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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

99 ataúdes (8 page)

BOOK: 99 ataúdes
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—Ya tenemos la alarma registrada y hemos mandado un coche patrulla —le explicó la mujer de la centralita—. Pero muchas gracias por avisar. ¿Está disponible si el jefe la necesita?

Caxton frunció el ceño.

—Estoy fuera de servicio, pero sí. Cuenten conmigo si necesitan ayuda. ¿Cuál es la hora estimada de llegada de la unidad?

—Algo más de cinco minutos. ¿Ha visualizado algún sujeto sospechoso?

—Negativo. Parece que alguien ha entrado por la fuerza en un establecimiento. Se trata de una funeraria. No veo a nadie en el exterior, ni tampoco ningún vehículo sospechoso, o sea que...

La estridente alarma sonó un instante más y entonces se detuvo. Caxton miró a través de la oscuridad mal iluminada por las farolas pero no apreció ningún cambio en el edificio.

—Estoy segura de que hay alguien dentro. Acaban de desconectar la alarma y...

El panel de una de las ventanas estalló hacia fuera y la calle se llenó de esquirlas de cristal. Las persianas batieron con violencia y se arrancaron de los goznes. Entonces un objeto de madera rectangular sobresalió por la ventana destrozada, se tambaleó un instante y cayó en la acera con un ruido sordo.

— ¡No, no, no!-, pensó Caxton.

Era un ataúd, un enorme ataúd de caoba, mucho más recargado que cualquiera de los cien que había visto aquella tarde.

Caxton sabía perfectamente que no se trataba de un puñado de yonquis que hubieran entrado en la funeraria para robar algo que les costaría tanto vender en la calle. Tenía una idea bastante clara de quién habla detrás de aquel robo: alguien que necesitaba un ataúd nuevo porque el viejo se le había roto.

—¿Agente? —dijo la voz al teléfono.—. Agente, ¿sigue ahí?

Caxton se mordió el labio e intentó pensar, pero no había tiempo.

—Cancele el coche patrulla. No, un momento, no lo cancele... Mande tantas unidades como pueda, ordene despejar las inmediaciones. ¡Haga retirar a todos los civiles de la calle!

—¿Agente? No la copio... ¿Qué sucede?

—¡Saque a todo el mundo de aquí!

El vampiro se encaramó a la parte inferior de la ventalla rota y bajó a la calle de un salto. Tenía la piel blanca como la leche y en sus ojos rojos se adivinaba un brillo apagado. No tenía ni un solo pelo en todo el cuerpo y sus orejas terminaban en punta. Dentro de la boca se agolpaban varias hileras de dientes.

Por su aspecto parecía que llevara un siglo sin comer. Estaba escuálido y demacrado, más delgado que ningún ser humano que Caxton hubiera visto jamás. Tenía la piel tensa, se le marcaban los huesos, y los músculos de los brazos y las piernas estaban atrofiados y reducidos a la mínima expresión. Se le marcaban las costillas y tenía las mejillas hundidas por el hambre. Había manchas oscuras de putrefacción en la piel que, en algunos lugares, estaba agrietada y cubierta de úlceras supurantes. Llevaba tan sólo unos pantalones andrajosos.

El vampiro miró calle arriba y calle abajo, como si esperara encontrar a alguien. Entonces sus ojos se fijaron en Caxton y ésta supo que veía su sangre, que veía las venas y las arterias brillar en la oscuridad, y el corazón que le latía en el pecho.

Caxton se llevó la mano libre a la cartuchera para sacar el arma. No parecía que el vampiro hubiera comido aquella noche; si era lo bastante rápida, tal vez lograría evitar que la despedazara. Tocó el cinturón con los dedos pero no encontró nada y perdió un valiosísimo segundo bajando la vista: la Beretta no estaba allí. La había dejado en el coche.

—¡Centralita, tengo un vampiro, ¿me copia?! ¡Tengo un vampiro! —gritó por el teléfono—. ¡Solicito asistencia inmediata!

