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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (64 page)

BOOK: Ala de dragón
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Un súbito estrépito los sobresaltó a todos. Alfred había dejado caer la cuchara en el plato.


¿A
qué te refieres? ¿Qué historias? —preguntó Limbeck, expectante.

—Después de la Separación, según los sartán, tu pueblo fue conducido al Reino Inferior para su propia protección, por ser de inferior estatura que humanos y elfos. En realidad, ahora es evidente que los sartán os querían como fuente de mano de obra barata.

—¡Eso no es cierto!

Era la voz de Alfred, que no había pronunciado palabra en toda la cena. Todos, incluso Iridal, lo miraron con sorpresa.

Sinistrad se volvió hacia él con una sonrisa cortés en sus finos labios.

—¿Ah, no? ¿Y tú conoces la verdad?

Alfred enrojeció desde el cuello hasta la calva.

—Yo..., he hecho un estudio de los gegs y... —Embarazado, tiró y retorció el borde del mantel—. Bueno, yo..., opino que los sartán pretendían..., eso que has dicho acerca de protegerlos. No era exactamente que los enan..., que los gegs fueran más bajos y por ello corrieran peligro ante las razas de mayor talla, sino porque su número era escaso..., después de la Separación. Además, los enan..., los gegs son un pueblo de mentalidad muy mecánica y los sartán necesitaban esa característica para la máquina. Pero nunca pretendieron... Es decir, los sartán siempre pretendieron...

La cabeza de Hugh cayó hacia adelante y golpeó la mesa con un ruido sordo. Iridal saltó de la silla con un grito de alarma. Haplo se incorporó al instante y se acercó a
la Mano.

—No es nada —dijo, tomando a Hugh por la cintura. Pasando el brazo fláccido del asesino en torno al cuello, Haplo incorporó de la silla el pesado cuerpo. La mano exánime de Hugh arrastró el mantel, derribó varias copas y mandó un plato al suelo, donde se hizo añicos.

—Un buen tipo, pero sin aguante para el vino. Lo llevaré a su habitación. No es preciso que los demás os molestéis.

—¿Estás seguro de que no le pasa nada? —Iridal los miró con ansiedad—. Quizá debería acompañarte...

—Un borracho ha caído inconsciente en tu mesa, querida. No es preciso molestarse —declaró Sinistrad—. Llévatelo, por lo que más quieras —añadió, dirigiéndose a Haplo.

—¿Puedo quedarme el perro? —inquirió Bane acariciando al animal que, al ver a su amo dispuesto para marcharse, se había incorporado de un salto.

—Claro —respondió Haplo de inmediato—. ¡Perro, quédate!

El perro se instaló otra vez al lado de Bane, satisfecho.

Haplo puso en pie a Hugh. Ebrio y tambaleándose, el hombre apenas consiguió arrastrarse —con ayuda— hacia la puerta. Los demás volvieron a sentarse. Los balbuceos de Alfred quedaron olvidados y Sinistrad miró de nuevo a Limbeck.

—Esa Tumpa-chumpa vuestra me fascina. Creo que, dado que ahora tengo una nave a mis disposición, viajaré a tu reino para echarle un vistazo. Por supuesto, también me alegraré mucho de hacer cuanto pueda para ayudar a tu gente a prepararse para la guerra...

—¡Guerra! —La palabra resonó en la estancia. Haplo, volviendo la cabeza, vio el rostro de Limbeck preocupado y muy pálido.

—Mi querido geg, no pensaba que te sorprendería. —Con una amable sonrisa, Sinistrad añadió—: Siendo la guerra el siguiente paso lógico, he dado por hecho que habías acudido aquí con ese propósito: pedirme apoyo. Te aseguro que los gegs tendrán la plena colaboración de mi gente.

A través de los oídos del perro, las palabras de Sinistrad llegaron a Haplo mientras transportaba a un vacilante Hugh por un pasillo oscuro y helado. Empezaba a preguntarse en qué dirección quedaban los aposentos de los invitados cuando se materializó ante él un pasillo con varias puertas tentadoramente abiertas.

—Espero que no haya ningún sonámbulo —murmuró a su embotado compañero.

Haplo captó en el comedor el crujir de la túnica de seda de Iridal y el ruido de la silla al arrastrarse sobre el suelo de piedra. La voz de la mujer, cuando habló, estaba tensa de contenida cólera.

—Si me excusáis, me retiro a mis aposentos.

—¿No te sientes bien, querida mía?

—Gracias, pero me encuentro bien. —Tras una pausa, Iridal añadió—: Es tarde, el muchacho ya debería estar en la cama.

—Sí, esposa, me ocuparé de ello. No te preocupes. Bane, dale las buenas noches a tu madre.

«Bien», se dijo Haplo. «Ha sido una velada interesante: falsa comida, falsas palabras...» Haplo dejó a Hugh sobre la cama y lo cubrió con una manta:
la Mano
no despertaría del hechizo hasta la mañana.

