Estimado Sr. Bautista:
Después de recibir su amable invitación para participar en una mesa redonda del III Encuentro de Creadores, confieso que algunos términos del contenido de la carta me han sumido en un estado de inquietud. ¿De veras hay cien mil creadores? Entonces, resulta obvio que nos hallamos frente a una hecatombe sin precedentes. Solo cabe imaginarse la que montó el primero y auténtico Creador para deducir lo que puede suceder ahora con tal cantidad de vocaciones divinas entre nosotros.
En otro párrafo de su carta aparecen los nombres de Felipe González, Ruiz-Gallardón, Carmen Calvo, Mariano Rajoy, Manuel Chaves, etc. Ante ello, me atrevo a sugerirle que sería prudente poner a disposición judicial a los cien mil creadores para su inmediato aislamiento, pues bajo semejantes advocaciones estamos frente a un peligro mucho mayor que el de los Cien Mil Hijos de San Luis.
Estimado amigo: vista la gravedad del asunto, le ruego que no cuente conmigo para la mesa «Diversidad cultural y artes escénicas» que me propone. Durante las fechas que se celebra este aquelarre creacional me hallaré escondido en lugar seguro a fin de intentar sobrevivir al nuevo
Big Bang
del siglo XXI.
Atentamente,
Albert Boadella
En determinadas ocasiones, cuando la institución o el político no respondía a nuestras cartas (cosa muy corriente en España), optábamos por una maniobra que aportaba, en última instancia, algunos resultados. Si en un plazo razonable no había respuesta, era yo el que replicaba a los argumentos de una supuesta carta que simulaba haber recibido. Lo hacía imaginando cuáles eran las razones que el descortés de turno hubiera podido exponer y se las rebatía con toda amabilidad. Naturalmente, esto organizaba un desconcierto total en las oficinas, pues se buscaba afanosamente a quien había respondido. Por una u otra razón, a veces se obtenía, por lo menos, una respuesta a la primera misiva.
Ciertamente, podría haberme ahorrado adversarios tan directos que muy posiblemente lo serán de por vida. Estos y muchos otros. Cuando observo que la casi totalidad de mis colegas de la farándula están en todo momento por la paz y solo denuncian públicamente a los señalados como maléficos oficiales, sigo preguntándome el porqué de esa incontrolable necesidad que me hace entrar en liza permanentemente. ¡Es tan agradable estar de acuerdo con la mayoría y, cuando algo no complace, mirar a otra parte! Lo que ocurre es que la gente de este talante me pone frenético. Veo en ellos una aquiescencia y una conformidad que legitima y proporciona fundamento a las actuaciones más ignominiosas. En el fondo, con semejantes encogidos, la bellaquería ajena tiene incluso cierta justificación. Estos ciudadanos pacíficos no son del todo inocentes. Representan un peligro público; su prudente docilidad es una incitación a que los canallas se lo pasen en grande.
Acepto que mi forma de actuar genera un mecanismo automático de acción/reacción. Una especie de círculo endemoniado sin tregua ni cuartel, porque en cualquier circunstancia aparece alguien dispuesto a intentar que me calle de una vez. Sin buscarlo especialmente, hay individuos que los pongo enfermos de la hiel. Algunos me incitan a la risa, pero en otros lo lamento profundamente, pues me hubiera complacido tener una cordial relación con ellos. En estos casos, confieso que tampoco hago nada para firmar la paz. ¿Qué vas a decir? El problema está siempre en no derivar por mi parte hacia una patología de constante recelo. Suponer una doble intención donde muchas veces no existe más que incompetencia o desidia puede resultar una interpretación demasiado cómoda de los hechos cuando se está en la furia de la lucha. El antídoto para no sucumbir a una inclinación tan corriente es el humor. Esta ligera distancia irónica que cuestiona la posible gravedad del acontecimiento permite convertir lo que podría ser una animosidad malsana en un estimulante juego de supervivencia.
Puedo asegurar que el humor pocas veces lo he perdido; no obstante, admito que en los últimos tiempos me ha sido difícil mantenerlo ante el espectáculo decadente de mi tribu. Aun así, no les voy a engañar: combatiendo, me he divertido casi con desmesura.
Caminábamos con enorme lentitud por París. Mis dotes de malogrado taxista me llevaron a calcular un minuto en recorrer aproximadamente diez metros. Con semejante cadencia, cien metros significaban diez minutos. Todo se nos hacía enormemente lejano y tan solo cruzar una avenida con tráfico denso se convertía en deporte de alto riesgo. No podía evitar el recuerdo luminoso de cuando recorríamos aquellas mismas calles con la ligereza de nuestra juventud y también la euforia incontenible que nos proporcionaba una escapada furtiva. Habían pasado treinta y dos años desde el humilde hotelito de la Rué Cujas donde tuvimos muy claro que no sería posible vivir despegados.
