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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

20.000 leguas de viaje submarino (41 page)

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
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Tales eran los recuerdos históricos que la inscripción del capitán Nemo había despertado en mí. Así, pues, conducido por el más extraño destino, estaba yo pisando una de las montañas de aquel continente. Mi mano tocaba ruinas mil veces seculares y contemporáneas de las épocas geológicas. Mis pasos se inscribían sobre los que habían dado los contemporáneos del primer hombre. Mis pesadas suelas aplastaban los esqueletos de los animales de los tiempos fabulosos, a los que esos árboles, ahora mineralizados, cubrían con su sombra.

¡Ah! ¡Cómo sentí que me faltara el tiempo para descender, como hubiera querido, las pendientes abruptas de la montaña y recorrer completamente ese continente inmenso que, sin duda, debió unir África y América, y visitar sus ciudades antediluvianas! Allí se extendían tal vez Majimos, la guerrera, y Eusebes, la piadosa, cuyos gigantescos habitantes vivían siglos enteros y a los que no faltaban las fuerzas para amontonar esos bloques que resistían aún a la acción de las aguas. Tal vez, un día, un fenómeno eruptivo devuelva a la superficie de las olas esas ruinas sumergidas. Numerosos volcanes han sido señalados en esa zona del océano, y son muchos los navíos que han sentido extraordinarias sacudidas al pasar sobre esos fondos atormentados. Unos han oído sordos ruidos que anunciaban la lucha profunda de los elementos y otros han recogido cenizas volcánicas proyectadas fuera del mar. Todo ese suelo, hasta el ecuador, está aún trabajado por las fuerzas plutónicas. Y quién sabe si, en una época lejana, no aparecerán en la superficie del Atlántico cimas de montañas ignívomas formadas por las deyecciones volcánicas y por capas sucesivas de lava.

Mientras así soñaba yo, a la vez que trataba de fijar en mi memoria todos los detalles del grandioso paisaje, el capitán Nemo, acodado en una estela musgosa, permanecía inmóvil y como petrificado en un éxtasis mudo. ¿Pensaba acaso en aquellas generaciones desaparecidas y las interrogaba sobre el misterio del destino humano? ¿Era ése el lugar al que ese hombre extraño acudía a sumergirse en los recuerdos de la historia y a revivir la vida antigua, él que rechazaba la vida moderna? ¡Qué no hubiera dado yo por conocer sus pensamientos, por compartirlos, por comprenderlos!

Permanecimos allí durante una hora entera, contemplando la vasta llanura bajo el resplandor de la lava que cobraba a veces una sorprendente intensidad. Las ebulliciones interiores comunicaban rápidos estremecimientos a la corteza de la montaña. Profundos ruidos, netamente transmitidos por el medio líquido, se repercutían con una majestuosa amplitud.

Por un instante, apareció la luna a través de la masa de las aguas y lanzó algunos pálidos rayos sobre el continente sumergido. No fue más que un breve resplandor, pero de un efecto maravilloso, indescriptible.

El capitán se incorporó, dirigió una última mirada a la inmensa llanura, y luego me hizo un gesto con la mano invitándome a seguirle.

Descendimos rápidamente la montaña. Una vez pasado el bosque mineral, vi el fanal del
Nautilus
que brillaba como una estrella. El capitán se dirigió en línea recta hacia él, y cuando las primeras luces del alba blanqueaban la superficie del océano nos hallábamos ya de regreso a bordo.

10. Las hulleras submarinas

Me desperté muy tarde al día siguiente, 20 de febrero. Las fatigas de la noche habían prolongado mi sueño hasta las once. Me vestí con rapidez porque me apremiaba la curiosidad de conocer la dirección del
Nautilus
. Los instrumentos me indicaron que seguía con rumbo Sur a una velocidad de unas veinte millas por hora y a una profundidad de cien metros.

Llegó Conseil y le conté nuestra expedición nocturna. Como los cristales no estaban tapados, le fue dado ver todavía una parte del continente sumergido.

En efecto, el
Nautilus
navegaba a unos diez metros tan sólo del suelo formado por la llanura de la Atlántida. Corría como un globo impulsado por el viento por encima de las praderas terrestres; pero más apropiado sería decir que nos hallábamos en aquel salón como en el vagón de un tren expreso. Los primeros planos que pasaban ante nuestros ojos eran rocas fantásticamente recortadas, bosques de árboles pasados del reino vegetal al mineral y cuyas inmóviles siluetas parecían gesticular bajo el agua. Había también grandes masas pétreas alfombradas de ascidias y de anémonas, entre las que ascendían largos hidrófitos verticales, y bloques de lava extrañamente moldeados que atestiguaban el furor de las expansiones plutónicas.

