Adán Buenosayres (43 page)

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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

BOOK: Adán Buenosayres
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Claro está que un asiento de tan vastas ramificaciones no podía dejar indiferente a Franky Amundsen. Acalladas las risas, y con mucha gravedad, Franky preguntó a los eruditos que lo circundaban si los mismos ángeles neocriollos de Schultze (que condujeran hasta nosotros a esa legión de solteros mencionada recién por Bernini) habrían orientado igualmente hacia nuestras playas a la legión adorable de Jovas, Fannys y Suzettes que con tanta soltura emprendieron un día el Camino de Buenos Aires. Y al oír estas últimas palabras la hostilidad brilló en muchos ojos. En vano despertó doña Venus para garantizar que no había dos como Jova en este mundo; en vano lamentó Schultze el papel desdoroso que algunas imaginaciones perversas trataban de asignar a sus ángeles: Adán, Pereda y Bernini no conseguían apartar de sus mentes el nombre de aquel francés alevoso, que con su no menos alevoso libelo había intentado arrojar una mancha sobre la honra de los argentinos.

—¡Esos
cufien
son marselleses! —tronó Pereda, y juró que los había visto a montones en las casas del ramo, con sus galeritas melón, sus bigotes mediterráneos y sus pesadas cadenas de oro.

—Polacos —dijo Bernini con igual ímpetu.

—Rumanos —aseguró Adán en tono que no admitía réplica.

En esta duda estaban cuando la pitonisa del vestíbulo, agitándose otra vez en su taburete, inició el balbuceo precursor de las grandes revelaciones. Como se trataba de una indiscutible autoridad en la materia, todos escucharon, sin disimular su interés.

—De todo hay, como en botica —musitó al fin doña Venus.

Y emitido ese fallo inapelable, despertó bruscamente, se deslizó hasta la cancel y franqueó el paso al Mercader Sirio que huía de la sala con el abatimiento de un gallo roto en la pelea. Entonces, como en sueños, y sin esperar invitación alguna, el Gasista Italiano se metió en la sala; visto lo cual doña Venus insinuó un gesto aprobatorio y regresó a su taburete.

Con la desaparición del Gasista nuestros hombres alcanzaron en el vestíbulo cierta gozosa intimidad que dio una soltura mayor a sus palabras y movimientos. En aquel silencioso ámbito sólo se oía el estridor del gallo vecinal que ahora multiplicaba sus alalíes, como enloquecido por la intuición del alba, y el rodar de algún carro verdulero en la calle, al ritmo de perezosas herraduras. Era la hora en que las almas noctivagas, presas de remordimiento, se inflan de generosas intenciones y dan a lo futuro su palabra de honor. En un clima propicio a todas las redenciones, Adán Buenosayres inició el tema final: ciertamente, aquella ignominia no era necesaria, y sólo una carencia total de sentido colonizador había juntado tres millones de hombres a orillas del Plata, mientras las fértiles llanuras y los valles nemorosos permanecían desiertos. ¿Y qué? ¿Todo estaba perdido? ¡No! Adán Buenosayres recogió a todos aquellos hombres en soledad que había mencionado Bernini; los unió en cristiano matrimonio con mujeres vigorosas; les dijo: «multiplicaos y henchid la tierra»; y los dispersó como semillas, de norte a sur, de naciente a poniente. Y entonces, ante los ojos maravillados de los que le oían, una raza de pastores y labriegos, innumerable como las arenas del mar, cubrió las pampas argentinas hasta el cabo de Hornos, erigió ciudades asombrosas, pobló el mar de navíos y el cielo de aeronaves, cantó epopeyas nunca escuchadas y adelantó soberbias metafísicas.

