro izquierdo, y tenía escalofríos. De vuelta en el hotel intente dormir, pero no había manera; tumbado, ya no podía respirar. Me senté otra vez; el papel pintado era deprimente.

Al cabo de una hora empecé a tener dificultades para respirar incluso sentado. Fui al cuarto de baño. Mi cara parecía la de un cadáver; el dolor había iniciado un lento desplazamiento desde el hombro hacia el corazón. Fue entonces cuando me dije que a lo mejor era grave; era evidente que había abusado de los cigarrillos en los últimos tiempos.

Me quede unos veinte minutos apoyado contra el lavabo, sintiendo el progresivo aumento del dolor. Me fastidiaba mucho tener que salir otra vez, ir al hospital, todo eso.

Hacia la una de la madrugada cerré de un portazo tras de mí y salí. El dolor se localizaba claramente en el pecho. Cada respiración me costaba un esfuerzo enorme, y terminaba en un silbido sordo. No conseguía andar bien, solo daba unos pasitos, unos treinta centímetros a la vez. Me veía obligado a apoyarme todo el tiempo en los coches.

Durante unos minutos descanse contra un Peugeot 104, y luego empecé a subir una calle que parecía llevar a una confluencia más importante. Me hizo falta una media hora para recorrer quinientos metros. El dolor había dejado de aumentar, pero se mantenía en un nivel alto. Por el contrario, las dificultades respiratorias eran cada vez más graves, y eso era lo más alarmante. Tenía la impresión de que si la cosa seguía me iba a morir en unas pocas horas, antes del alba en cualquier caso. Me impresionaba la injusticia de esta muerte súbita; no se podía decir que yo hubiera abusado de la vida. Desde hacía unos años, es verdad, me encontraba en un mal paso; pero eso no era precisamente una razón para
interrumpir la experiencia
; muy al contrario, lo lógico habría sido que la vida empezara, con toda justicia, a sonreírme. Desde luego, todo eso estaba muy mal organizado.

Además, la ciudad y sus habitantes me habían caído mal desde el principio. No solamente no me quería morir, sino que sobre todo no me quería morir en Rouen. Morir en Rouen, entre los ruaneses, me parecía especialmente odioso. Sería, me decía en un estado de ligero delirio causado con toda probabilidad por el dolor, demasiado honor para estos imbéciles de Rouen. Recuerdo a la pareja de jóvenes, conseguí agarrarme a su coche delante de un semáforo en rojo; supongo que volvían de una discoteca, o esa era la impresión de daban. Pregunto por dónde se va al hospital; la chica me lo explica en pocas palabras, con cierta irritación. Un momento de silencio. Apenas puedo hablar, apenas puedo tenerme en pie, es evidente que no puedo llegar allí yo solo. Los miro; mudo, imploro su piedad, y al mismo tiempo me pregunto si se dan cuenta de lo que están haciendo. Y luego el semáforo se pone en verde y el tipo arranca. ¿Se dirían algo después el uno al otro para justificar su comportamiento? Ni de eso estoy seguro.

Al final veo un taxi inesperado. Intento fingir desenvoltura para anunciar que quiero ir al hospital, pero no me sale muy bien, y al taxista le falta un pelo para negarse. Y aun así el desgraciado encuentra el modo de decirme, justo antes de arrancar, que «espera que no le ensucie la tapicería». De hecho, ya había oído decir que las mujeres embarazadas tenían el mismo problema cuando se ponían de parto: excepto algunos camboyanos todos los taxistas se niegan a llevarlas, por miedo a que algún fluido orgánico les pringue el asiento trasero.

¡Venga, hombre!

Tengo que reconocer que en el hospital las formalidades son bastantes rápidas. Un interno se ocupa de mí, me hace toda una serie de reconocimientos. Supongo que no quiere que la palme entre sus manos en la siguiente hora.

Acabados los exámenes, se me acerca y me anuncia que tengo una pericarditis y no un infarto, como creyó al principio. Me cuenta que los primeros síntomas son idénticos; pero al contrario que el infarto, que a menudo es mortal, la pericarditis es una enfermedad muy benigna, nadie se muere nunca de ella. Me dice: «Se habrá usted asustado.» Contesto que si para no darle la lata, pero de hecho no he tenido miedo, solo he tenido la impresión de que iba a palmarla en unos minutos; es distinto.

Después me llevan a la sala de urgencias. Empiezo a gemir sentado en la cama. Ayuda un poco. Estoy solo, no molesto a nadie. De vez en cuando una enfermera asoma la nariz por la puerta, se asegura de que mis gemidos son más o menos constantes y se vuelve a ir.

Amanece. Acuestan a un borracho en una cama contigua. Sigo gimiendo en voz baja, de forma regular.

A eso de las ocho llega un médico. Me anuncia que me van a transferir al servicio de cardiología, y que va a inyectarme un calmante. Me digo que ya se les podría haber ocurrido antes. La inyección, en efecto, me duerme de inmediato.

Cuando despierto, Tisserand está sentado a la cabecera de la cama. Parece descompuesto, y a la vez encantado de volver a verme; su solicitud me emociona un poco. Al no encontrarme en mi habitación le entro el pánico, telefoneo a todas partes: a la Dirección Provincial de Agricultura, a la comisario de policía, a nuestra empresa en París…, todavía parece un poco inquieto; cierto que con mi cara lívida y el gota a gota no debo tener muy buen aspecto. Le explico que es una pericarditis, que no es nada, que estaré bien antes de quince días. Él quiere que una enfermera que no sabe nada le confirme el diagnostico; pregunta por un médico, el jefe de servicio, quien sea…, al finar el interno de guardia lo tranquiliza.

