Read Amadís de Gaula Online

Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

Amadís de Gaula (108 page)

BOOK: Amadís de Gaula
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—Mal ha baratado aquel desventurado cuando sacó que el vencedor no hubiese mesura ni merced del vencido.

Y don Florestán dijo a Gradamor:

—Postura que tan honrado caballero como vos puso, no es razón que quebrada sea, y vos la tendréis muy cumplidamente, así como ahora veréis.

Y cuando esto oyó dijo:

—¡Ay, cautivo que muerto soy!

—Así es —dijo don Florestán—, si no hacéis mi mandado en dos cosas.

—Decidlas —dijo él—, que yo las haré.

—La una —dijo don Florestán—; que por vuestra mano y de la sangre vuestra y de vuestros compañeros escribáis vuestro nombre y los suyos en los brocales de los escudos, y esto hecho deciros he la otra cosa que quiero que hagáis.

Y diciéndole esto, tenía sobre él su espada esgrimiéndola y el otro debajo temiendo con gran espanto, e hizo llamar un escribano suyo y mandóle que quitando la tinta de su tintero, lo hinchase de su sangre y escribiese su nombre en el escudo, pues que él no podía, y todos los nombres de sus compañeros en los otros sus escudos, y que lo hiciese presto, porque él no perdiese la cabeza. Esto fue luego así hecho y don Florestán limpió su espada y púsola en la vaina y fue a cabalgar en el caballo suyo, y cabalgó muy ligeramente, así que semejaba que no había aquel día trabajado ninguna cosa, y dio su escudo al escudero, mas el yelmo no quitó porque don Grumedán no lo conociese; y el caballo en que estaba era grande y hermoso y de extraño color, y el caballero era de una grandeza y talle tan apuesto que pocos se hallarían que bien como él pareciesen armados, y tomó en su mano una lanza con un pendón rico y hermoso y paróse sobre Gradamor, que ya sé levantaba, y blandiendo la lanza le dijo:

—Vuestra vida no está sino en que don Grumedán me pida que os no mate ante él.

Él comenzó a dar grandes voces que por Dios le socorriese, pues que en él era su vida y su muerte. Y luego don Grumedán vino a pie como estaba y dijo:

—Cierto, Gradamor, si os no vale merced ni piedad, esto es con gran derecho, porque con vuestra soberbia así lo pedisteis a este señor, mas yo le ruego que os deje vivir porque mucho se lo agradeceré y serviré.

—Esto haré yo de grado —dijo don Florestán— por vos, y todo lo ál que vuestra honra y placer sea.

Y luego dijo:

—Vos, don caballero romano, de hoy más cuando os pluguiere podréis contar en el juicio de Roma si allá fuereis las grandes soberbias y amenazas que vos contra los caballeros de la Gran Bretaña habéis dicho. Y como con ellos os mantuvisteis, y la gran prez y honra que de ellos ganasteis en tan poco espacio de un día y así lo decir al vuestro emperador, y a las potestades, porque de ello haya placer. Y yo haré saber en la Ínsula Firme cómo los caballeros de Roma son tan liberales y francos que dan ligeramente sus caballos y armas a los que no conocen. Mas yo de esta dádiva que a mí hicisteis no tengo que os agradecer, y agradézcolo yo a Dios sin que vuestro grado me lo quiso dar.

Gradamor, que tan maltratado estaba, cerca de le salir el alma que esto oía, más grave le eran estas palabras que las heridas, y don Florestán le dijo:

—Señor caballero, vos llevaréis a Roma toda la soberbia que de allá trajisteis, pues que la aman y precian, que en esta tierra los caballeros de ella no la desean ni conocer, sino aquello que vosotros aborrecéis, que es mesura y buen talante, y si vos, mi señor, sois tan enamorado como valiente en armas y quisiereis que a la Ínsula Firme os lleve, probaréis el arco encantado de los leales amadores que allí van con lealtad de sus amigas, y con este prez y honra que de la Gran Bretaña llevaréis, preciaros ha mucho más vuestra amiga, y si es de buen conocimiento nos trocará por otro alguno.