Luego se retiró a su habitación. Al entrar, cerró la puerta y pasó el cerrojo. Necesitaba tiempo para descansar y pensar sin distracciones, para asimilar todo lo que había oído durante el día.

Le siguieron llegando voces a través del perro, pero no decían nada interesante; todos se despedían para ir a acostarse. Tumbado en el lecho, el patryn envió una silenciosa orden al animal y se puso a ordenar sus pensamientos.

La Tumpa-chumpa. Había deducido su función gracias a las imágenes parpadeantes que surgían en el globo ocular sostenido por la mano del dictor, del sartán que exhibía el poder de los suyos, que anunciaba con orgullo su grandioso plan. Haplo volvió a ver las imágenes en su mente. Volvió a ver la representación del mundo, del Reino del Aire. Vio las islas y continentes esparcidos en desorden, la furiosa tormenta que era a la vez mortífera y creadora de vida; vio el conjunto del mundo moviéndose de una manera caótica que resultaba detestable para los sartán, tan amantes del orden.

¿Cuándo habían descubierto su error? ¿Cuándo se habían dado cuenta de que el mundo que habían creado para el traslado de un pueblo tras la Separación era imperfecto? ¿Después de haberlo poblado? ¿Había sido entonces cuando habían advertido que las hermosas islas flotantes del cielo eran áridas y yermas y no podrían alimentar la vida que se les había confiado?

Los sartán corregirían la situación, como habían corregido todo lo demás; incluso habían separado un mundo antes que permitir que lo gobernaran aquellos a los que consideraban indignos de hacerlo. Los sartán construirían una máquina que, con la ayuda de su magia, alinearía y ordenaría las islas y continentes. Haplo, con los ojos cerrados, volvió a ver con claridad las imágenes: una fuerza tremenda irradiada de la Tumpa-chumpa que se adueñaría de las tierras flotantes, las arrastraría por los cielos y las alinearía, una encima de otra; un geiser de agua, procedente de la tormenta perpetua, que se elevaría constantemente proporcionando a todos la sustancia dadora de vida.

Haplo había resuelto el rompecabezas y le sorprendió bastante que Bane también hubiera encontrado la solución. Ahora, Sinistrad la conocía también y había tenido la ocurrencia, muy amable por su parte, de explicar sus planes a su hijo..., y al perro que acompañaba a éste.

Un movimiento del interruptor de la Tumpa-chumpa y el misteriarca dominaría un mundo realineado.

El perro saltó sobre la cama junto a Haplo. Relajado y a punto de conciliar el sueño, el patryn alargó la mano y dio unas palmaditas al animal. Con un suspiro de satisfacción, el perro apoyó la cabeza en el pecho de Haplo y cerró los ojos.

«Vaya locura criminal», pensó Haplo mientras acariciaba las suaves orejas del animal. «Construir algo tan poderoso y, a continuación, marcharse y abandonarlo para que cayera en manos de algún mensch
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ambicioso.» Haplo no lograba imaginar por qué lo habían hecho. A pesar de todos sus defectos, los sartán no eran estúpidos. Debía de haberles sucedido algo antes de poder terminar su proyecto. Ojalá supiera qué, reflexionó. Pero, al mismo tiempo, aquélla era la demostración más evidente que podía imaginar de que los sartán ya no estaban en aquel mundo.

Su mente evocó entonces el eco de unas palabras pronunciadas por Alfred durante la confusión que siguió al desmayo alcohólico de Hugh, unas palabras que probablemente sólo había escuchado el perro, y que éste se había apresurado a trasladar a su amo:

«Pensaron que eran dioses. Pretendían hacer el bien pero, por alguna razón, todo les salió torcido.»

CAPÍTULO 51

CASTILLO SINIESTRO,

REINO SUPERIOR

—Iré a Drevlin contigo, padre...

—¡No, y deja de discutir conmigo, Bane! Debes regresar al Reino Medio y ocupar tu puesto en el trono.

—¡Pero no puedo volver! ¡Stephen quiere matarme!

—No seas estúpido, hijo. No tengo tiempo para tonterías. Para que heredes el trono, es preciso que Stephen y la reina mueran, y eso puede arreglarse. Naturalmente, en el fondo seré yo quien gobierne de verdad en el Reino Medio, pero no puedo estar en dos lugares a la vez y tendré que quedarme en el Reino Inferior, preparando la máquina. ¡Deja de gimotear! No lo soporto.

Las palabras de su padre resonaron una y otra vez en la cabeza de Bane como el chirrido de algún irritante insecto nocturno que no lo dejara dormir.

«En el fondo seré yo quien gobierne de verdad en el Reino Medio.»

«Sí, pero ¿dónde estarías ahora, padre, si yo no te hubiera revelado el modo de conseguirlo?»