Ahora permanecíamos literalmente más pegados que nunca. Dolors se apoyaba en mi brazo de forma imprescindible para avanzar con lentitud. A mi amada le habían abierto las costillas de par en par y como quien, cortando y cosiendo, reduce la talla de un vestido, el insigne
professeur
Carpentier le recompuso admirablemente el corazón para seguir en el futuro gastándolo en sus preocupaciones por los demás. Ciñéndonos simplemente a datos objetivos, era lógico que el corazón de Dolors significara su punto débil.
A pesar de la dureza del episodio, teníamos la fortuna de volver a pasear por París. La misma situación trasladada a Barcelona hubiera significado una convalecencia bastante más áspera; solo imaginarme la calle Balmes, o cualquier otra, a diez metros el minuto, el ya difícil trance se nos habría convertido en un vía crucis. El camino espinoso hubiera contado además con el riesgo de lapidación en forma de insultos por parte de algunos transeúntes patriotas, como me viene sucediendo en los últimos tiempos.
Sin embargo, en París todo se había desarrollado fuera de lo previsto. Es muy corriente que la imaginación circule determinada por el sobrentendido literario o por la simple reducción a la experiencia personal. Una enfermedad es un poso de dolor, de la misma manera que una loto al completo tiene que ser obligadamente la prosperidad. Los automatismos estadísticos conducen a una clasificación tópica de la vida y lo que se llama fantasía deambula por estos caminos trillados como punto de partida. Por eso jamás he confiado en la imaginación, que me parece la forma menos veraz y más condicionada de construcción artística. Lo reafirmo ahora categóricamente porque no podía prever de ninguna manera que el post-operatorio de Dolors se convirtiera en uno de los momentos de mayor intensidad amorosa de nuestra larga vida en común. La imaginación me llevaba a presagiar precisamente lo contrario. Una angustia indescriptible invadía mi mente cuando divagaba sobre el futuro cuadro. No es necesario extenderse en el hecho de que el peor de los sufrimientos es el de los seres queridos, pero esta vez, contra todo pronóstico, sucedió lo imprevisto.
Fue todo tan distinto que nos hubiéramos quedado en París alargando la recuperación para siempre. Las mínimas cosas adquirían de nuevo un valor insospechado. Mientras una Dolors vacilante se levantaba por vez primera de la cama del Hospital Georges Pompidou, dos tímidas palmaditas en las ancas nos retraían a nuestros primeros gestos de enamorados. Ella se sentía resucitada y solo saborear nuevamente los excelentes croissants parisinos se convertía en un placer indescriptible. Por mi parte, me regocijaba en su naciente placidez, y el amparo indispensable que yo debía ejercer a todas horas colmaba como nunca los más profundos impulsos proteccionistas de la especie.
Nuestro buen amigo el doctor Joaquim Estrada se lo había diagnosticado hacía algo más de un año. Estrada es de una cepa de médicos actualmente casi extinguida. Ojo clínico, sensatez en el tratamiento, humor y ternura en el trato. En resumen, un artista de la curación. Hombre culto donde los haya, gran actor aficionado en los escenarios, hace de su actividad profesional algo fácil de comprender, incluso para los que no saben lo que es un microbio. Mi reconocimiento va más allá del aspecto sanitario; ha salvado muchas actuaciones de la compañía atacando de forma eficaz, y sobre todo rápida, toda clase de dolencias inoportunas de los actores. Cuando uno piensa en el médico que escogería para el anuncio de enfermedad terminal, este es sin duda el doctor Estrada, capaz de conseguir que el trance fuera incluso filosóficamente digerible.
Al final de un largo periplo dimos con un anciano cardiólogo que nos ayudó a encontrar el camino. El camino de Francia, naturalmente. Durante la visita, mientras el cardiólogo se ausentaba unos instantes del despacho para verificar las pruebas, Dolors recomponía pacientemente las gafas del doctor que, en un gesto brusco de este, le habían quedado desmontadas sobre la mesa. Manipulaba la montura con una atención y una serenidad realmente pasmosa; lo hacía sin mostrar alteración alguna por el inminente resultado de las pruebas. La dedicación a los demás no se aplacaba ni en un trance así. Yo la contemplaba como quien observa la actuación de una heroína de tragedia griega.
El cardiólogo volvió con los resultados, y al encontrar sus gafas recompuestas con tanta habilidad miró a Dolors, primero con asombro, y, pasados los instantes de pasmo, le hizo partícipe de su admiración. ¿Esta entereza ante la adversidad física es condición exclusivamente femenina? No tengo la menor duda. Aún me veo corriendo indignamente a cuatro patas por los suelos del hospital de Vic solo por una minúscula piedrecilla que bajaba del riñón.
Ante el diagnóstico del cardiólogo yo habría experimentado un estado de flojera general y, en consecuencia, hubiera sido incapaz de percatarme no ya de las gafas deshechas, sino de un incendio en la planta del ambulatorio. Sin ser directamente el afectado, llevaba meses por completo descompuesto. Era como si estuviera
zorrocloco
; ya saben, aquellos machos celtas que, mientras la mujer paría en el corral, se ponían ellos en la cama acaparando todas las atenciones, y simulando los dolores del parto y el nacimiento del hijo. Únicamente la serenidad de Dolors era capaz de levantarme el ánimo, solo entonces abandonaba temporalmente los negros presagios.
