Adiós Cataluña (5 page)

Read Adiós Cataluña Online

Authors: Albert Boadella

Tags: #Ensayo

BOOK: Adiós Cataluña
11.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

Llevaba varios meses buscando afanosamente, entre el paisaje y las gentes del lugar, las huellas del más famoso bandolero catalán. Reproducía sus itinerarios, merodeaba entre las ruinas de su masía, percibía su presencia en cada rincón del bosque... La inmersión en las pasiones legendarias de un territorio se transforma en una droga capaz de diluir cualquier atisbo de objetividad. Cuando uno se complace en el ámbito de la figuración épica, la verdad es percibida como lenguaje falsario de los traidores.

La ejecución de Joan de Serrallonga en la Barcelona del siglo XVII me parecía un entuerto histórico que había que reparar. Los responsables pagarían caro su agravio, y entre ellos estaban: Felipe IV, Olivares, la Guardia Civil, Franco, Castilla, los obispos españoles, José Antonio, catalanes colaboracionistas, etc. Como lo tenía tan claro, y además sabía que mi público también lo celebraría, pues por qué reprimirse. ¡Al ataqueee!

Cegado por mi acto de amor al bandido y a la patria, arremetíamos sin piedad contra el enemigo fascista español al que hacíamos responsable de destripar a Serrallonga en 1634. Hoces, trabucos y espadas caían inclementes sobre los culpables. No importaba para nada la auténtica evidencia de un astuto salteador, cuyo único interés por Cataluña consistía en cómo despojar más rápidamente los bienes de sus paisanos.

Era tan emocionante amar la ficción que hacía imposible el reconocimiento de una realidad palpable ante nuestros ojos. Alimentábamos unos fetiches que después acabarían engulléndonos, pero aquella Cataluña que llenaba el teatro solo deseaba mitos sobre su propio pasado, y nosotros se los proporcionábamos con creces. Esta inclinación sentimental ha derivado en patología que afecta a la casi totalidad de los ciudadanos, gracias al temerario ímpetu de los medios publicitando la política de los sentimientos. Ello no implica que la obra tuviera pasajes de enorme belleza y emoción, pero si ahora planteo una cierta autocrítica es porque no se debe olvidar que, incluso en el arte, lo más bello sigue siendo la verdad.
Alias Serrallonga
era una falsificación absoluta. Eso sí, espectacular, divertida e incluso conmovedora.

Con la hoz, la espada o garrote en mano, Jaume actuaba bajo la apariencia de un absoluto convencimiento. Sin embargo, a diferencia de los demás, en algún lugar recóndito de la interpretación siempre me parecía entrever ligeros destellos de su inmutable escepticismo que aportaban a su actuación una sutil distancia. Había gestos sintomáticos. Los dos teníamos una escena donde representábamos unos payeses saliendo a orinar fuera de la masía, mientras discutían del tiempo. Como la escena se ejecutaba sobre una tarima plantada encima de las butacas, descubrí un día que Jaume rociaba de veras a los espectadores mediante un pequeño ingenio. Pero lo más sorprendente era que no se trataba de agua como quizá pensaban los sonrientes afectados, sino de líquido íntimo, propio y veraz. Naturalmente, al poco tiempo lo imitaba yo con auténtica fruición. No hay gestos casuales. Un escepticismo inconsciente empezaba a gestarse.

El higiénico distanciamiento de Jaume sobre cualquier imposición idólatra fue lo que posiblemente me inspiró la inesperada coda final de la obra. Tal como he narrado, los segadores, afilando sus hoces, entraban en la sala al son de
Els segadors
(hoy himno de Catalunya) hasta llegar al pie del escenario. Una vez allí se abrían las cortinas y aparecían unos turistas anglosajones entusiasmados por aquella sublevación rural. Era un
gag
impactante. Entonces los segadores, como movidos por un resorte ancestral, aprovechaban la euforia
guiri
para venderles todo el material revolucionario. Eso sucedía mientras Serrallonga iniciaba un striptease en el que acababa descubriendo las cuatro barras en la parte trasera de sus calzoncillos. Era lo más auténtico de la obra.

Hoces, barretinas y trabucos se convertían en objetos de subasta, mientras acababan todos cantando juntos un himno pacifista norteamericano de Joan Baez muy a la moda. Fueron estos mis primeros espasmos para salir de la matriz tribal. El parto se presentaba largo y doloroso, porque, una vez emancipado, la mirada desde el exterior no sería nunca más tan complaciente y los sentimientos de amor patrio no resistirían la implacable realidad.

Los espectadores, enardecidos por la ejecución pública de lo que consideraban su himno nacional (entonces prohibido), hacían ver que no se enteraban de la satírica coda. En este sentido, la experiencia escénica me ha demostrado que de nada sirve comunicar al público aquello que no desea escuchar. Lamentablemente, esta dolencia continúa siendo uno de los mayores problemas que padece mi tribu, la cual, por mucho que la realidad demuestre lo contrario, sigue empeñada en creer que cuando un ciudadano de Madrid se levanta por la mañana lo primero que le pasa por la cabeza es: ¿Qué putada les puedo hacer hoy a los catalanes?