Capítulo 16

Tras mucho buscar encontré mi presa, pero lo lamenté casi al instante. Bill yacía enroscado en un matorral y cubierto de barro, con el cuerpo retorcido y deformado. No llevaba ni el fardo ni el mosquete y tampoco los encontré por ninguna parte. La chaqueta azul estaba desgarrada por la parte delantera y hallé los botones esparcidos a su alrededor, como si se los hubieran arrancado en un arrebato de furia. Tenía el cuello y las manos pálidas como el vientre de un pescado, pero eso no era lo peor, Tenía el rostro hecho trizas, como si lo hubiera atacado un oso. Le colgaban jirones de piel de las mejillas y tenía la nariz completamente abierta, como si la hubieran diseccionado para una clase de anatomía.

Encontré su gorra de campaña junto a su mano. La recogí y la retorcí entre mis propias manos, y llore por él, pues mi Bill estaba muerto.

Eben Nudd me puso una mano encima del hombro, algo que le agradecí enormemente. German Pete se sentó encima de su fardo y bebió un buen trago de su cantimplora.

Me arrodillé para besar a mi amigo en la frente por última vez y me llevé el peor susto de mi vida. Pues aunque su cuerpo no desprendía calor alguno, ni respiraba, ni mostraba señales de vida, Bill se movió y se estremeció al notar que lo tocaba.

«Alva —dijo agitadamente. Parecía estar demasiado débil para moverse y, sin embargo, estaba deseoso de alejarse—, Alva, me está llamando.»

«¿Quién, Bill? ¿Quién te llama? Te ayudaremos a levantarte y regresemos al campamento. Los cirujanos se ocuparán de ti.» Difícilmente podrían reconstruirle el rostro, pensé, pero había muchos hombres que habían terminado la guerra desfigurados y que, aun así, habían seguido viviendo y luchando. «Vamos.»

«¡No!», exclamó él con una voz aguda y escuálida como un silbido. Entonces me golpeó en el hombro y me hizo caer. «No, ¡no os acerquéis más! ¡Dejadme solo! Oh, ¿no lo oís? ¡Me está llamando!»

Entonces se levantó y se marchó corriendo, pero todavía se volvió y me gritó que no lo siguiera. Que a partir de aquel momento debía darlo por muerto.

LA DECLARACIÓN DE ALVA GRIEST

Capítulo 17

El vampiro la vio y sus ojos enrojecidos se clavaron en los de Caxton. Ésta intentó apartar la mirada, pero no lo consiguió.

De forma vaga y superficial, sabía lo que estaba sucediendo. El vampiro la estaba hipnotizando. No era la primera vez. Si hubiera sido capaz, Caxton habría gritado, habría echado a correr, al menos habría apartado los ojos. Sin embargo, no podía. El vampiro imponía su voluntad. El amuleto que llevaba colgado en el cuello empezó a arder, como si intentara combatir aquella influencia maligna, pero no tenía suficiente poder. Su objetivo era canalizar la energía de su portadora, proporcionarle la claridad mental necesaria para repeler el ataque psicológico del vampiro. A menos que Caxton lograra mover la mano y cogerlo, dirigir sus pensamientos hacia el amuleto no le serviría de nada. Y si el vampiro no apartaba los ojos, la agente tan sólo podía devolverle la mirada, con la mente racional desconectada de su cuerpo.

En la mano sujetaba todavía el móvil, que iba emitiendo zumbidos. Lo más probable era que se tratara de la telefonista, que seguía preguntándole cosas desesperadamente. Abrió los dedos y el teléfono cayó al suelo. Rebotó en la acera, pero Caxton no pudo bajar la mirada para ver adónde había ido a parar. No podía mirar nada que no fueran los ojos del vampiro.

Y aquellos ojos... eran fríos a pesar de ser del color de las brasas candentes. No transmitían ninguna emoción y, sin embargo, estaban fijos en los suyos con una fuerza incontestable.