Mientras observábamos ese extraño paisaje que resplandecía bajo la luz eléctrica, conté a Conseil la historia de los atlantes que tantas páginas encantadoras, desde un punto de vista puramente imaginario, inspiraron a Bailly. Le hablaba de las guerras de esos pueblos heroicos y argumentaba la cuestión de la Atlántida como hombre a quien ya no le es posible ponerla en duda. Pero Conseil, distraído, no me escuchaba apenas, y su indiferencia ante este tema histórico tenía una fácil explicación. En efecto, numerosos peces atraían sus miradas, y cuando pasaban peces, Conseil, arrastrado a los abismos de la clasificación, salía del mundo real. Obligado me vi a seguirle y a reanudar así con él nuestros estudios ictiológicos.

Aquellos peces del Atlántico no diferían sensiblemente de los que habíamos observado hasta entonces. Rayas de un tamaño gigantesco, de cinco metros de longitud, dotadas de una gran fuerza muscular que les permitía lanzarse por encima de las olas; escualos de diversas especies, entre otros una tintorera de quince pies, de dientes triangulares y agudos, cuya transparencia la hacía casi invisible en medio del agua; sagros oscuros, humantinos en forma de prismas y acorazados con una piel con escamas en forma de tubérculos; esturiones, similares a los del Mediterráneo; singnatostrompetas, de un pie y medio de longitud, de colores amarillo y marrón, provistos de pequeñas aletas grises, sin dientes ni lengua, que desfilaban como finas y flexibles serpientes. Entre los peces óseos, Conseil anotó los makairas negruzcos, de tres metros de largo y armados en su mandíbula superior de una penetrante espada; peces araña de vivos colores, conocidos en la época de Aristóteles con el nombre de dragones marinos, y cuyos aguijones dorsales son muy peligrosos; llampugas de dorso oscuro surcado por pequeñas rayas azules y con los flancos de oro; hermosas doradas; peces-luna, como discos con reflejos azulados que se tornaban en manchas plateadas bajo la iluminación de los rayos solares; peces-espada de ocho metros de longitud, que iban en grupo, con aletas amarillentas recortadas en forma de hoces y espadas de seis pies de longitud, animales intrépidos, más bien herbívoros que piscívoros, que obedecían a la menor señal de sus hembras como maridos bien amaestrados.

Pero la observación de esos especímenes de la fauna marina no me impedía examinar las largas llanuras de la Atlántida. A veces, los caprichosos accidentes del suelo obligaban al
Nautilus
a disminuir su velocidad y a deslizarse, con la pericia de un cetáceo, por estrechos pasos entre las colinas. Cuando el laberinto se hacía inextricable, el aparato se elevaba como un aeróstato y, una vez franqueado el obstáculo, recuperaba su rápida marcha a algunos metros del fondo. Admirable y magnífica navegación que recordaba las maniobras de un paseo aerostático, con la diferencia de que el
Nautilus
obedecía sumisamente a la mano de su timonel.

Hacia las cuatro de la tarde, el terreno, compuesto generalmente de un espeso fango en el que se entremezclaban las ramas mineralizadas, comenzó a modificarse poco a poco, tornándose más pedregoso, con formaciones conglomeradas, tobas basálticas, lavas y obsidianas sulfurosas. Ello me hizo pensar que las montañas iban a suceder pronto a las largas llanuras, y, en efecto, al evolucionar el
Nautilus
, vi el horizonte meridional clausurado por una alta muralla que parecía cerrar toda salida. Su cima debía sobresalir de la superficie del océano. Debía ser un continente o, al menos, una isla, una de las Canarias o una del archipiélago de Cabo Verde. No habiéndose fijado la posición —deliberadamente, acaso—, yo la ignoraba. En todo caso, me pareció que esa muralla debía marcar el fin de la Atlántida, de la que apenas habíamos recorrido una mínima porción.

La caída de la noche no interrumpió mis observaciones, que efectué solitariamente por haber regresado Conseil a su camarote. El
Nautilus
, a marcha reducida, revoloteaba por encima de las confusas masas del suelo, ya rozándolas cas como si hubiera querido posarse en ellas, ya remontándose caprichosamente a la superficie. Cuando esto hacía podía yo ver algunas vivas constelaciones a través del cristal de las aguas, y más precisamente cinco o seis de esas estrellas zodiacales que siguen a la cola de Orión.

Permanecí durante un buen rato aún tras el cristal admirando la belleza del mar y del cielo, hasta que los paneles metálicos taparon el cristal. En aquel momento, el
Nautilus
había llegado al borde de la alta muralla. Cómo iba a poder maniobrar allí era algo que yo ignoraba. Volví a mi camarote. El
Nautilus
se había inmovilizado. Me dormí con la intención de levantarme muy de madrugada.

Pero eran las ocho de la mañana cuando, al día siguiente, volví al salón. La consulta al manómetro me indicó que el
Nautilus
flotaba en la superficie. Oí además el paso de alguien sobre la plataforma. Sin embargo, ni el más mínimo balanceo denunciaba la ondulación del agua de la superficie.