Pasados más de treinta años, me pregunto por la naturaleza de mi afecto hacia algunas esencias étnicas de este rincón mediterráneo. Resulta evidente que los sentimientos amorosos no parecen homologables con tales abstracciones. Me estoy refiriendo a unos sentimientos de adulto. En el caso del infantilismo crónico, la disposición para evadirse de la realidad es capaz de darle forma humana a unas hectáreas de territorio. Entonces, no es extraño que bajo semejante influjo la supuesta patria (generalmente, femenina y virgen) pueda ser igualmente materia de amor platónico si es la propia, como de salvaje violación cuando es la del vecino.

GUERRA III

Al entrar en el despacho del mariscal Jordi Pujol, en la difunta Banca Catalana, pude percibir en la penumbra de la estancia unos ojos que me exploraban como a un bicho raro. Era evidente que el motivo de la exploración se debía a mi facha farandulera tan poco habitual en aquel establecimiento.
El padrone
banquero se me acercó con la cabeza ladeada y la sonrisita diferencial para, acto seguido, señalarme una silla. Supongo que también me extendió la mano, pero no recuerdo más que su aire taimado y unas maneras clericaloides que inducían al recelo.

No obstante, todavía era un Pujol sin desflorar. Mostraba cierta contención de sus impulsos, y nada tenía que ver con el Pujol de los espasmos y turbulencias posterior.

Confieso que mi mente había dibujado una imagen distinta a través del nombre que años atrás se hizo famoso por las numerosas paredes de Barcelona en las que aparecía escrito
Llibertat Pujol
. Las pintadas se debían a su reciente encarcelamiento por inductor de unos disturbios en el Palau de la Música y autor de unas octavillas antirrégimen. Mi afición a toda clase de escaramuzas me había llevado a participar en alguno de aquellos primeros
graffiti
contestatarios, que, de haberse conservado, estarían hoy en lugar prominente del Museo de Arte Contemporáneo. En un país donde Tapies es el genio, es lógico que las paredes desconchadas y los
graffiti
formen parte de las Bellas Artes.

No parece necesario advertir que, si hubiera sido capaz de vislumbrar el futuro, la pintada hubiera sufrido alguna variación, como por ejemplo:
Llibertat! Pujol tancat!

El motivo de mí presencia en la institución financiero-patriótica era aplazar una obsesionante letra que gravitaba sobre el indigente presupuesto de Els Joglars. El importe de la deuda era irrisorio, pero las amenazas de la Banca estaban redactadas como si estuviéramos a punto de arruinarlos. En mis anteriores visitas a los usureros autóctonos había sido rebotado de un despacho a otro, hasta que aquel día, quizá convencidos de que nos movíamos también en el meollo de la
Cosa Nostra
, se dignaron acompañarme a la tercera planta, donde estaba la madriguera del jefe.

Después de la inspección ocular y sin más, el mariscal Pujol acercó su enorme testa al dictáfono y, pasando de todo recato, ordenó a una secretaria que le trajera el
Dosier joglars
. ¡Me quedé petrificado! Media docena de titiriteros dedicados entonces a la pantomima, sin más capital que nuestros pantis negros, merecíamos todo un dosier. El asunto se ponía emocionante. ¡Nos tenían bajo control! En aquel momento experimenté, como la mayoría de ciudadanos que se saben espiados por un organismo relevante, una extraña sensación de vanidad.

Lamentablemente, no tuve tiempo de imaginarme demasiadas fantasías sobre el sofisticado espionaje militar, porque mientras aquel émulo catalán del Dr. No simulaba examinar atentamente el dosier, un incontrolado gesto de su brazo autonómico hizo resbalar sobre la mesa todo el contenido de este. Eran dos recortes de prensa reseñando nuestras actuaciones mímicas en un barrio de Barcelona. Nada más. El Mariscal ya estaba jugando a gobernar una nación con servicio secreto incluido.

A estas alturas tenía claro que los dos estábamos en bandos opuestos; hacía tiempo que los meapilas del catalanismo me daban la misma grima que los profesionales de la filantropía izquierdista. Por esa razón intuía que los acontecimientos desembocarían en un conflicto armado. Aunque resultaba evidente que los efectivos militares del Mariscal eran infinitamente superiores a los míos, y que, de momento, no podía más que adoptar una expresión beatífica frente al
padrone
, con el fin de ganar su confianza sobre mi lealtad inquebrantable a su pretendida nación. A pesar de mi hipocresía profesional, la esperable magnanimidad para con el cómico mendigo brilló por su ausencia, y aquella letra siguió peregrinando por otra cueva de Alí Baba, llamada entonces la Caja de Cataluña de la Diputación Provincial.