Ante aquella visión los personajes del vestíbulo cayeron en éxtasis: el filósofo Tesler declaró sentirse invadido por una gran frescura de égloga; fiel a sí mismo, Schultze propuso algunas combinaciones étnicas (españoles con tártaras, inglesas con chinos, italianos con esquimales) que favorecerían el advenimiento de aquella estirpe destinada, según afirmó, a dar su quintaesencia en el Neocriollo; asintió Pereda, muy grave, y hasta el petizo Bernini mostró debajo de su costra científica un casi-semi-enternecimiento. ¡Ay, sólo Franky Amundsen, entre aquellos vehementes colonizadores, permanecía en actitud reservada y casi hostil! Interrogado a fondo, comenzó por guardar un mutismo lleno de reticencias que abandonó al fin para declarar su asentimiento en lo que a las normas generales de la colonización se refería. Luego, tras no pocas instancias y vacilaciones, Franky acabó por insinuar que se uniría tal vez a la legión de nombres y mujeres convocados por Adán Buenosayres. Con todo, no siendo él un lírico imprudente sino un hombre de acción que tenía los pies bien asentados en la tierra, Franky Amundsen imponía una condición sin la cual estimaba que no irían a ninguna parte.

—¿Qué condición? —le preguntaron algunas voces.

—El restablecimiento de la poligamia —contestó Franky en tono beato.

Y añadió, lleno de euforia:

—¡Qué miércoles! La República necesita cien millones de habitantes, ¡y se los daremos!

Adhesiones fervientes de unos y vagas protestas de otros acogieron la moción de Franky. Samuel Tesler dio un salto y se puso de pie:

—¡Sí! —gritó—. ¡La poligamia, como en el Antiguo Testamento!

Radiante, sublimado, con la boca maligna y los ojos que le relampagueaban, el filósofo villacrespense inició su ballet fatal: a paso lento recorrió el vestíbulo, con una mano en la cadera y la otra desflecada en el aire, grotesco y rítmico a la vez, gárgola bailarina.

—¡La danza filogenética! —gritó Franky, aplaudiendo rabiosamente.

Doña Venus despertó sobresaltada:

—Bochinches no —dijo—. Estamos en una casa formal.

Pero Samuel Tesler, habiendo concluido ya la primera figura de su baile, atacaba la segunda con un brioso zapateo que arrebató a los circunstantes. Entonces doña Venus, escurriéndose de su trípode como una bola de gelatina, se puso de pie y avanzó hacia el filósofo:

—¡Chist! —le ordenó—. ¡Basta!

¡Era inútil! Furiosa ménade, gárgola enloquecida, Samuel empezó a girar en torno de doña Venus: la encerró en un círculo hecho de saltos, piruetas y contorsiones. Y doña Venus, esfera de grasa, inició un torpe movimiento de rotación sobre sí misma, tratando de hacer frente al demonio bailarín que la estrechaba y la circunscribía en su ronda, mientras la perra Lulú, sin abandonar su almohadón, ladraba con una estridencia de cristales rotos.

—¡Compadritos! —jadeaba doña Venus—. ¡Fuera!

Se lanzó por fin a la cancel, descorrió violentamente la cadena de seguridad, abrió la puerta; y volviéndose a los del grupo que ya estaban de pie:

—¡Fuera! —les gritó—. ¡A la calle!

—No es para tanto —le dijo Franky en tono conciliador.

Y trató de acariciarle la papada redonda. Pero doña Venus retorció aquella mano audaz que se le atrevía. Y entonces Franky, estudiando a la mujer en todo su volumen, escogió el sitio adecuado, sonrió con benevolencia y le descargó una sonora palmada en el trasero rebosante.

—¡Policía! —chilló doña Venus—. ¡Policía!

Se recodó la falda, exhibió un muslo de repugnante gordura, sacó de su media un pito metálico y, llevándoselo a la boca, empezó a dar fuertes pitadas de auxilio, a las que se unieron los roncos estertores de la perrita Lulú y el cacareo de Jova que asomándose al vestíbulo preguntaba con urgencia: «¿Qué hay? ¿Qué ocurre?» Había llegado el instante de la fuga, y los hombres del grupo se lanzaron por el zaguán hasta la calle: Schultze, Franky, Pereda y Bernini corrieron hacia la derecha, rumbo a la calle Triunvirato; Adán corrió tras el filósofo villacrespense que había tomado la izquierda y se desalaba ya en la más loca de las huidas.

III

Lo alcanzó en breve, unos ochenta metros calle arriba, pues el filósofo, transponiendo a toda carrera el cruce peligrosamente visible de la calle Camargo, se había detenido al fin y les esperaba, oculto en la sombra negrísima que los árboles callejeros, bajo la luz de los focos, proyectaban sobre la vereda. El también fugitivo Adán Buenosayres lo encontró allí, sentado en el umbral de una casa, con sus piernas de gnomo encogidas hasta lo ridículo y su tórax de cíclope que le subía y le bajaba en ruidoso jadeo.