Dígoos de don Grumedán que había gran favor de oír aquellas palabras, y reía de mucha gana en ver quebrantada la soberbia de los romanos. Mas no lo hacía así Gradamor, antes las oía con gran quebranto de su corazón, y dijo a don Grumedán:

—Buen señor, por Dios mandadme llevar a las tiendas, que mucho soy maltratado.

—Bien parece en vos y en vuestras armas —dijo él—, y vuestra es la culpa.

Entonces lo hizo tomar a sus escuderos que lo llevasen, y dijo a don Florestán:

—Señor, si os pluguiere decimos vuestro nombre, que tan buen hombre como vos no lo debe encubrir.

Y él dijo:

—Mi señor don Grumedán, ruégoos que no os pese de no lo decir, porque según la descortesía que yo hice a aquella muy hermosa reina, por ninguna guisa no querría que lo supiesen, que por muy culpado me siento, aunque ella y sus doncellas lo son más, que la su gran hermosura fue ocasión de me hacer errar, que de mi entendimiento me sacaron, y ruégoos, señor don Grumedán, que hagáis con ellas que tomando pueda me perdonen, y me enviéis la respuesta de ello a la ermita redonda que es cerca de aquí, que allí albergaré hoy.

Don Grumedán le dijo:

—Yo lo haré al mi poder como lo queréis, y con el recaudo que hallaré os enviaré un mi escudero, y a mi grado el mandado que os llevará será bueno, como vos lo merecéis.

El caballero de la Ínsula Firme le dijo:

—Ruégoos, señor don Grumedán, que si algunas nuevas de Amadís sabéis me las digáis.

Y don Grumedán, que mucho amaba a aquel por quien le preguntaba, viniéronle las lágrimas a los ojos con soledad de él, y dijo:

—Así Dios me salve, buen caballero, desde que aquel tiempo que él se partió de Gaula de casa de su padre el rey Perión nunca de él oí nuevas ningunas, y mucho sería alegre de las oír y decir a vos y a todos los sus amigos.

—Eso creo yo bien —dijo don Florestán—, según vuestro buen talante y la gran lealtad que en vos, señor, mora, que si todos tales fuesen, la desmesura y deslealtad no hallarían posada en ningún lugar donde albergasen, y saldrían por fuerza fuera del mundo, y a Dios seáis encomendado, que me voy a la ermita que os dije a esperar vuestro escudero.

—A Dios vayáis, dijo don Grumedán. Y fuese a las tiendas, y don Florestán a donde sus escuderos estaban, y mandó que los caballos que había ganado los llevasen a las tiendas, y el caballo obeso lo diesen a don Grumedán de su parte, porque le parecía bueno, y los otros cuatro los diesen a la doncella que con él hablara que hiciese de ellos a su voluntad y le dijesen que se los enviaba don Florestán.

Mucho fue alegre don Grumedán con el caballo por haber sido de los romanos, y mucho más en saber que aquél era don Florestán, quien él mucho amaba y preciaba, y los escuderos dieron los otros caballos a la doncella, y dijéronle:

—Señora doncella, aquel caballero que con vuestras palabras hoy despreciasteis en loor de los vuestros romanos, os envía estos caballeros que los deis a quien os plazca y que los toméis en señal de hacer verdad las palabras que os dijo.

—Mucho se lo agradezco —dijo ella—, y cierto él los ganó con grande prez y alta bondad, pero más me pluguiera que dejara aquí el suyo solo que recibir estos cuatro.

—Bien puede ser —dijo uno de los escuderos—, mas quien el suyo hubiere de ganar menester habrá mejores caballeros que éstos que se lo demandaban.

