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Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

21 Blackjack (18 page)

BOOK: 21 Blackjack
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Andrew Tay no podía pasar desapercibido por culpa de su altura, pero era el observador que mejor hacía señas. Kevin podía estar a treinta metros de la mesa de Blackjack, fingiendo estar interesado en la ruleta o en una ruidosa partida de dados, y aun así ver sin ninguna dificultad la señal que le enviaba el observador gigante de su equipo. Y ningún jefe de mesas en su sano juicio sospecharía nunca que el chico asiático arrogante y llamativo que apostaba a lo grande tuviera nada que ver con el chico desgarbado y mal vestido que se había pasado toda la noche apostando lo mínimo. El punto débil de Tay como contador tenía más que ver con su edad que con su tamaño: era muy niño, demasiado propenso a mostrar sus emociones. Nunca se equivocaba con las cartas, pero era exageradamente paranoico; tantas veces le había comunicado a Kevin que el jefe de mesas le estaba buscando las cosquillas que había dejado de tomarle en serio.

Dylan Taylor estaba en el otro extremo del espectro de personalidades. Tenía veintiséis años —era el mayor del equipo exceptuando a Micky— y había estudiado contabilidad. Antes de entrar en el mundo de la publicidad, había trabajado en una empresa de relaciones públicas, donde había conocido a Jill, que había hecho unas prácticas de verano en la empresa. Era de estatura media y llevaba sus rizos rubios meticulosamente peinados, además de vestir con un estilo conservador. Con su camisa blanca, su bléiser azul, sus pantalones de vestir y sus brillantes mocasines de piel, se sentaba en las mesas de Blackjack como si de un joven republicano se tratase. Jugaba impecablemente y sus registros de observador eran tan buenos que a Kianna le faltó tiempo para ofrecerle el puesto de secretario del grupo. Dylan se lo tomó muy en serio: después de cada viaje a Las Vegas, elaboraba detallados gráficos con las previsiones de ganancias y pérdidas y análisis del juego de cada uno de los miembros.

Mientras tanto, su mujer incendiaba las mesas con su personalidad arrolladura y su atractivo irresistible. Desde el principio, Kevin se preguntó cómo habían acabado casándose ese par. Dylan calculaba minuciosamente todo lo que decía o hacía, mientras que a Jill le gustaba meterse en cualquier situación con la ferocidad de un
pit bull
. Kevin la había visto destrozar por igual a crupieres y jugadores —por no hablar de Martínez y Fisher— cuando sentía la necesidad de hacerse valer.

A pesar de sus diferencias, parecía que la pareja nunca discutía, al menos no en público. Compartían habitación y casi siempre comían juntos. Aunque Jill fuera un hueso duro de roer, Kevin se fue haciendo amigo íntimo de Dylan. A diferencia de Fisher y Martínez, Dylan tenía una vida más allá del Blackjack. Todos los lunes volvía a su empresa de publicidad y entendía el Blackjack como una afición lucrativa, no como un estilo de vida. Aunque Kevin no estaba a gusto con su empleo en el banco de Chicago —lo encontraba agobiante y no era nada intelectual, así que le inspiraba más bien poco—, aún se resistía a la idea de convertir el Blackjack en su empleo a tiempo completo.

No obstante, el fin de semana eclipsaba con mucho sus días laborables. Ese primer fin de semana con los tres nuevos fichajes se dio cuenta del verdadero potencial de lo que hacían. Los tres equipos jugaron como máquinas perfectamente engrasadas y las cartas salieron mucho mejor de lo esperado. El domingo por la mañana Kevin estaba tumbado al lado de la piscina del Mirage esperando a Ten Pollack para ir a desayunar. Al lado de la tumbona tenía una bolsa deportiva, con la cremallera medio abierta. Hacía unas horas que el equipo había dado por terminado el fin de semana y Kevin tenía que entregarle la bolsa a Micky en el bar del Rio Hotel. Había intentado cerrar la bolsa varias veces, pero estaba a reventar de fichas moradas y resultaba imposible. Kevin no estaba seguro del todo, pero calculaba que en la bolsa había en torno a novecientos cincuenta mil dólares, más de la mitad de los cuales eran beneficios netos del fin de semana. Mientras la llevaba a rastras por el casino, lo único que se le cruzó por la cabeza fue que necesitaban una bolsa más grande.

La actitud despreocupada de Kevin para con el dinero era inevitable. Gracias a su nuevo estatus como inversor del equipo, a finales de verano estaba recibiendo tantos billetes que ya no sabía dónde meterlos. Un día, rebuscando en su cesta de la ropa sucia, se encontró varios fajos de billetes de cien, hasta cien mil dólares enrollados en tiras de plástico. En otra ocasión, mientras reordenaba su colección de CD, descubrió una bolsa de basura llena de fichas moradas detrás de uno de los altavoces: había suficiente dinero para pagarse el alquiler durante cinco años. Cuando iba a un restaurante con amigos o compañeros de trabajo, siempre pagaba con billetes de cien; no lo hacía para presumir, sino para deshacerse de los malditos billetes.