Desde hacía algún tiempo los encuentros con algunos destacados oficiales de la milicia cultural y económica habían ido enfriando mi adhesión al invento. Asistir en directo a las gestas de tan notables caballeros no era precisamente un incentivo para seguir luchando por una causa que ellos pretendían liderar. Tampoco se trataba de pasarse directamente al enemigo, sino de llevar mi plan de acción a un terreno que dominaba con cierta pericia desde mi infancia de niño flacucho: el ataque francotirador sin otra ortodoxia que mi propia intuición para escoger el objetivo.

Tiempo antes había realizado algunas maniobras prácticas en una nueva caserna del escuadrón cultural, llamada La Cova del Drac. El local estaba situado en pleno centro de Barcelona, en la calle Tuset, a cincuenta metros de la Diagonal, entonces avenida del Generalísimo Franco para más inri. La coartada consistía en una especie de cabaré literario, donde unos supervivientes de los estragos de la
Nova Cançó
tenían una nueva oportunidad para enardecer al personal. El artificio lírico había sido montado con la excusa de servir de trinchera cultural ante un enemigo siempre dispuesto al genocidio identitario. La calidad musical era de octavas más bien bajas, y las pretensiones, como siempre en este país, muy ambiguas, pues también perseguía la posibilidad de un floreciente negocio en el llamado
Tuset Street
, cuya vida nocturna había experimentado una subida espectacular en los últimos tiempos.

Nosotros, como de costumbre, actuábamos de tapadera. Seguíamos insistiendo allí con nuestras mímicas, pero, dada la condición de local nocturno, las formas pretendían imitar el estilo
music-hall
. Yo ejercía entonces el caudillaje de la compañía, porque, después de mi pronunciamiento, había liberado al sufrido público de la colección de mariposas, chicles, pulgas y demás cursiladas del general Font. Este, a su vez, se había liberado de la familia, viviendo amancebado en pecado permanente, y no creo que volviera a pisar más un templo, ni siquiera el de Girona, para confesarse humildemente de su extravío.

El oficial al mando de La Cova del Drac era Josep María Espinàs, un escritor vernáculo, cuyo mérito indiscutible consistía en escribir, precisamente, en lengua vernácula. Este aguerrido luchador cultural había sido fundador del batallón
Nova Cançó
, y una de sus mayores hazañas conocidas fue la de traducir al catalán las canciones de Georges Brassens. El egregio escritor, sin pensarlo dos veces, presa de un acceso de temeridad inaudito, la emprendió personalmente con las partituras, exhibiéndose ante el público guitarra en mano. Los que admirábamos al gran
chansonnier
francés y escuchamos un día la voz
mal-castrati
de Espinàs pensamos que el Código Penal debería tipificar tales desatinos como destrozos, estragos y terrorismo en propiedad ajena.

La Cova del Drac era un pequeño bunker con capacidad para cincuenta afectos a la causa, al que había que descender por una única y estrecha escalera. En estas condiciones y en caso de incendio no había, pues, escapatoria posible, y aquel escondrijo etnográfico catalán se hubiera convertido en un legendario asador de la cultura insurrecta.

Encerrados durante cinco horas todas las noches, los tres guerrilleros de Els Joglars destinados allí disponíamos de tiempo suficiente para proyectar con todo detalle los sabotajes que yo dirigía. A medida que iba conociendo a los responsables de aquella artimaña aborigen aumentaba la necesidad de no ponerles el camino fácil para sus planes. Las acciones estaban realizadas de forma que la culpabilidad recayera siempre sobre un sino adverso, o en el mejor de los casos sobre el misterioso enemigo externo. Esto último es de muy fácil adherencia en mi tribu, dada su inclinación natural a la paranoia.

Las operaciones se organizaban a partir de un estudio minucioso del terreno, accionistas principales y
vip's
culturales que frecuentaban el establecimiento.

Sonaba el teléfono.

—¿Hablo con Paco de la Aldea, de La Cova del Drac?

—Yo mismo; dígame.

—Soy Folch i Camarasa [destacada personalidad cultural]; me reserva para el viernes cuarenta localidades en la primera sesión.

—Encantado de saludarle, señor Folch. Quedan reservadas. Les esperamos a las once de la noche.

La falsificación del cliente preferencial siempre corría a cargo de algún actor de la compañía con perfecta imitación, el cual nos contaba después los pormenores del diálogo. Diez minutos antes del día y hora reservados, llamaba de nuevo la ilustre personalidad ficticia.

—¿Hablo con Paco?

—Sí; dígame.

—Mire, soy Folch...

—Ya tienen las mesas dispuestas.

—Es que... estamos todos en Río [conocido cabaré barcelonés] y la verdad... aquí hay unas chicas muy maliciosas y atrevidas que hacen las delicias de mis amigos. Ahora no hay quien los arrastre a un local intelectual. Lo siento, pero tendrá que anular la reserva.

Other books

The Revenant by Sonia Gensler
Finessing Clarissa by Beaton, M.C.
Lights Out by Jason Starr
Worth Winning by Elling, Parker
The Cyber Effect by Mary Aiken
Killing Hitler by Roger Moorhouse