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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (28 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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En efecto, un chorro de sonidos inarticulados brotó de la jeta saxofónica, una voz que imitaba el silbo de la perdiz, la cavatina del jilguero, el arrullo de la tórtola, el croar de la rana, el graznido del carancho, el piar del gorrión, el alarido del chajá, el escándalo del tero. Y según la mayor o menor sublimidad de los conceptos que vertía, el Neocriollo se agigantaba o se reducía a las proporciones de un enano.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Franky, no bien hubo cesado la corriente sonora.

Schultze declaró que se trataba de una inefable arenga política, y tradujo así las palabras del Neocriollo: «Si el chaleco laxante y la sonrisa de cemento armado no fueran al dulce oprobio lo que Neón, el clave, a la gaviota de un ensueño que se pudre entre flores, mucho cabría esperar del elefante cósmico, a la hora en que las pálidas higueras resuelven el teorema de Baluk. Mas, ¡atención, mortales! El presidente insumergible ha roto el pacto, y luce ya sobre sus muslos el calzoncillo negro de la duda.»

Absortos quedaron los exploradores ante aquel fragmento de prosa.

—¡Bah! —dijo Pereda—. ¡Es demasiado lógico para sus verdes años!

—¡Lógico! —se lamentó Samuel—. ¡Tristemente lógico!

Adán Buenosayres no disimuló su melancolía.

—¡Evadirse de la lógica! —exclamó—. Una empresa de locos o de santos.

Pero la jeta saxofónica del Neocriollo emitió de súbito una luz vivísima.

—¿Y eso? —preguntó Franky.

—¡Bien! —dijo Schultze—. El Neocriollo está de buen talante: acaba de lanzar su carcajada tricolor.

—Debería ofrecernos una prueba más alegre de su humorismo —rezongó Franky.

Oído lo cual, y con una gracia de autómata, el Neocriollo se puso a bailar el malambo, la cueca, el escondido, la zamba, los aires, el cuándo, la chacarera, el sombrerito, el pala pala, el marote, la resbalosa, el pericón, la huella y el chámame. Desgraciadamente, los exploradores tampoco dieron aquí señales de admiración alguna: lo que se quería del Neocriollo era un milagro. Y he ahí que al escuchar ese pedido con sus orejas infundibuliformes, el Neocriollo movió la trompa, reclamando atención. Luego, girando sobre sí mismo, apuntó con sus nalgas a los héroes y soltó un pedo luminoso que ascendió en la noche hasta el cielo de los fijos y se ubicó en la constelación del Centauro, entre las estrellas
alfa
y
beta.
Hecho lo cual se desvaneció en la negrura.

Lo que sucedió en adelante pertenece al dominio de lo natural. Hasta entonces, y a favor de un terreno llano que se prestaba generosamente a los avances de la infantería, los expedicionarios no habían tenido que vencer obstáculo ninguno. Pero en aquel instante sintieron que bajo sus talones descendía la tierra; y no tardaron en chapotear el agua, como si acabasen de entrar en un terreno anegadizo.

—¡Epa! ¡Epa! —gritó Bernini—. ¿Dónde nos metemos ahora?

—No se alarmen —les advirtió Del Solar—. El zanjón está cerca.

Franky Amundsen empezó a gruñir sordamente.

—¡Ya me lo imaginaba! —rezongó—. En el barro hasta la verija, ¡yo, el hombre mejor calzado de Buenos Aires!

Pero Del Solar lo amonestó severamente, preguntándole si, por un exceso de Natura, la verija le llegaba hasta los talones. Luego tranquilizó al grupo, afirmando que lo que pisaban realmente ahora no era barro, sino gramilla oculta bajo el aguazal.

—¡Sigamos! —ordenó al fin—. El terreno sube otra vez, algo más adelante.

En efecto, algunos pasos más allá los héroes advirtieron que la tierra subía y que bajo sus pies el chapoteo cesaba gradualmente. Al mismo tiempo el coro de los batracios llegó a sus oídos:

—¡Brekekekex, coax, coax! ¡Brekekekex, coax, coax!