La doncella dijo:

—No os maravilléis en que yo deseo más la honra de éstos que la del que no conozco ni sé quién es. Pero como quiera que ello sea, él me envió hermoso don y pésame de haber dicho a tan buen hombre cosa que le diese enojo, mas yo lo enmendaré en lo que él mandare.

Con esto se tornaron a su señor que los atendía y contáronle lo que habían pasado, de que placer hubo. Él, mandando tomar los escudos de los romanos a sus escuderos, se fue a la ermita redonda por atender allí el mandado de don Grumedán y por que aquél que era el derecho camino de la Ínsula Firme, que no había voluntad de entrar en la corte del rey Lisuarte y quería hablar a don Gandales que la Ínsula tenía y preguntarle si sabía algunas nuevas de su hermano y poner allí los escudos que llevaba.

Mas dígoos que don Grumedán que luego fue delante de la reina Sardamira y muy humildemente le dijo lo que don Florestán encomendara, y díjole su nombre: la reina lo escuchó muy bien y dijo:

—¿Si será este don Florestán hijo del rey Perión y de la condesa de Salandia?

—Éste es el mismo que vos, señora, decís, y creed que es uno de los esforzados y mesurados caballeros del mundo.

—Acá no sé cómo le ha ido —dijo ella—, mas dígoos, don Grumedán, que extrañamente hablan de él los hijos del marqués de Ancona, de su alta bondad de armas y su alto hecho y de cómo es entendido y mesurado, y débese creer, porque éstos fueron sus compañeros en las grandes guerras que en Roma hubo, donde él tres años moró cuando era él caballero mancebo, pero la su bondad no la osan decir ante el emperador, que no lo ama ni quiere oír que de él bien digan.

—¿Sabéis vos —dijo don Grumedán— por qué no lo ama el emperador?

—Sí —dijo la reina—. Por razón de su hermano Amadís de que el emperador ha gran queja porque conquirió las venturas de la Ínsula Firme, que él iba a ganar, y fue allí primero que él, y por esto le desama mucho el le haber quitado la honra y el prez que en ello ganar alcanzaba.

Don Grumedán se sonrió ende, y dijo:

—Ciertamente, señora, su queja es sin razón, antes entiendo que por sólo esto le debía amar, pues le quitó que no alcanzase allí la mayor deshonra que por ventura nunca le vino, así como la hubieron otros muchos caballeros que lo probaron de alta bondad de armas, y no lo pudo ganar sino aquél a quien Dios extremado sobre todos los del mundo hizo un esfuerzo y en todas las otras maneras, que buen caballero debe haber, y creed, mi señora, que otra aventura fue porque el emperador lo desama.

La reina dijo:

—Por la fe que a Dios debéis, don Grumedán, que me lo digáis.

—Señora —dijo él—, yo os lo diré, y no os enojéis de ello.

Y ella, riendo, le dijo:

—Comoquiera que sea, saberlo quiero.

—En el nombre de Dios, dijo él. Entonces le contó todo cuanto aviniera al emperador con Amadís en la floresta de noche, cuando se iba loando del amor, y Amadís quejando a todas las palabras que entre ellos pasaron y en qué guisa la batalla fue así como ya en el segundo libro lo oísteis.

Mucho se pagaba la reina de lo oír e hízoselo contar tres veces, y dijo:

—Así Dios me salve, don Grumedán, según la que me decís, bien me dio a entender que ese caballero que puede servir al amor, siendo él contento, y hacer lo contrario, cuando el amor lo hiciese, pero a mi parecer no fue esta pequeña causa para poner desamor entre el emperador y Amadís.

Capítulo 77

De cómo la reina Sardamira envió su mensaje a don Florestán rogándole, pues que había vencido los caballeros poniéndolos malparados, que quisiere ser su guardador hasta el castillo de Miraflores, donde ella iba a hablar con Oriana, y de lo que allí pasaron.