Subí a la plataforma —la escotilla estaba abierta—, y en vez de la luz diurna que esperaba encontrar me vi rodeado de una profunda oscuridad. ¿Dónde estábamos? ¿Me había equivocado y era aún de noche? No. Ni una sola estrella brillaba en el firmamento, y nunca la noche está envuelta en tinieblas tan absolutas. No sabía qué pensar, cuando oí decir:

—¿Es usted, señor profesor?

—¡Ah! Capitán Nemo, ¿dónde estamos?

—Bajo tierra, señor profesor.

—¿Bajo tierra? ¿Y el
Nautilus
está a flote?

—Sí, continúa flotando.

—No comprendo.

—Espere unos instantes. Se va a encender el fanal, y si le gustan las situaciones claras va a verse satisfecho.

En pie sobre la plataforma, esperé. La oscuridad era tan completa que no podía ver tan siquiera al capitán Nemo. Sin embargo, al mirar al cenit, exactamente por encima de mi cabeza, distinguí un resplandor indeciso, una especie de claridad difusa que surgía de un agujero circular. Pero en aquel momento, se encendió súbitamente el fanal y su viva luz eclipsó la vaga claridad que acababa de atisbar.

Tras haber cerrado un instante los ojos, deslumbrados por la luz eléctrica, miré en torno mío. El
Nautilus
estaba inmovilizado cerca de una orilla dispuesta como el malecón de un muelle. El mar en que flotaba era un lago aprisionado en un circo de murallas que medía dos millas de diámetro, o sea, unas seis millas de contorno. Su nivel —así lo indicaba el manómetro— no podía ser otro que el exterior, pues necesariamente había una comunicación entre ese lago y el mar. Las altas murallas, inclinadas sobre su base, se redondeaban en forma de bóveda figurando un inmenso embudo invertido cuya altura era de unos quinientos o seiscientos metros. En lo alto se abría un orificio circular, por el que había atisbado yo esa vaga claridad, evidentemente debida a la luz diurna.

Antes de examinar más atentamente la disposición interior de esa enorme caverna, antes de preguntarme si aquello era una obra de la naturaleza o del hombre, me dirigí hacia el capitán Nemo.

—¿Dónde estamos? —le pregunté.

—En el centro de un volcán apagado, un volcán cuyo interior ha sido invadido por el mar tras alguna convulsión del suelo. Mientras dormía usted, señor profesor, el
Nautilus
ha penetrado en esta laguna por un canal natural abierto a diez metros por debajo de la superficie del océano. Éste es un puerto de base, un puerto seguro, cómodo, secreto, abrigado de todos los vientos. Dígame dónde, en sus continentes o en sus islas, puede hallarse una rada como este refugio protegido del furor de los huracanes.

—En efecto —respondí—, aquí se halla usted en total seguridad, capitán Nemo. ¿Quién podría alcanzarle en el centro de un volcán? Pero creo haber visto una abertura en su cima, ¿no?

—Sí, su cráter, un cráter lleno en otro tiempo de lavas, de vapores y de llamas y que hoy da paso a este aire vivificante que respiramos.

—¿Qué montaña volcánica es ésta?

—Pertenece a uno de los numerosos islotes de que está sembrada esta parte del mar. Simple escollo para los barcos, caverna inmensa para nosotros. Me lo descubrió el azar, y muy útilmente por cierto.

—Pero ¿no sería posible descender por el orificio del cráter?

—Es tan imposible descender por él como para mí ascender. La base interior de la montaña es escalable hasta un centenar de metros, pero por encima de esa zona las paredes caen a pico y sus rampas son impracticables.

—Veo, capitán, que la naturaleza le sirve siempre y en todas partes. Se halla usted aquí en total seguridad, pues nadie más que usted puede visitar estas aguas. Pero ¿para qué este refugio? El
Nautilus
no tiene necesidad de puertos.

—Así es, señor profesor, pero sí necesita de la electricidad para moverse, y por lo tanto, de elementos para producirla, como el sodio, y de carbón para fabricar el sodio, y de hureras para extraer el carbón. Y precisamente, aquí, el mar recubre bosques enteros sumergidos en los tiempos geológicos, ahora mineralizados y transformados en hulla, que son para mí una mina inagotable.

—Entonces, sus hombres ¿se transforman aquí en mineros?

—Sí. Estas minas se extienden bajo el agua como las minas de Newcastle. Revestidos de sus escafandras y pico en mano mis hombres van a extraer esta hulla. Como ve, no necesito tampoco de las minas de la tierra para su obtención. Al fabricar aquí el sodio, el humo producido por la combustión de la hulla que escapa por el orificio del cráter debe darle a esta montaña la apariencia de un volcán aún en actividad.

—¿Podremos ver a sus hombres en actividad?

—No, no esta vez, al menos, pues quiero continuar sin demora nuestra vuelta al mundo. Esta vez voy a limitarme a embarcar las reservas de sodio que aquí tenemos. Las operaciones de carga no nos llevarán más que un día, y luego reemprenderemos el viaje. Si quiere usted recorrer la caverna y dar la vuelta al lago puede aprovechar esta jornada, señor Aronnax.

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