—¡El zanjón! —anunció entonces el guía, sin ocultar su alivio.

Y como los exploradores avivasen la marcha:

—¡Cuidado! —les gritó—. ¡A ver si alguno se me cae adentro!

Sensibles a la advertencia del guía, los hombres avanzaron con precaución; y sintieron de pronto que se metían en un arisco matorral cuyas hojas cortantes les llegaban hasta el pecho. Trabajosamente se abrían paso en aquella maraña; pero a los diez metros la voz del guía los detuvo.

—¡Alto! —gritó Del Solar.

Y añadió, tras una ligera búsqueda en el suelo: —Acérquense ahora.

Estaban en el borde mismo del zanjón, y a sus narices ascendía un terrible olor de aguas estancadas. El astrólogo Schultze, arrojándose a tierra, se asomó al borde y sólo vio negruras, pero a sus oídos, en cambio, llegó la música de los batracios que tañían en el fondo sus panderetas acuáticas, sus contrabajos de musgo, sus violoncelos de arcilla.

—¡Buenas noches, criaturas del agua! —les gritó.

Y los batracios respondieron:

—¡Brekekekex, coax, coax! ¡Brekekekex, coax, coax!

Entonces fue cuando Adán Buenosayres recitó estas palabras misteriosas: «Hago el deleite de Apolo, el citarista, en virtud de la caña que alimento yo bajo las ondas para que sirva de soporte a la lira.»

—¿Qué ha dicho el musajeta? —preguntó Franky.

—El coro de las ranas-cisnes, de Aristófanes —explicó Adán—. Lo recordé al oír estos bichos del zanjón.

—Estos bichos no son ranas —protestó Bernini—. Son sapos. —¡Los sapos-cisnes! —exclamó Schultze fervorosamente. Entonces, desde las profundidades, se levantó el coro de los sapos-cisnes.

CORO

¡Brekekekex, coax, coax! ¡Paciencia, verdosos hermanos del agua! Nos utilizan las brujas, nos manean con el pelo maldito de las embrujadas, nos hunden en el corazón agujas, clavos y espinas. Nos llevan en rebaño a sus terribles salamancas, nos dan como pastores a chiquilines muertos sin bautismo. Y con todo, el sapo es la criatura más inocente de la tierra. Hermanos, ¡ojo a los folkloristas! Es gente hirsuta y de piojos llevar.

—¡Supersticiones! —rió Bernini con desprecio. —¿Y la terapéutica? —le recordó Schultze.

CORO

¡Brekekekex, coax, coax! ¡Oh, hermanos, paciencia! Nos abren la boca y nos escupen adentro, para curar sus tristes dolores de muelas. Nos abren el lomo con sus cuchillos y nos aplican en sus mordeduras de víboras. Nos atan al pescuezo de sus matungos agusanados. Nos echan vivos en sus jagüeles para que sea pura el agua. Los hombres nos humillan con sus pies acorazados, las mujeres nos insultan con sus necios temores, los chicos nos martirizan con sus juegos. Y, no obstante, el sapo es la criatura más hermosa del universo: en el principio fue el Sapo. ¡Ojo a los folkloristas, hermanos del agua! Es gente hirsuta y de piojos llevar.

El diálogo del grupo con los batracios cisnes daba señales de no concluir jamás, cuando la voz irritada del guía los apostrofó en la noche.

—¡Déjense de pavadas! —les dijo—. Es necesario cruzar el zanjón.

—Bien, bien —admitió Franky—. ¿Dónde han puesto esa famosa tabla?

Del Solar, amargo, rió en la tiniebla.

—Ésa es la cuestión —dijo—. Hay que buscar la tabla.