Ganaba mucho más dinero en Las Vegas que con su trabajo en el blanco. Y se lo pasaba muchísimo mejor. El plan ya se había convertido en algo rutinario: volaba a Las Vegas el viernes por la noche, jugaba hasta el domingo por la mañana y luego se iba de fiesta como una estrella del rock hasta que volvía, normalmente con el vuelo a Chicago del lunes por la mañana. En los meses en que no trabajaba, Teri solía llegar a Las Vegas el sábado por la noche para reunirse con él el domingo por la mañana en uno de los hoteles del Strip. Se pasaban la mitad del día en la cama, luego iban a la piscina, a un restaurante
chic
y a una discoteca de moda. Teri le acompañaba al aeropuerto, le daba un beso de despedida y, al cabo de unas semanas, vuelta a comenzar.

Con los nuevos fichajes del equipo, Kevin pasó a desempeñar el papel de maestro y, con ello, se volvió un poco fanfarrón. Como ahora ya no iba con Fisher y Martínez, él era el gallo del corral y se paseaba por los casinos como si fuera invencible. De vez en cuando, incluso iba con Teri a jugar —algo que Micky nunca habría aprobado— y dejaba que ella llevara parte del dinero. En algunos casinos —el Stardust, el MGM Grand, el Mirage— se convirtió en cliente habitual y muchos de los jefes de mesas le consideraban un amigo. Nadie sabía quién era en realidad, pero sí sabían que era rico y que le gustaba dejar buenas propinas. Y que el domingo por la noche le gustaba salir de fiesta.

Un domingo del mes de septiembre de 1995 fue a una discoteca que se acababa de inaugurar en el Hard Rock Hotel donde le habían asignado un reservado. Rodeado de
strippers
y actrices de Los Ángeles, con Teri a su lado, Jill y Dylan en un reservado contiguo pero sin hacer contacto visual y Tay en la pista de baile —resultaba muy fácil localizarle—, Kevin se quedó mirando el centelleo de las luces de la discoteca y se preguntó si la vida podía ser mejor. Tenía setenta mil dólares en el cinturón y un cuarto de millón más en la habitación del hotel. El recuento de cartas era la llave que abría las arcas de los casinos y no había motivo para pensar que la fiesta tuviera que acabarse nunca.

Al día siguiente, mientras esperaba un taxi en el aeropuerto de Chicago y se lamentaba por la resaca, decidió que era hora de dejar su empleo en el banco. Lo decidió impulsivamente, no sabía qué iba a hacer después, pero Las Vegas le daba la libertad necesaria para parar y averiguar qué vida quería vivir. No quería que el Blackjack fuera su profesión, pero podía ayudarle a superar el bache entre dos empleos.

Una semana antes de que se mudara a Boston, todo el equipo le visitó en Chicago para ayudarle a empaquetar y hacerle una fiesta de vuelta a casa. Y, aún más importante, viajaron a Chicago para atacar el Grand Victoria al completo, puesto que Las Vegas estaba en temporada baja desde septiembre hasta Nochevieja.

A las nueve de la noche habían conseguido que los doce miembros del equipo estuvieran a bordo del casino. Kevin sería el gran jugador de la noche y los otros once iban a repartirse por todas las mesas de Blackjack para actuar como observadores. Kevin fue saltando de una mesa caliente a otra casi sin respiro; apenas se había levantado de la mesa de Dylan cuando recibió la llamada de Tay, luego pasó directamente a la mesa de Jill, a la que siguieron las de Martínez, Kianna y Brian. Al cabo de poco, ya tenía los bolsillos repletos de fichas y había perdido la cuenta de sus ganancias. Se fue al baño para descansar un momento encerrándose en uno de los compartimentos. Colocó cuidadosamente todas sus fichas en el recipiente del papel higiénico vigilando que no se le cayera ninguna al suelo. No cabía duda de que estaban matando el Grand Victoria: al menos habían ganado noventa mil dólares en las últimas cuatro horas. Al volver al casino, Kevin se sentía en la cresta de la ola e inmediatamente Fisher le llamó a su mesa, que tenía una baraja con un recuento de doce positivos. Estaba a punto de poner sobre la mesa mil dólares de apuesta cuando se quedó helado.

En el tercer puesto de una mesa situada a unos veinte metros había un chico indio, bajo y fornido, vestido con una camisa azul celeste y unos pantalones caquis. Era el compañero de clase que había visto en Las Vegas durante su primer fin de semana con el equipo, hacía tantísimo tiempo. Sanjay Das, al que había conocido en su clase de física de segundo curso.

En Las Vegas podía ser una coincidencia, pero esto era un barco fluvial en Elgin, Illinois. Además, Kevin miró hacia la mesa contigua y vio otra cara conocida: un chico japonés con gafas y una camisa escocesa, el compañero de habitación de Sanjay Das. Kevin hizo un ademán de incredulidad, totalmente fuera de su personaje. Sabía que Fisher le estaba mirando de reojo, así que se tocó la oreja, la señal para decir que necesitaba hablar. Luego recogió tranquilamente sus fichas y volvió al baño.