—¿Y? —le preguntó Samuel al verlo llegar.

Adán Buenosayres, resollando todavía, fue hasta el cordón de la vereda, escudriñó el fondo secreto de la calle, aguzó el oído y escuchó largamente: la calle Canning permanecía desierta, y en su ámbito ningún rumor alteraba el silencio nocturno.

—Nadie —respondió—. Ni un alma.

—¿Y los otros? —volvió a interrogarle Samuel.

—Desaparecidos.

Al oír tan ingrata nueva el filósofo empezó a declamar con voz estentórea:

¿Dónde están mis compañeros

del Cerrito y Ayacucho?...

Pero Adán le cortó la estrofa, y sacudiéndolo por los hombros:

—¡A. no escandalizar el barrio! —le dijo—. Volvemos a la calle Monte Egmont.

—¡Hum! —gruñó Samuel con escepticismo—. ¿Qué hora será?

—Las cuatro de la mañana.

El filósofo trató de incorporarse. Y lográndolo al fin con bastante penuria, ensayó dos o tres pasos inseguros al cabo de los cuales trastabilló peligrosamente y hubo de aferrarse a una reja para no caer.

—¿Qué hay ahora? —le preguntó Adán en un comienzo de alarma.

Samuel dejó escapar una risita indulgente:

—La calle da vueltas —dijo—. ¡Borracha, la pobre!

—Estás hecho una uva —le censuró Adán sin ocultarle su disgusto.

—¿Quién? —repuso Tesler, como si acabara de recibir una mortal ofensa—. ¿Borracho yo?

Se deshizo violentamente de Adán Buenosayres que trataba de sostenerlo, irguió el torso con altanería y dijo:

—¡Mírame ahora!

Inició una marcha rígida, trastabilló nuevamente y fue a dar contra un árbol a cuyo tronco se abrazó, riendo como un orate. Pero una terrible náusea lo sacudió entonces de pies a cabeza, y se le quebró la risa en los labios:

—¡Atención! —dijo—. Voy a lanzar un manifiesto.

Corrió Adán en su auxilio y le sostuvo la frente cubierta ya de un sudor helado. Era visible que su danza loca en el vestíbulo y la carrera que no tardó en sucederle habían agitado en el cuerpo del filósofo el hirviente caos de las esencias espirituosas que con tanta liberalidad había ingerido esa noche. Y aceptando el trance, Adán calculó in mente la distancia que debería salvar con aquel Sileno a remolque: hasta la calle Warnes, dos cuadras y media; tres cuadras generosas desde Warnes a Monte Egmont, y una cuadra más hasta el número 303, sin contar la escalera cuyo ascenso le prometía desde ya no pocas dificultades. Entretanto, Samuel, a pesar de sus bascas, angustias y trasudores, no soltaba prenda.

—Es inútil —reconoció al fin, enderezándose y restañando con un pañuelo la humedad viscosa de su frente—. ¡Necesitaría el dedo de marfil de los romanos!

Viéndolo ya en mejores términos, Adán lo tomó por la cintura; y uno y otro iniciaron juntos una marcha escabrosa que, según reflexionó Adán, reunía en sí todos los movimientos locales que describe Aristóteles. Respirando con delicia el aire nocturno en cuya frescura se adivinaba ya el amanecer, era evidente que el filósofo estaba recobrando la natural armonía de su físico.

Pero, en cambio, su alma empezó a conturbarse y a dar muestras de una tormentosa contrición: lanzando suspiros que le desgarraban el pecho, Samuel Tesler maldijo la hora en que su propia debilidad y la sugestión de amistades funestas lo habían llevado a tal extremo de locura; en una sola mirada vio luego su indignidad presente; y recostando al fin su cabeza en el hombro de Adán Buenosayres, lloró largo rato su juventud perdida. Se volvió por último hacia el silencioso amigo que lo asistía en su duelo, y, arrojándole al rostro una tufarada de alcohol y ácidos estomacales, le soltó un monólogo incoherente que se resolvía en cierta laboriosa justificación de su pecado. Porque, si se lo miraba desinteresadamente a la luz de la filosofía (y el amigo Buenosayres, a cuya indiscutible serenidad apelaba, era un juez harto ducho en esas afinaciones del intelecto), ¿qué habían sido su borrachera nocturna y su zarabanda final?, ¿qué habían sido —preguntaba él— sino un movimiento dionisíaco de liberación que su alma opresa le requería? Por otra parte, su raza conocía bien aquellas exaltaciones de la libertad, pues el tema del cautiverio y la evasión resonaban demasiado en su historia.