Poco halagüeña les resultó a los aventureros la perspectiva de aquel
cherchez
la tabla que Del Solar acababa de proponerles; y así lo declararon todos en un lenguaje altamente ofensivo para el guía que los embarcara en aquel viaje azaroso. Buscar una tabla miserable tendida sobre un maldito zanjón, y en una noche que nadie, por decoro, había osado comparar aún con el ala del cuervo, era obra superior a la fuerza de aquellos hombres dados a más apacibles ejercicios. El malestar común se agravó con la duda siguiente: ¿conocería o no Del Solar el terreno que atravesaban? Y se hizo insufrible cuando amaneció en ellos la sospecha de que Schultze entendía tanto de orientación como ellos de capar monos. Afortunadamente, la voz de la prudencia se alzó en el desconcierto general; y al petizo Bernini cupo la gloria de levantarla. Con una lógica digna de otro siglo y una elocuencia que hizo recordar a los mejores clásicos, Bernini demostró a sus oyentes que sólo dos recursos les quedaban: o cruzar el zanjón (con tabla o sin ella) o deshacer el camino andado. Pero la ciencia del petizo no se limitó a enunciar tan cruel alternativa: declarándose en favor del primer temperamento, Bernini adelantó la idea original de dividir el grupo en dos comisiones, cada una de las cuales recorrería la margen del zanjón hasta dar con la tabla oculta. Gritos unánimes de aprobación resonaron entonces; y Franky, no sin melancolía, saludó la genialidad de aquel joven estratega que una paz harto dilatada malograría sin duda. Lo cierto fue que al instante se constituyeron las dos comisiones exploradoras: Adán, Samuel, Schultze y Bernini entraban en la que habría de marchar al oeste, y el petizo exigió su jefatura, en el temor de que los otros, dado su carácter abstractivo, no viesen la tabla en cuestión así la tuvieran delante de las narices; Franky Amundsen y Luis Pereda integraban la comisión del este, dirigidos por Del Solar, sospechoso baqueano. Una vez constituidas ambas comisiones, recibieron las advertencias de práctica; y se convino en que la señal del hallazgo sería dada por una u otra mediante un silbido, aunque Franky Amundsen propusiera la imitación del grito del mochuelo, por considerarla más tradicional. Y aprendidas todas aquellas instrucciones, uno y otro grupo se distanciaron sin cambiar un adiós.

El petizo Bernini encabezaba la fila india, rumbo al oeste, y sus hombres lo seguían en silencio. Quebrado era el borde del zanjón, arisco de lomas y hondonadas, erizado todo él de matorrales espinosos que los agredían en la noche. Y los batracios cantaban siempre, monótonos y ajustados, como si recitaran de memoria un interminable cronicón de diluvio.

—Estos lugares —dijo al fin Samuel Tesler con voz reconcentrada— evocan la ribera maldita: un río negro como el asfalto; la muerte del espíritu, eterna ya sobre las aguas; el silencio del espíritu, sin la esperanza del Verbo; y sombras mudas agolpándose, como nosotros ahora, en la orilla fatal.

Adán Buenosayres, a pesar suyo, sintió un escalofrío en las vértebras. Pero Schultze rompió el encanto.

—Las aguas infernales —expuso gravemente— no son un accidente arbitrario del paisaje dantesco. En idioma simbólico los ríos del Tártaro representan...

—Sí, sí —lo interrumpió Samuel con fastidio—. Es el abecé de la metafísica.

—El abecé del manicomio —gruñó Bernini—. ¡Ojo a la tabla!

Nuevamente reinó el silencio en el grupo que avanzaba, y nuevamente lo turbó Samuel al iniciar una interpretación del Hermafrodita Primitivo según el famoso discurso de Aristófanes. Pero en lo mejor de su tesis un silbido agudo rayó la calma nocturna, y el Hermafrodita quedó en su secreto revelado a medias.

—¡La señal! —gritó el petizo Bernini—. ¿Oyeron?

—No somos sordos —refunfuñó Samuel.

Regresaron al punto, volviendo a superar las mismas escabrosidades. Y no habían recorrido aún cincuenta metros cuando llamadas urgentes los reclamaron en la sombra.

—¡Aquí, aquí! —decían las voces en son de triunfo.

