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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (14 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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—Que usted ha vuelto a hablar con ella, que le es admirablemente fiel.

Al oírla sentí un impulso de alegría; aquello significaba que esta cuestión la interesaba por encima de todo y también que su hija había preferido decirle lo que contribuyese a calmarla, no a inquietarla. No obstante, ahora yo estaba seguro, tan seguro como si la señora Marden me lo hubiese dicho, que ella lo sabía y que lo había sabido en el mismo momento en que su hija había tenido la visión.

—Sí, le hablé, le hablé, pero ella no me dio ninguna respuesta —dije.

Ahora le responderá, ¿no es así, Chartie? Lo deseo tanto, tanto… —murmuró con una indecible ansiedad en su voz.

—Es usted demasiado bueno conmigo.

Charlotte se dirigía a mí, muy seria y afectuosa, pero con la mirada fija en la alfombra. Había en ella algo diferente, diferente como de todo el pasado. Había descubierto algo, sentido una coacción. Vi que no podía dominar su temblor.

—¡Ah, si usted me dejara demostrarle lo bueno que puedo ser! —exclamé tendiéndole las manos. Mientras pronunciaba estas palabras, tuve el convencimiento de que algo acababa de pasar. Al otro lado del sofá se había ido espesando una forma, y esta forma se inclinaba sobre la señora Marden. Todo mi ser se concentró en una muda plegaria para que Charlotte no la viera y para que yo fuese capaz de no delatarme. El impulso de dirigir una mirada a su madre era aún más fuerte que el movimiento involuntario de darme por enterado de la presencia de Sir Edmund Orme; pero conseguí dominar esta inclinación, y la señora Marden permaneció completamente inmóvil. Charlotte se levantó para tenderme la mano, y entonces, en el momento de hacer este ademán, vio el horror. Dio un chillido, sus ojos expresaron el desaliento, y en aquel mismo momento llegó a mis oídos otro sonido, un gemido de condenado. Pero yo ya me había precipitado hacia la mujer que amaba para protegerla, para cubrirle la cara, y ella se había arrojado apasionadamente en mis brazos. La tuve abrazada un momento, fuertemente, abandonándome a ella, sintiendo cada uno de los latidos de su corazón que se confundían con los míos sin que fuese posible distinguirlos; en seguida, de pronto, fríamente, tuve la seguridad de que estábamos solos. Ella se soltó. La forma que había estado al lado del sofá había desaparecido, pero la señora Marden seguía en su lugar con los ojos cerrados, y había algo en su inmovilidad que renovó nuestro horror. Charlotte lo expresó claramente con un grito de «¡Madre, madre!» y se arrojó sobre ella. Yo me arrodillé a su lado… La señora Marden había muerto.

Lo que había oído cuando Chartie gritó —me refiero al otro grito, aún más trágico— ¿era el grito de desesperación de la desdichada mujer al recibir el golpe de la muerte o el sollozo articulado (fue como una ráfaga de una gran tormenta) del espíritu exorcizado y apaciguado? Posiblemente esto último, porque aquélla fue, misericordiosamente, la última de las apariciones de Sir Edmund Orme.

NONA VINCENT

Nona Vincent (1892)

I

—No sé si pedirle que me la lea —dijo la señora Alsager mientras aún se entretenían un poco junto a la chimenea antes de que él se despidiese. Miraba el fuego de soslayo, apartando el vestido y haciendo la proposición con una tímida sinceridad que se sumaba a su encanto. Tenía siempre un encanto enorme para Allan Wayworth, como el aire todo de la casa, que era simplemente una especie de destilación de sí misma, tan dulce, tan tentadora, que el joven, antes de marcharse, daba siempre varios pasos en falso. Había pasado en ella algunos buenos ratos, había olvidado, en su cálido, dorado salón, muchas de las soledades y muchas de las preocupaciones de su vida, tanto que había llegado a constituirse en la respuesta inmediata a su ansiedad, en la cura de sus males, en el puerto en el que se refugiaba de sus tormentas. Sus tribulaciones no eran inauditas, y algunas de sus virtudes, si bien nada extraordinarias, eran relativamente notables, teniendo en cuenta que era muy inteligente para ser tan joven, y muy independiente para ser tan pobre. Tenía veintiocho años, pero había vivido mucho y estaba lleno de ambiciones, de curiosidades y de desengaños. La oportunidad de hablar de algunas de estas cosas en Grosvenor Place corregía perceptiblemente las inmensas desventajas de Londres. Desventajas que, en su caso, se concretaban principalmente en la insensibilidad mostrada hacia el estilo literario de Allan Wayworth. Tenía un estilo, o creía tenerlo, y el inteligente reconocimiento de esta circunstancia era el más dulce consuelo que la señora Alsager habría podido prodigar. Era ella aún más literaria y artística que él, ya que el joven solía arreglárselas para sobrevivir a sus naufragios (en eso consistía su ocupación, su profesión), mientras que la generosa mujer, que abundaba en ideas felices pero inéditas y sin publicar, se erguía ahí, en la marea alta, como la ninfa salpicada por el agua en la marmórea taza de una fuente.

