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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (36 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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Y el interés general recaía en Flores y en Di Pasquo, los cuales, viendo tantos ojos que los miraban y tantos oídos alertas, comprendieron al fin que toda la expectativa de la reunión se concentraba en ellos. Empezaron por mirarse de reojo; y en el apremio de decirse algo, ni el taita ni el malevo lo hacían, temerosos de arriesgar alguna palabra cortadora.

—¡Se tienen un miedo bárbaro! —rió Adán en el oído de Franky.

—¡Chist! —lo silenció Franky—. ¿A que se abrazan y se besan?

No siguió adelante, porque Di Pasquo tomaba ya la iniciativa. En medio de un silencio absoluto, sin mirar al taita, Di Pasquo le formuló la pregunta que sigue:

—¿Y qué hace, amigo Flores?

Nueve pares de orejas ansiosas aguardaban la contestación de Flores. Y no lo hacían en vano, pues el taita, solemne como nunca, dio al malevo osta contestación sublime:

—Ya lo ve, amigo.
Vegetando.

Triple y única, irresistible y anchurosa fue la carcajada con que Adán, Schultze y Franky saludaron la respuesta de Flores. El taita se quedó yerto, confundido el malevo Di Pasquo, atónitos Del Solar y Pereda, consternado Bernini, y Juan José inmóvil, con la rebelde botella metida entre sus dos muslos. Y no se había extinguido aún el eco de la carcajada famosa, cuando Samuel Tesler, haciendo retroceder su silla con violencia, se puso de pie y enarboló un puño amenazante.

—¡Basta de sainete! —gritó—. Malevos de carnaval, taitas de cartón, ¡aquí hay un hombre, si quieren pelear!

¡No lo hubiera dicho! Al oír aquel reto Flores pareció volver de su atonía: se incorporó lentamente, como impelido por una fatalidad; y enderezado hacia Tesler, con la diestra escondida en la cintura.

—¡No lo haga, Flores! —le pidió el malevo.

—¡Tenía que ser! —carraspeó el taita, lanzándose melancólicamente a la guerra.

Pero cuando la lucha parecía inevitable, cuando Juan José y Di Pasquo trataban de sujetar a Flores, cuando palidecía Samuel y los heterodoxos atrincherábanse detrás de la mesa, entonces ocurrió algo insólito: el
pesado
Rivera, que se había mantenido en una quietud distante, se puso de pie, lento y digno, silencioso y grave, y con un solo ademán petrificó a los combatientes. Inmóviles de sorpresa quedaron los unos y los otros. Visto lo cual el
pesado
Rivera, sin decir mu, ejecutó la siguiente maniobra: dio algunos pasos hasta colocarse frente al indómito israelita; detuvo la marcha; cruzó su pierna derecha sobre su muslo izquierdo; se descalzó de una zapatilla; la levantó en el aire y descargó sobre Tesler un concienzudo, parsimonioso y frío zapatillazo. Después volvió a calzarse, giró sobre sus talones y recuperó, no sólo su asiento, sino también su actitud meditativa.

Sin dar crédito a sus ojos, los circunstantes observaron a Samuel, en espera de una reacción que no podía faltar en aquel hombre, autor de tan vehemente desafío. Pero, ¡qué! Nuestro filósofo había quedado en éxtasis, y así permaneció durante algo más de un minuto; hasta que, dejándose caer en una silla y escondiendo la cara entre sus dos manos, rompió a reír desaforadamente. La suya era una risa extraña, secreta en sus móviles, entrecortada de hipos y eructos; pero tan irresistiblemente contagiosa, que no tardó en comunicarse a tirios y troyanos. Entonces Juan José tocó a Del Solar en el hombro.


Rajen ahora
—le gruñó al oído—. Menos mal que lo han tomado a jarana. Si se quedan, no respondo.