—¡No hay duda! —exclamó Bernini—. Han encontrado la tabla.

En efecto, reunidas otra vez las dos comisiones, Del Solar mostró el arranque de un tablón angosto: era el puente que unía las dos márgenes del abismo. Y entonces fue cuando se quebró la moral de los héroes, al pensar que deberían hacer equilibrio a tientas en una tabla insegura y sobre un zanjón cuya profundidad ignoraban: el astrólogo Schultze declaró que no se aventuraría por aquel tablón si antes no se le daba una prueba categórica de que resistía el peso de un hombre; Adán y Tesler, a su vez, manifestaron redondamente que no lo harían de ningún modo; y entonces Franky Amundsen, lleno de indignación, maldijo la cobardía de aquellos intelectuales que sólo se arriesgaban en verso. Pero Del Solar, fiel a su vocación de guía, no tardó en dar el ejemplo, y con actitud resuelta puso el pie sobre la tabla oscilante: se le vio avanzar a lo largo de la misma, sosteniendo su equilibrio con los brazos, hasta que su figura bamboleante se perdió en la sombra; y a poco su voz alegre; anunció desde la otra ribera el término feliz de aquel viaje. Llevados por la emulación, el astrólogo Schultze y Luis Pereda se aventuraron en la tabla con la mejor fortuna. Adán Buenosayres la recorrió a su vez: en la mitad del camino se tambaleó peligrosamente bajo una ráfaga de viento, y oyó en la profundidad el tentador arrullo de los batracios que lo invitaban a su compañía. Luego cruzó Bernini, seguido de Samuel Tesler, que le pisaba casi los talones. En la desierta orilla sólo quedaba Franky Amundsen.

—¡Fíjense bien! —dijo antes de iniciar la travesía—. Voy a darles una lección de elegancia circense.

Al momento se le vio deslizarse por el tablón, con una mano en la cintura y la otra sosteniendo una sombrilla invisible. Y al avanzar cantaba, imitando la voz de una tiple afónica:

Yo soy la muchacha del circo,

por una moneda yo doy...

Pero de súbito y casi en la meta, Franky Amundsen trastabilló, manoteó en el aire desesperadamente y se hundió en la sima con un estruendo que hizo enmudecer de pronto a los batracios cantores.

Inmensa fue la risotada que resonó en la orilla.

—¡Fatalidad! —exclamó Tesler—. ¡El hombre mejor calzado de Buenos Aires!

Del Solar, que no reía, se asomó al borde y preguntó con recelo:

—¡Franky! ¿Estás ahí?

Una voz entre llorosa y maldiciente le respondió desde el fondo:

—¡Linda pregunta! ¿Dónde miércoles voy a estar entonces?

—¿Es muy hondo? —volvió a preguntarle Del Solar.

—Creo que no —dijo Franky—. Ahora salgo.

Poco después Franky Amundsen asomaba la cabeza por el borde oscuro del zanjón, visto lo cual sus camaradas lo tomaron de las axilas y lo izaron como a un pez monstruoso.

—¿Te has lastimado? —le interrogó Luis Pereda, tocándole las espaldas y el pecho.

—Ni un rasguño —declaró Franky, dolorido—. Pero estoy de barro hasta la coronilla.

Por tercera vez en aquella noche memorable Samuel Tesler hizo brillar su encendedor. Y pudo verse allí que Franky exageraba: el fango apenas le cubría los pies y embadurnaba sus pantalones casi hasta las rodillas. En cambio, todo él estaba envuelto en un fuerte olor de putrefacciones cuyo interesante origen no tardó en señalar el astrólogo al tomar con sus dedos un poco del barro que Franky traía en la ropa.

—Sí —dijo Schultze, oliendo el barro con delectación—. Es el
putrifango.

—El
putricoño
! —rezongó Franky, perdiendo los estribos—. ¡Estoy como para escuchar terminaos del
neoidioma
! ¡Mejor sería que me dieran algo con que limpiar esta basura!

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