Así estaban hablando la reina Sardamira y don Grumedán en esto que oído habéis y ella lo escuchaba alegremente, porque creía que aquel camino que el emperador entonces hiciera, llamándose el Patín, fuera por su amor de ella que la mucho amaba, y pensando ganarla vino en la Gran Bretaña a se probar con los buenos caballeros que allí había, y de esto que con Amadís le avino nunca nada le dijo, y reíase mucho entre sí como se lo encubriera, y don Grumedán le dijo:

—Señora, dadme el recado que os más pluguiere que envíe a don Florestán.

Ella estuvo una pieza cuidando, después dijo:

—Don Grumedán, vois veis a mis caballeros tan maltratados que no pueden aguardar a mí ni a sí, y querría, pues los caballeros de esta tierra son tales, que don Florestán fuese mi aguardador con vos.

Él dijo:

—Yo os digo, mi señora, que don Florestán es tan mesurado que no ha cosa que dueña o doncella le ruegue que no la haga, cuanto más por vos, que sois tal señora, y a quien ha de hacer enmienda del yerro que hizo.

—Mucho me place —dijo ella— de lo que me decís, y ahora me dar quien guíe a aquella doncella, y enviarle he mi mandado.

Él le dio cuatro escuderos, y la reina envió con una carta de creencia a la doncella que hubo los caballeros, y dijo en poridad lo que dijese, y cabalgando en su palafrén y los escuderos con ella, se ocultó mucho por andar el camino, así que llegado a la ermita redonda halló a don Florestán que con el ermitaño hablaba e hizo se apear del palafrén, y como el rostro llevaba descubierto, conocíala luego don Florestán y recibióla muy bien. Ella le dijo:

—Señor, tal hora fue hoy que no cuidaba buscaros, porque mi pensamiento era que de otra guisa pasara el hecho entre vos y los nuestros caballeros.

—Buena señora —dijo él—, ellos hubieron la culpa que me demandaron lo que no podía excusar sin mi vergüenza, mas tanto me decid si la reina vuestra señora albergará ahí esta noche donde la yo dejé.

La doncella le dijo:

—Mi señor, la reina os envía a saludar, y tomad esta carta que de ella os traigo.

Él la vio y dijo:

—Señora, decid lo que os mandaron y yo haré mandado.

—No es sin razón —dijo ella— que así lo hagáis, antes es vuestra honra y cortesía de buen caballero, y dígoos que me mandó que os dijese que los caballeros que la aguardaban dejasteis tan maltratados, que no se puede de ellos servir, y pues de vos le vino este estorbo quiere que seáis su guardador de ella hasta la poner en Miraflores donde ella va a ver a Oriana.

—Mucho agradezco y a vuestra señora lo que me envía a mandar, y en grande honra y merced lo tengo para que se lo servir, y partamos de aquí a tal hora que a la luz del alba seamos en su tienda.

—En el nombre de Dios —dijo la doncella—, y ahora os digo que sois bien conocido de don Grumedán, que él dijo a la reina que tal respuesta como dais se hallará en vos.

Mucho fue pagada la doncella de la buena palabra y gran mesura de don Florestán y de cómo era hermoso y de buen donaire y en todo le semejaba hombre de alto lugar, así como lo era. Pues allí cenaron de consuno y estuvieron hablando en muchas cosas gran pieza de la noche, y cuando fue razón de dormir hicieron en la ermita a la doncella en qué albergarse, y don Florestán estuvo so los árboles con los escuderos y durmió aquella noche muy sosegado del afán del día, mas cuando fue tiempo despertáronlo los escuderos y armándose tomó consigo la doncella y la otra compaña y fuese camino de las tiendas y llegaron a ellas bien de mañana. La doncella se fue a la reina y don Florestán a la tienda de don Grumedán, que ya era levantado y andaba hablando con sus caballeros y quería oír misa, y cuando vio a don Florestán en gran manera fue ledo y abrazáronse ambos con mucho placer y fuéronse luego a la tienda de la reina, y don Grumedán le dijo:

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