Si quería, podía retenerla allí para siempre. Podía acercársele y partirle el cuello con las manos, y ella no sería capaz de defenderse ni de moverse un ápice.

Oyó las sirenas de la policía que se acercaban; no obstante, carecía de la presencia de ánimo para alegrarse ante la posibilidad de que la rescataran.

El vampiro estaba cruzando lentamente la calle, cada vez estaba más cerca. Tenía todo el tiempo del mundo y lo sabía. Incapaz de romper el hechizo de su mirada, Caxton no vio el coche patrulla que se aproximaba. El vampiro, por su parte, debía de estar demasiado concentrado en ella y tal vez no veía más que la sangre que circulaba dentro de su cuerpo; en cualquier caso, tampoco se percató de la llegada del vehículo.

Caxton no sabría decir si el conductor del coche lo vio o no. Dobló la esquina a toda velocidad, las ruedas rechinaron sobre el asfalto, la agente oyó un chirrido lastimero a lo lejos, nada más, y el vehículo cruzó la calle a toda velocidad hacia donde se encontraba el vampiro. Lo embistió de forma lateral, llevándoselo por delante y lo arrastró media manzana, mientras los frenos chirriaban y echaban humo.

El hechizo se rompió al instante. Caxton exhaló una bocanada de aire viciado, había estado conteniendo la respiración todo el tiempo, y se dobló por la cintura, presa de la náusea y el miedo. Se llevó la mano al cuello y cogió el amuleto; el calor almacenado casi le quemó los dedos. De pronto Caxton sintió cómo la invadía una oleada de energía que le aceleró el pulso.

—¿Está muerto? —exclamó alguien—. Por favor, dígame que está muerto.

—¿Quién? —preguntó Caxton sin darse cuenta de que no se lo preguntaban a ella.

Levantó la mirada y vio a dos policías locales colocados a ambos lados del cuerpo inerte del vampiro, que yacía en medio de la calle. Ambos empuñaban las pistolas, pero apuntaban hacia arriba, en posición de seguridad.

—Por lo menos no se mueve —respondió el otro. Se trataba de dos hombres vestidos con uniformes idénticos. Uno de ellos, el último en hablar, era ancho de hombros, pero tenía apenas la misma altura que Caxton. Le dio una patadita al brazo del vampiro. El otro, un tipo grande como un muro, retrocedió para cubrir a su compañero.

Caxton sabía con absoluta certeza que ambos estarían muertos en cuestión de segundos si no hacía algo.

—¡Policía estatal! —exclamó y se acercó a ellos tan rápido como le permitió su cuerpo. Caminaba con paso vacilante, se sentía exhausta—. ¡Atrás!

El policía más alto se volvió hacia ella, con una palabra ya en los labios. El otro se agachó para mirar al vampiro de más cerca. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. El vampiro se levantó sobre los codos y volvió la cabeza hacia un lado. Su boca se abrió y dejó a la vista sus dientes, afilados y traslúcidos, que se hundieron en el muslo del policía que estaba de cuclillas. El vampiro cerró la boca con fuerza.

Un chorro de sangre salpicó el capó del coche, las piernas del otro policía y la oscura superficie de la calle. El vampiro debía de haberle hincado el diente en una arteria. El policía agachado soltó un grito e intentó bajar la pistola para disparar al vampiro, pero a medio gesto ya había muerto. Cayó de espaldas y su cabeza golpeó el asfalto con un sonido que hizo que Caxton se estremeciera.

El policía superviviente retrocedió de un salto y blandió la pistola. Caxton llegó junto al coche, agarró al policía por el brazo y se lo llevó más lejos.

El vampiro se arrastró para salir de debajo del coche. Tenía la boca y gran parte del pecho cubiertos de sangre. Su piel era de un blanco menos refulgente, incluso había adquirido un tono ligeramente sonrosado. Tenía el mismo aspecto demacrado y descarnado que hacía un rato, pero Caxton sabía que la sangre del agente lo habría vuelto diez veces más fuerte.