Choques de manos, risas póstumas y tiernos adioses resonaban aún en el ambiente. Del Solar se las veía negras para sacar a Tesler de la cocina, pues el filósofo, con lengua pegajosa y ojos húmedos, estaba jurándole al
pesado
una amistad eterna. Menos trabajo puso Bernini en convencer a Franky, porque Franky se había despedido ya de Flores, no sin antes exigirle un autógrafo que suscribió el taita con mucha gravedad. En cuanto a Schultze, siguió dócilmente a Pereda: el astrólogo tenía en su poder la
nacifecha
del malevo Di Pasquo, y acababa de prometerle su horóscopo a vuelta de correo.

Adán Buenosayres había salido ya, sin cooperación alguna, y se había internado a tientas en el fondo sombrío de la casa. Todas las voces oídas recién, todos los gestos, formas y colores bailaban en su cabeza un galope desenfrenado.

—¡Noche absurda! —rió en su alma—. ¡Noche mía!

Pasó junto a una higuera, y como se detuviese un instante para escrutar la sombra, oyó al perro Falucho que rezongaba en su casilla.

—No es aquí —murmuró Adán, perplejo.

Avanzó diez pasos más, y a su derecha vislumbró algunas construcciones indefinibles a la vista, pero no al olfato.

—El gallinero.

Costeando el tejido de alambre que lo cercaba, dio al fin en un cañaveral que junto a la pared esgrimía sus lanzas negras contra el cielo; y allí no más, desbrochándose de un golpe, orinó largamente. Y mientras lo hacía, levantó sus ojos hasta ponerlos en el cénit, donde algunas estrellas parpadeaban entre nubes andantes. Entonces, como le sucedía
eternamente,
al rapto de sus ojos correspondió una súbita elevación de su alma; y sintió que lo más grosero de su embriaguez caía, dando sitio a un brumoso y triste despertar de su conciencia.

—Noche absurda —repitió él, lleno de zozobra.

Giró sobre sus talones, y abotonándose aún empezó a desandar su camino. Estaba ya junto a la higuera, cuando su atención fue atraída por alguna cosa informe que pendía de un hilo atado a una rama. La palpó con recelo, y sintió en su mano una latente y fría viscosidad.

—Sapos vivos —murmuró al reconocer la naturaleza del objeto—. ¿Brujería?

Y recordó tres sapos idénticos, pendientes de aquel sauce familiar, en
Maipú:
tres sapos vivos que oscilaron tres días y tres noches al soplo del viento, mientras una mujer de veinte años agonizaba en el jardín, con una novela de amor entre sus dedos amarillos.

—¡Basta! ¿Y los otros?

Adán Buenosayres cruzó el patio, se detuvo en el umbral del recinto fúnebre y lo exploró con la vista: en su ángulo izquierdo, las tres Ancianas, asombrosamente iguales, dormían sin abandonar sus rosarios de cuentas negras; en el otro rincón, una mujer de luto se apretujaba, como temerosa de ocupar allí un sitio que no le correspondía; en el centro, a la luz de los candelabros y vestido con su traje de bodas, el finado Juan Robles «aya un terrón de barro que se deshacía lentamente.

Adán huyó hacia la puerta de calle, traspuso el umbral y oyó voces que desde la esquina lo llamaban a gritos.

AQUÍ YACE JUAN ROBLES,

PISADOR DE BARRO.

EL PISADOR CELESTE

LO ESTÁ PISANDO

BAJO LAS PATAS INVISIBLES

DE SU CABALLO.

LIBRO CUARTO
I

En el portón abierto de la glorieta «Ciro», con los ojos vagabundos
y el
alma presa de honda melancolía, Ciro Rossini, ¡el grande Ciro!, hilaba el copo de sus otoñales pensamientos. Había escrutado ya el cielo de medianoche, y al advertir el escuadrón de mierdosas nubes que lo amenazaban por el este, se había dicho, sin ocultar su alarma:

Viento del este,

agua como peste.