Ella miraba el espléndido pasado de los dos como compensación sobradamente justificada frente al incierto futuro. Se sentía conformada ante lo peor y no me quedaba más remedio que imitar su entereza. Nuestros silencios eran harto expresivos; si todo acababa en un breve plazo, no teníamos derecho a manifestar abiertamente ninguna lamentación al respecto. Hasta entonces la vida había sido más que generosa con nosotros; aunque sobre este particular a mí me ocurría lo que a los grandes millonarios, que nunca tienen suficiente.
El protocolo del Georges Pompidou no permite la presencia de familiares en el hospital mientras se lleva a cabo una operación ni tampoco durante las estancias del paciente en la UCI. Toda la información se facilita por teléfono, que es la forma de impedir que cualquier histeria emotiva interfiera en su labor. Aunque no es costumbre mía practicar este género de exhibicionismo, la norma es estricta y me obligó a recorrer París frenéticamente durante las seis horas que duró la intervención quirúrgica. Mis familiares acompañantes quedaron extenuados en la cuneta. Yo hubiera caminado hasta caer exhausto en Orleans o Fontainebleau.
La cabeza corría al ritmo de mi trote. Cada rincón de París provocaba analogías mentales acordes con el lugar. El paso por el Pont Neuf incitaba los planes desesperados. En general, había conseguido mantenerlos aletargados en la lejanía; si las imágenes se presentaban crudamente, las rechazaba al instante, pero desde hacía un tiempo emergían sin control con una insistencia machacona. Si mi amada no superaba la crisis, ¿cómo acabar más rápido? El Sena ha sido un lugar muy socorrido literariamente para estos desenlaces. Una incontrolable mirada desde la altura del puente hacia el río disparó un escalofrío en mi espina dorsal. Tan solo el flash me produjo un pánico espeluznante. Lo más difícil debe de ser contener el impulso instintivo de nadar una vez en el agua. ¡Imbécil! ¡Que hay formas más ingeniosas! Lo que ocurre es que la deformación profesional me ha impedido siempre fantasear con finales que no estén a la altura de lo sucedido en la cripta de Verona.
En la mitad del puente, debajo la estatua de Enrique IV, aparecían los minúsculos jardines del
Verd Galant
, y al instante mis ojos se nublaron. No existe nada tan ridículo para el género masculino como reprimir estas veleidades lacrimógenas cuando tienes compañía. Respiras profundo, simulas toser o lo encubres con un repentino picor en los ojos. Hay que ver las cosas tan absurdas que ocupan nuestro tiempo en los momentos más trascendentales de la vida.
La imagen de los jardines me retraía a la niñez. Acababa de refrescarme la expresión del profesor de literatura Monsieur Menetrey anunciando el premio de redacción sobre París. Gracias a un ensamblaje de cursiladas, yo había ganado un concurso literario entre las escuelas de la capital francesa por mi escrito sobre
Le Verd Galant
. Monsieur Menetrey tenía el sentimiento partido: por un lado estaba orgulloso de que un alumno suyo hubiera sido el laureado, pero por otro yo era
le petit espagnol
de la clase, un esmirriado chaval proveniente de la dictadura del sur que pescaba una distinción francesa.
El recuerdo sentimental de cincuenta años atrás se interfirió entre los delirantes planes de extinción. Cuando uno alienta proyectos de esa índole, los concibe imaginándose una situación límite para justificar el impulso de llevarlo a cabo; pero, curiosamente, siempre se hacen esta clase de cavilaciones observándose desde el exterior. Hay un lado narcisista en la autoliquidación. En el fondo, el motivo de mi súbito escozor lagrimal era de naturaleza egoísta; con las figuraciones había desencadenado la pena sobre mí mismo. Ni flirteando con el final era capaz de librarme del obsesivo «yo».
También es cierto que la muerte no tiene por qué ser lo más terrible de la vida. La única vez que la tuve cerca no me lo pareció. En aquella circunstancia extrema, una vez finalizado el cataclismo de golpes y estruendos del accidente automovilístico, atenazado entre dos camiones, lo primero que formuló mi cerebro fue una extravagante cavilación. Como no llegué a perder el sentido, el gran silencio reinante después del estropicio me hizo creer firmemente que estaba muerto; pero enseguida, gracias al dolor de una clavícula machacada, empecé a tener conciencia de que aún me hallaba con vida. Entonces, la primera conclusión fue exactamente esta: «Con lo sencillo que ha sido morir, ahora me tocará pasar otra vez por ese trance». A renglón seguido me invadió una enorme pereza de volver a vivir. Cuando lo rememoro de nuevo me parece un desvarío monumental, pero, aun así, no puedo menos que coincidir con un cuadrúpedo aldeano de mi pueblo a quien, tras reflexionar largo rato ante un vecino difunto, solo se le ocurrió sentenciar: La muerte... ¡es una cosa muy particular!