El policía superviviente se arrodilló y agarró el arma con las dos manos. Apuntó y hundió una bala en el cogote calvo del vampiro. Caxton vio cómo la piel del vampiro se abría y cómo, debajo, su calavera se agrietaba por el impacto de la bala. La herida se cerró de forma tan rápida y homogénea como si alguien hubiera disparado una bala en un cubo de leche. Si el vampiro había percibido el disparo, no dio muestra alguna de ello.

—El corazón —logró decir Caxton—. Debe destruirle el corazón.

Pero mientras ella hablaba, el vampiro se volvió lentamente y miró al policía local. El rostro de éste reflejó una expresión de miedo y aversión; sin embargo, pronto quedó inerte y vacío. Su cuerpo se estremeció y sus brazos se desplomaron a los lados; parecía que se había olvidado de que estaba empuñando la pistola.

Al vampiro le habría resultado de lo más sencillo matar a Caxton y al otro agente en aquel preciso instante. Podría haberlo hecho aunque sólo fuera para evitar que lo siguieran: Caxton había visto a otros vampiros proceder así antes. En cambio, salió disparado hacia el escaparate de la funeraria, frente al cual se encontraba el ataúd. Lo cogió, les dio la espalda y cruzó la calle en dirección al campus de la universidad.

A lo lejos se oyó el aullido entrecortado y titubeante de una sirena.

—¿Qué es eso? —preguntó Caxton.

El policía miró a su alrededor como si no se acordara de donde estaba.

—La alarma antitornados —dijo—. Querían evacuar las calles con rapidez. Va a asustar a los turistas, pero los habitantes del lugar sabrán darles cobijo.

Caxton respiró aliviada. La telefonista la había tomado en serio. No había ningún peligro real de tornados, el cielo estaba despejado y lleno de estrellas, pero la sirena cumpliría el objetivo.

—Eso está muy bien. Lo que tenemos que hacer ahora es...

—Oh, Dios —dijo el policía—. ¡Dios mío, Garrity! —Se acercó hasta su compañero caído, le cogió las muñecas y le buscó el pulso—. ¡Está muerto!

—Sí —respondió Caxton con toda la delicadeza de la que fue capaz—. Tenemos que atrapar a la cosa que lo ha matado.

—Negativo —dijo el policía, que cogió la radio y llamó a una ambulancia. Entonces cambió de frecuencia—. ¡Ha caído un agente! —exclamó—. Uno, cinco, cinco, Carlisle.

—Vale, bien... —murmuró Caxton. Sabía que el agente se limitaba a seguir órdenes: no se puede abandonar a un policía muerto en medio de la calle. Pero también sabía que a menos que se dieran prisa, iban a perder al vampiro—. Ahora tenemos que irnos.

El policía se quedó mirándola.

—Garrity era mi compañero desde hace ocho años —respondió; al parecer estaba convencido de que aquello pondría punto final a la discusión.

En cualquier otra circunstancia probablemente habría sido así, en aquel momento, Caxton sabía que no podía esperar a que llegara la ambulancia.

—Pues déme las llaves del coche y quédese aquí —insistió—. Soy agente estatal. ¡Vamos! ¡Se va a escapar!

El policía la observó con una mirada extraviada durante un instante excesivamente largo. Caxton casi podía ver el velo de dolor, ira y miedo que le nublaba el cerebro. Finalmente, el agente metió la mano en el bolsillo del pantalón de Garrity, manchado de sangre, y sacó las llaves del coche. Se las puso en la mano sin mediar palabra.

Caxton giró sobre sus talones y entró ágilmente por la puerta abierta del coche patrulla. Dio marcha atrás y se alejó de la horrible escena que ocupaba el centro de la calle; otra visión espeluznante que le provocaría pesadillas durante años, pensó. Encaró el vehículo hacia el campus y se dirigió hacia una estrecha carretera que enfilaba entre varios edificios de poca altura.

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