Tendido de espaldas, tenso y rígido en la cama, Bane apretó entre las manos la manta lanuda que lo cubría. El muchacho no lloró. Las lágrimas eran un arma valiosa en su lucha con los adultos y a menudo le habían resultado muy útiles frente a Stephen y la reina. En cambio, llorar a solas, en la oscuridad, era una muestra de debilidad. Al menos, así lo calificaría su padre.

Pero ¿qué le importaba lo que pensara su padre?

Bane agarró con fuerza la manta, pero las lágrimas estuvieron a punto de saltarle de los ojos, de todos modos. Sí, le importaba. Le importaba tanto que le dolía por dentro.

El muchacho recordaba con claridad el día en que se había dado cuenta de que las personas que consideraba sus padres sólo lo adoraban, pero no lo querían. Ese día se había escapado de la vigilancia de Alfred y estaba revolviendo en la cocina, engatusando al cocinero para que le diera un poco de masa de dulce, cuando entró corriendo uno de los mozos de cuadra, llorando y quejándose del arañazo que le había producido la zarpa de un dragón. Era el hijo del cocinero, un chiquillo no mucho mayor que Bane, que había sido puesto a trabajar con su hermano mayor, uno de los cuidadores de los dragones. La herida no era grave. El cocinero la limpió y la vendó con un retal de tela; luego, tomando al chiquillo en brazos, lo besó repetidamente, lo abrazó y lo mandó de nuevo a sus tareas. El niño se había marchado corriendo con el rostro resplandeciente, sin acordarse para nada del dolor y del susto.

Bane había presenciado la escena desde un rincón. El día anterior, precisamente, también él se había hecho un corte en la mano con un vaso de cristal descantillado. El suceso había desencadenado una tormenta de excitación. El rey había mandado llamar a Triano, que había traído consigo un cuchillo de plata maciza pasado por las llamas, unas hierbas curativas y una gasa para taponar la hemorragia. El vaso causante de la herida fue hecho añicos y Alfred había estado a punto de ser despedido de su cargo a causa del incidente; el rey Stephen le estuvo gritando al chambelán veinte minutos seguidos. La reina Ana casi se había desmayado al ver la sangre y había tenido que salir de la estancia. Pero su «madre» no lo había besado. No lo había cogido en sus brazos ni lo había hecho reír para que se olvidara del dolor.

Bane había experimentado luego cierta satisfacción al moler a palos al mozo de cuadra; una satisfacción aumentada por el hecho de que el mozo fuera severamente castigado por pelearse con el príncipe. Esa noche, Bane le había pedido a la voz del amuleto de la pluma, aquella voz suave y susurrante que solía hablarle durante la noche, que le explicara por qué sus padres no lo querían.

La voz le había revelado la verdad: Stephen y Ana no eran sus auténticos padres. Bane sólo estaba utilizándolos durante un tiempo. Su verdadero padre era un poderoso misteriarca. Su verdadero padre vivía en un espléndido castillo de un reino fabuloso. Su verdadero padre estaba orgulloso de su hijo y llegaría el día en que lo haría volver a su lado
y estarían juntos para siempre.

La última parte de la frase era un añadido de Bane, en lugar de
y seré yo quien gobierne de verdad en el Reino Medio.

Bane soltó la manta, tomó entre sus dedos el amuleto de la pluma que llevaba en torno al cuello y tiró con fuerza de la correa de cuero. No se rompió. Enfadado, mascullando palabras que había aprendido del mozo de cuadra, tiró de nuevo con fuerza, pero sólo consiguió hacerse daño. Por fin sus ojos derramaron unas lágrimas de dolor y frustración. Sentado sobre la cama, prosiguió sus esfuerzos hasta que al fin, tras costarle nuevos dolores al enredarse la correa en su cabello, consiguió quitársela pasándola por la cabeza.

Alfred se adentró en el pasillo, buscando su alcoba en aquel palacio ominoso y desconcertante. Su cabeza bullía en cavilaciones.

«Limbeck está cayendo bajo el influjo del misteriarca. Veo el conflicto sangriento al que van a ser arrastrados los gegs. Miles de ellos morirán y, ¿para qué? ¡Para que un hombre malvado se haga con el control del mundo! Debería impedirlo, pero ¿cómo? ¿Qué puedo hacer, yo solo? O tal vez no debería detenerlo. Al fin y al cabo, el intento de controlar lo que debería haberse dejado en paz fue la causa de nuestra tragedia. Y, por otro lado, está Haplo. Sé perfectamente quién y qué es pero, de nuevo, ¿qué puedo hacer? ¿Debo hacer algo? ¡No lo sé! ¿Por qué me he quedado solo? ¿Es un error, o se supone que debo actuar de alguna manera? Y, en este último caso, ¿de cuál?»

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