Esperó que Fisher entrara detrás de él y se dirigió hacia el último urinario, en el otro extremo de la sala. Fisher se puso a su lado, esperando a que hablara. Kevin se aseguró de que no había nadie que pudiera oírlos y entonces se aclaró la voz:

—A cinco mesas de la nuestra, hay un chico indio en el tercer puesto. Le conozco; es del MIT.

Fisher no parecía sorprendido, pero en su rostro se podía leer una expresión de amargura.

—Cierto. Y no es el único, por lo menos hay siete más.

Kevin le miró perplejo:

—¿Otro equipo?

Fisher asintió, con una mueca de desprecio en los labios.

—Los he visto cuando hemos entrado. Quería decírtelo, pero después he pensado que era mejor esperar a que volviéramos a Boston.

—¿Hay más de un equipo del MIT? —preguntó Kevin otra vez. Y, si así era, ¿cómo habían descubierto el Grand Victoria? Ni siquiera Martínez lo conocía antes de que Kevin fuera a Chicago a hacer las entrevistas de trabajo.

—Efectivamente. De hecho, ellos hace más tiempo que trabajan. Los llamamos los anfibios. A nosotros nos llaman los reptiles, porque procedemos de ellos, lo cual quiere decir que estamos en un nivel superior en la escala evolutiva, así que ya nos va bien el nombre.

—Micky… —dijo Kevin comprendiéndolo todo—. También invierte dinero en los anfibios.

Fisher dio un puñetazo contra el muro de cemento que tenía enfrente.

—Efectivamente. No ha podido resistir la tentación de traerles al barco de vapor. Qué más da que sea nuestro territorio o que corramos el riesgo de quemar el lugar con veinte contadores de cartas en la sala trabajando al mismo tiempo.

A Kevin no le gustaba el tono de Fisher ni hacia dónde iba a parar.

—Escucha —continuó Fisher—. Respeto a Micky más de lo que te puedas imaginar, pero ya no es un jugador. Es un dinosaurio, tío. Tuvo sus buenos momentos, pero el dinero lo gana gracias a nosotros. Y nosotros ya no le necesitamos para nada.

Kevin suspiró. Hacía tiempo que se lo esperaba. Ahora que tenían tres fichajes más y un mayor potencial de beneficios, Micky y sus inversores eran lo único que se interponía en el camino. Fisher ya no estaba a dispuesto a compartir el control del equipo, ni tampoco los beneficios. Él quería el trozo grande del pastel. Y Kevin empezaba a pensar lo mismo. Él era el que estaba trabajando en las mesas, ¿por qué no tenía que llevarse la mayor parte de beneficios?

—Ya sabes lo que les pasa a los dinosaurios —dijo Fisher tirando de la cadena.

—¿Campan a sus anchas en parques de atracciones? —dijo Kevin para templar los ánimos.

Fisher ni siquiera sonrió. Iba muy en serio:

—Los dinosaurios acaban extinguiéndose. Si no lo hacen por su cuenta, alguien tiene que ayudarlos.

DIECISIETE

Boston, Halloween de 1995

Las Vegas tenía las noches de combate. Nueva Orleans, el Carnaval. Boston, Halloween.

Por las calles se paseaban ruidosamente miles de estudiantes universitarios, disfrazados con atuendos destinados más a exhibirse que a dar miedo, acompañados de calabazas iluminadas y esqueletos de plástico que indicaban el camino hacia fiestas caseras, bailes de disfraces en el campus y celebraciones esponsorizadas por fábricas de cerveza. Era una multitud formada por brujas, fantasmas, hadas vestidas por Victoria's Secret y algún que otro personaje de
La guerra de las galaxias
, la mayoría con el nivel de embriaguez suficiente para no ser consciente del ridículo que hacía. Cuando los bares y las fiestas cerraron a las dos de la madrugada, la ebria muchedumbre de personajes estrambóticos salidos de un cuento de los hermanos Grimm se fue en busca de la criatura más insólita de todas: un taxi libre.

—Como si un cuadro de Salvador Dalí tomara vida —masculló Kevin entre dientes mientras subía con Fisher y Martínez las escaleras del edificio de Micky Rosa.

Octubre había sido un mes de temperaturas particularmente agradables y esa noche no era una excepción. Muchas de las chicas con las que se habían cruzado por el camino iban disfrazadas de colegialas, algo que les permitía mostrar más carne de lo habitual en esa época del año. A Kevin le recordaron el conjunto que llevaba Teri la última vez que la había visto en Las Vegas: una blusa con la espalda descubierta y unos pantalones de piel ajustados. Seguramente ésa era la única noche del año en la que Teri no llamaría la atención en Boston. Por mucho que lo intentara, Kevin no conseguía imaginársela fuera de Las Vegas. O, para ser más precisos, él no se podía imaginar a sí mismo con ella fuera de Las Vegas.

Llegaron a la entrada principal del edificio y Fisher tocó el timbre. El edificio era una casa de cinco plantas reconvertida para alojar tres apartamentos distintos. Micky era el propietario de los dos pisos superiores, algo impresionante teniendo en cuenta que estaba en una de las zonas más caras de Boston, un barrio encantador, a la vez antiguo y moderno, que estaba muy bien comunicado con el resto de la ciudad.

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