Y como si el viento quisiera responder a la íntima reflexión de Ciro, Una ráfaga traidora llegó de pronto y alborotó la melena de los árboles callejeros, arrancándoles al pasar un torbellino de hojas cobrizas que planearon 01 el aire y se abatieron al fin como alas muertas.


Diavolo!
—murmuró Ciro Rossini, librándose de las dos o tres hojitas que acababan de aterrizar en sus cabellos renegridos por la virtud colorante del agua «La Carmela».

Pero la melancolía de Ciro tomó una forma visible cuando sus ojos recorrieron la glorieta solitaria. ¡Gran Dios, cuan desierto y triste le parecía entonces aquel recinto, escenario ayer de tanta locura veraniega! Ciro miró los reservados agrestes, ahora silenciosos como tumbas, resonantes ayer de palabras y risas; y un suspiro inacabable desinfló su tórax de barítono aficionado. En seguida paseó su mirada sobre la infinidad de mesas vacías que llenaban el recreo, y la detuvo al fin en el palco de la orquesta, donde un piano en su funda, un bombo en su mortaja y tres violines en sus ataúdes Anunciaban la muerte de la música; entonces el gran Ciro, el triste Ciro, volvió a un lado y otro su cabeza, evocando la multitud sonora que se había reunido allí noche tras noche y bajo un cielo más favorable. ¿Dónde estafen ahora los compadritos de pañuelo blanco, las muchachas con sed, los vecinos exultantes en sus piyamas de colores, las gordas mujeres que reían al amor de chorreantes parrilladas? ¡Ah! Se los había llevado el mismo viento que ahora barría ese montón de hojas en la calle Triunvirato.

Sólo cinco ánimas en pena se mantenían fieles aún, y Ciro Rossini las consideró, no sin ternura: eran el payador Tissone, el Príncipe Azul y los tres humoristas del conjunto «Los Bohemios», cinco fantasmas taciturnos que se movían lentamente junto al palco, entre un revoltijo de guitarras y bandoneones.

—¡Pobres muchachos! —reflexionó Ciro—. Mañana trabajarán en los fondines, por un café con leche.

Apartó sus ojos de tanta desolación, y con trágico ademán se alborotó los cabellos renegridos por el agua «La Carmela». Ciertamente, aquello era el otoño definitivo; y los días de la glorieta ya estaban contados. Pero, ¿qué había en el tono funeral de Ciro? ¿Acaso el plañir de la Avaricia en quiebra, junto a una caja registradora que suspendería en adelante su alegre tintineo? ¡No,
per Bacco!
Ciro Rossini, el grande Ciro, estaba exento de tan bajas pasiones; y los que alguna vez habían gozado la dicha incomparable de oírlo en «Una furtiva lacrima» o en «Celeste Aida», no vacilaban en admitir que sólo un destino cruel había podido robar a la gloria el estro de un alma tan sublime. Lo que Ciro lloraba en esa medianoche otoñal era el ocaso del júbilo; porque Ciro Rossini, propietario y animador de la glorieta «Ciro», era en el fondo un genio festival que trabajaba en la alegría del hombre como en una obra de arte, y que, de haber nacido en la Hélade feliz, habría organizado el cortejo de Dionisos o las danzas de Coré la resurrecta.

Pero el grande Ciro no llevó muy lejos el curso de sus otoñales elegías, pues, en el momento en que por segunda vez estudiaba los síntomas de la noche, sintió que dos brazos le oprimían el cuello y que algo semejante a un chambergo descomunal apretaba su rostro hasta dificultarle la respiración. Maravillado en extremo, Ciro Rossini correspondió al abrazo del vehemente desconocido; y cuando, no sin esfuerzo, logró desasirse de él y verle la cara, una exclamación gozosa brotó de sus labios:


Carissimo!

En el incógnito viajero que le traía la medianoche acababa de reconocer a su amigo Adán Buenosayres, el cual, solemne ahora, se volvió hacia el grupo de hombres que lo seguían y les anunció, mostrándoles a Ciro con el dedo:

—Ciro Rossini, ¡un alma grande!