Regresa a mi lado. Me promete que dará los cursos de formación él solo, que llamara a la empresa para avisarles, que se encargara de todo; me pregunta si necesito algo. No, por el momento no. Entonces se va con una amplia sonrisa amistosa y llena de ánimos. Casi enseguida me vuelvo a quedar dormido.

5

«Estos hijos son míos, estas riquezas son

mías.» Así habla el insensato, y se atormenta. La

verdad es que uno no se pertenece a sí mismo.

¿Qué decir de los hijos? ¿Qué de las riquezas?

Dhammapada
, V

Uno se acostumbra muy deprisa al hospital. Durante toda una semana estuve seriamente afectado, no tenía la menor ganas de moverme o de hablar; pero veía a la gente charlar a mi alrededor, contarse sus enfermedades con ese interés febril, esa delectación que siempre les parece un poco indecente a los que tienen buena salud; veía también a las familias durante las visitas. En conjunto, nadie se quejaba; todos parecían muy satisfechos de su suerte, a pesar del modo de vida poco natural que se les había impuesto, a pesar también del peligro que pesaba sobre ellos; pues en un servicio de cardiología, a fin de cuentas, la mayoría de los pacientes están arriesgando el pellejo.

Recuerdo a un obrero de cincuenta y cinco años que iba por el sexto ingreso; saludaba a todo el mundo, al médico, a las enfermeras… Obviamente, estaba encantado de encontrarse allí. Y sin embargo su vida privada era muy activa: hacia bricolaje, cuidaba el jardín, etc. Vi a su mujer, que parecía muy agradable; eran hasta conmovedores, por quererse así pasados los cincuenta. Pero él abdicaba de cualquier voluntad en cuanto llegaba al hospital; depositaba su cuerpo, encantado, en manos de la ciencia. Puesto que todo estaba organizado. Un día y otro se quedaría en el hospital, era evidente; pero eso también estaba organizado. Vuelvo a verlo dirigiéndose al médico con una especie de golosa impaciencia, usando abreviaturas familiares que yo no entendí: «¿Van a hacerme la pneumo y la cata venosa?» Le importaba mucho su cata venosa; hablaba de ella todos los días.

En comparación, yo me sentía un enfermo más bien desagradable. De hecho, tenía ciertas dificultades para volver a tomar posesión de mí mismo. Es una experiencia extraña. Verse las piernas como objetos separados, alejados de la mente, a la que están vinculadas casi por casualidad, y más bien mal. Imaginarse, con incredulidad, como un montón de miembros que se agitan. Y uno necesita esos miembros, los necesita desesperadamente. Pero aun así a veces parecen muy raros, muy extraños. Sobre todo las piernas.

Tisserand vino a verme dos veces, se portó de maravilla, me trajo libros y dulces. Me di cuenta de que quería hacerme cualquier favor; entonces le pedí unos libros. Pero la verdad es que no tenía ganas de leer. Mi mente flotaba, confusa y un poco perpleja.

Él hizo algunas bromas eróticas sobre las enfermeras, pero era inevitable, muy natural, y no le guarde rencor. Además, es verdad que en vista del calor ambiente las enfermeras suelen ir casi desnudas debajo de la bata; solo el sujetador y las bragas, muy visibles en transparencia. Es innegable que esto mantiene una tensión erótica leve pero constante, sobre todo porque ellas te tocan y tú también estas casi desnudo, etc. Y, ay, el cuerpo enfermo todavía tiene ganas de disfrutar. Aunque a decir verdad señalo esto a
título de información
; yo estaba en un estado de insensibilidad erótica casi total, por lo menos durante esa primera semana.

Me di cuenta de que las enfermeras y a los demás enfermos les sorprendía que no recibiese más visitas; así que explique, para edificación general, que estaba de viaje de negocios cuando me había pasado aquello; no era de Rouen, no conocía a nadie. En resumen, que estaba allí por casualidad.

Pero ¿no había nadie a quien quisiera avisar, informar de mi estado? Pues no, no había nadie.

La segunda semana fue un poco más penosa, empezaba a recuperarme, a tener ganas de salir. La vida volvía a llevar las riendas, como suele decirse. Tisserand ya no estaba allí para llevarme dulces; debía de estar haciendo numerito ante los habitantes de Dijon.

El lunes por la mañana, escuchando una radio por casualidad, me entere de que los estudiantes habían puesto fin a las manifestaciones y que, por supuesto, habían conseguido todo lo que querían. Por el contrario, se había declarado una huelga de ferrocarriles, que había empezado en un ambiente muy duro; los sindicatos oficiales parecían desbordados por la intransigencia y la violencia de los huelguistas. Así que el mundo seguía su curso. La batalla continuaba.

Al día siguiente llamaron de mi empresa y preguntaron por mí; era una secretaria de dirección que había heredado la difícil misión. Estuvo perfecta, tomo todas las precauciones adecuadas, me aseguro que el restablecimiento de mi salud contaba para ellos más que cualquier otra cosa. No obstante, quería saber si me encontraría en condiciones de ir a La Roche-sur-Yon, como estaba previsto. Le dije que no lo sabía, pero que era uno de mis más ardientes deseos. Ella se rió tontamente; pero ya había notado que era una chica bastante tonta.

6

Dos días más tarde salí del hospital, un poco antes, creo, de lo que a los médicos les habría gustado. Por lo general intentan que te quedes el mayor tiempo posible para aumentar el coeficiente de ocupación de camas; pero por lo visto el periodo de fiestas les incito a la clemencia. Además, el médico jefe me lo había prometido: «Estará en casa para Navidad», esas fueron sus palabras. En casa no sé, pero seguro que en alguna parte.

Me despedí del obrero, a quien habían operado la víspera. Todo había ido muy bien, según los médicos; aun así, tenía pinta de estas en las últimas.

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