—¿Y acaso —preguntó entre dos eructos— no es mi raza un símbolo de la prisión terrestre y de la liberación final en la vida eterna?

Frente a Beelsephon, a la hora del alba, el Rey endurecido, el de la cabeza de buitre, lloraba y se dolía junto al mar. Junto al mar que vomitaba los despojos de la vistosa caballería, junto al mar de color de sangre lloraba el Rey. ¡tantos carros de bronce, tantos jinetes verticales, tantos buenos caballos de piel eléctrica y fogosa nariz! Los lanzó él como piedra de honda tras el esclavo fugitivo: como dardo rabioso los lanzó. Por eso lloraba el Rey entre su púrpura, el Rey de perfil de ave: porque vio al esclavo atravesar la húmeda residencia del agua, e iba su mano en la mano de su Dios, y era el Dios temible que enrolla y desenrolla el mar como un papirus; y vio después hundirse caballo y caballero, y armas y ruedas voladoras. Eso lloraba el Rey, frente a Beelsephon, junto al mar de color de sangre. Y en la otra orilla el esclavo gritaba su libertad:
Cantemos al Señor
—decía junto a la barba de su profeta—,
cantemos al Señor que se ha mostrado grande y hundió en el mar al caballo y a su jinete.
Y cantó el profeta:
Reinará el Señor eternamente, y más allá.
Y el esclavo lo repitió con júbilo. Mas el profeta volvía ya sus ojos al desierto, y en la terrible soledad buscaba el camino que conduce al país de la leche y la miel.

—¡Una raza teológica! —ponderó Samuel con orgullo.

—Pero terriblemente caída —le objetó Adán.

El filósofo no alcanzó a oírlo, porque se lo estorbó la sinfonía rústica de un carro matinal que avanzaba con sus ruedas chillonas, su caballito al tranco, su farol en el eje, su carga de verduras y su carrero adormilado en el pescante.

—¡Un justo! —empezó a lloriquear Samuel, indicando al hombre dormido—. Sin saberlo, cumple la sentencia pitagórica. Y adelantándose al sol...

—Bueno, bueno —lo interrumpió Adán—. ¿Otra vez lagrimitas?

No, Samuel Tesler no se hallaba otra vez en los umbrales del llanto. Lo que le sucedía en verdad era que, así como había pasado recientemente de la contrición a las lágrimas y de las lágrimas al consuelo metafísico, así también su corazón mudable se deslizaba ya por el declive de cierta pegajosa ternura, a la cual no eran ajenos, ni el carro matinal que le había traído reminiscencias de Booz, el durmiente (¡cuando la suya era una raza eglógica!), ni aquel dulce regreso a orillas del amanecer, ni aquel amigo silencioso que lo acompañaba y cuya inefable historia de amor sólo él conocía y ponderaba en sus justos valores. He ahí porque, mientras ambos caminantes proseguían su marcha, Samuel apretó con enternecimiento el brazo de Adán Buenosayres. Después, a favor del silencio que ahora reinaba entre ambos, evocó la figura de cierta mocosa que ya sabía darse humos entre las espigadas mujeres de Saavedra; y se dijo, en su alma, que sólo un ingenuo como el amigo Buenosayres podía encontrar en aquella endeble criatura la materia prima de una Laura o de una Beatriz. Pero sus asociaciones mentales, que se habían mantenido en el terreno de cierta bonancible neutralidad, lo movieron de pronto al disgusto y la ira cuando la imagen de Lucio Negri se le aclaró en la memoria: vio al mediquillo en el diván celeste, pegado a la oreja de Solveig Amundsen que lo escuchaba con su aire de esfinge adolescente, y entonces una indignación retrospectiva lo detuvo en seco:

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