Luego, volviéndose a Ciro que lo miraba reverentemente, Adán Buenosayres inició las presentaciones de estilo:

—El señor Schultze, astrólogo; el señor Amundsen,
globe trotter
; el señor Tesler, filósofo dionisíaco; el señor Pereda, criollósofo y gramático; el señor Bernini, moralista, polígrafo y boxeador.

A medida que Adán los nombraba, cada uno de los forasteros tendía tus brazos a Ciro y lo apretaba contra su corazón. Y el grande Ciro (que si bien distinguía en el aliento de aquellos hombres la evidencia de conocidos elixires espirituosos no dejaba de saborear la dulzura de tan cordiales efusiones) recibía en su pecho a todos y cada uno de los nombrados, y exclamaba, con la respiración jadeante:


Giovinezza! Giovinezza!

Eran los mismos viajeros que habían contemplado esa noche la cara del terror y de la muerte. Un tranvía Lacroze, destartalado y gimiendo hasta por el menor de sus tornillos, acababa de traerlos desde Saavedra, la remota. Y habían descendido en la esquina de Triunvirato y Gurruchaga; y bajo la tutela de Adán Buenosayres llegaron al portón de la glorieta «Ciro», donde aguardaban ahora, con los ojos llenos aún de abominaciones nocturnas. Estaban todos, menos el guía Del Solar (tempranamente alejado por el descontento que le inspirara la conducta de algunos heterodoxos en cierta cocina ilustre). Y Ciro Rossini, que ya veía en aquellas frentes el signo invisible del arte, preguntó al fin:

—¿Todos artistas?

—Todos artistas —le respondió Adán, clavándole una orgullosa mirada.

Tembló el grande Ciro, como el noble corcel de pelea que oye un toque de clarín; y alzando sus ojos a las alturas:

—¡El arte! —suspiró—. ¡El arte!

Su arrobamiento duró un segundo. En seguida, volviendo a la realidad y apostrofando cariñosamente al grupo:

—¡Santa
Madonna!
—gritó—. ¿Qué hacen ahí parados?
Avanti!

Aquel grito fue una señal. Tumultuosos y alegres, con Ciro Rossini a la cabeza, los visitantes irrumpieron en la glorieta «Ciro». Y todo pareció reanimarse desde aquel entonces, hasta los desiertos reservados y el sauce llorón que agitaba en el fondo sus crenchas amarillas. Visiblemente sorprendidos ante aquella invasión, los cinco fantasmas taciturnos y el mozo decadente que ahora les tendía la mesa junto al palco volvieron sus ojos hacia los forasteros y se quedaron inmóviles, hasta que Ciro los abordó, al frente de su tropa.

—Mis artistas —declamó Ciro, presentando a los cinco fantasmas. Irresistible fue la ola de cordialidad que arrastró entonces a los visitantes: Adán, Pereda
y
Schultze abrazaron a los componentes del trío «Los Bohemios», que no salían de su asombro; lleno de la bravura que una experiencia heroica muy reciente le había encendido, Samuel Tesler estrechó la mano del payador Tissone; a su vez Franky se arrojó al cuello del Príncipe Azul, el cual, digno y hosco, no pareció recibir con entusiasmo aquella efusión de ternura.

—¡El arte popular! —exclamó al fin un Adán Buenosayres lloroso, palmeando aún a su bohemio.

—Mester de juglaría criollo —tronó Pereda sin abandonar al suyo—. ¡Y Del Solar se lo ha perdido, el muy imbécil!

Con recelosa preocupación los del trío se miraron entre sí, furtivamente: ¿sería una cachada? Y el Príncipe Azul, que tras el abrazo de Franky adivinaba el de Bernini ya próximo:

—¡Che! —les rezongó—. ¡Avisen!

Pero el grande Ciro, bien que sublimado, no era hombre de olvidar sus deberes. Por lo cual, dirigiéndose a su amigo Buenosayres:

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