El año anterior, en una cena del gran mundo periodístico, se la había encontrado sentada al lado, y los dos habían convertido esa ocasión profundamente material en un banquete para el espíritu. No hubo otro motivo para que le invitara a visitarla salvo que le gustó, cosa de la que él tuvo el mayor placer en percatarse, tanto como se percataba de que era una mujer exquisita. Ella gozaba de una libertad envidiable a la hora de proceder según sus gustos, y esto permitió a Wayworth creer menos inútil su deducción de que por el momento le había tocado ser uno de ellos. Se guardó el descubrimiento para sí, y es que en realidad nada había que le indujese a dar la espalda a la amabilidad de una mujer amable. La señora Alsager estaba tan sólidamente asentada sobre el sentido de propiedad que, de no haber sido por principio liberal, se habría visto condenada a permanecer inactiva. Su marido, que le llevaba veinte años, una personalidad de envergadura en la City y de peso en la vida privada (dondequiera que se irguiese, o se sentase siquiera, era monumental), era propietario de la mitad de un gran periódico y de la totalidad de un montón de cosas más. Admiraba a su mujer, aunque no le hubiera dado hijos, y le complacía que tuviese gustos distintos a los suyos, porque de esa manera parecía extenderse la parcela de su vida en común. Sus propias inclinaciones abarcaban tanto que apenas alcanzaba a ver los confines, y su teoría consistía en confiar en que ella pusiera a las suyas un límite dentro del cual tuviera que ser para ambos motivo de asombro llegar a saciarlas. Las ideas de él eran prodigiosamente vulgares, pero algunas tenían la suerte de que las llevase a cabo una persona de la mayor delicadeza. La delicadeza era algo que permitía hacer extraños malabarismos con tales ideas, pero de eso el señor Alsager nunca se hubo de enterar. Afinado sin saberlo, pensaba, sobre todo, que era a ella a quien había engrandecido. En realidad habría sido aún más grande sin su esposa, con la que la sociedad, con un suspiro de alivio, estaba prácticamente en deuda, y a la que en justicia correspondía con una actitud de aturdido respeto. La señora Alsager sentía una estremecedora necesidad de proyectar su libertad y su ocio en las cosas del alma: las cosas más bellas que conocía. Cuando se ponía a buscarlas, las encontraba en un centenar de sitios, y particularmente en una zona de penumbra sagrada —la zona de la piedad activa— sobre cuyo acceso había corrido un velo tan tupido que habría sido una impertinencia descorrerlo. Pero también cultivaba otras pasiones benéficas, y si acariciaba un sueño de cosas hermosas, los momentos en que más le parecía que éste se hacía realidad eran cuando veía, como una flor, recogida la belleza en el jardín del arte. Amaba la obra perfecta: sentía la vibración del arte. Una vibración así sólo podía darse al compás de otra, para que, en su espíritu, se añadiera al aprecio la intensidad de un lamento. Sabía entender el júbilo de la creación, pero no le bastaba con que le dijeran que su propia persona creaba felicidad. Lo que le hubiese gustado, en fin, habría sido elegir su camino; pero aquí era precisamente donde la libertad le fallaba. No poseía la voz: poseía, únicamente, la visión. La única envidia que era capaz de alimentar estaba dirigida contra aquellos que, según sus palabras, eran capaces de hacer algo.

Pero como en ella, al fin y al cabo, todo se tornaba gentileza, era admirablemente hospitalaria con tales individuos como clase. Creía que Allan Wayworth era capaz de hacer algo, y le gustaba oírle hablar de los medios con que se proponía demostrarlo. El apenas hablaba de ellos con nadie más: ella lo dejaba sin fuerzas para otros oyentes. Con su hermosa lozanía y su reposada gracia constituía en verdad un auditorio ideal, y si alguna vez le hubiese confesado que le habría gustado emborronar algunas páginas (de hecho esto jamás se lo había mencionado a nadie), él se habría encontrado en la posición idónea para preguntarle por qué razón una mujer de tan expresivo rostro no habría de ser consciente de sus propios hallazgos. ¿De qué otra manera podía, en fin, expresarse mejor? Menos expresión tenían Shakespeare y Beethoven. Nunca había sido tan generosa como aquella vez en que, atendiendo a la invitación que he consignado, le llevó el joven su obra para leérsela. Ya le había hablado antes de ella, y una oscura tarde de noviembre, cuando su chimenea roja era más que nunca una liberación del clima y de la ciudad, había exclamado al llegar: «¡Ya la tengo! ¡Ya la tengo!». Ella le obligó a contársela toda: se tomó un interés realmente escrupuloso e hizo preguntas deliciosamente cabales. Desde el principio le había hablado como si estuviera a punto de estrenarse, empujándole, con su participación, a saltarse todo género de aburridos intervalos. A la señora Alsager le gustaba el teatro como le gustaban todas las formas de expresión artística, y él la había visto irse hasta París para asistir a una representación determinada. Una vez habían ido juntos: la vez que la había acompañado la estúpida de la señora Mostyn. El tema de su drama, cuando se lo esbozó, le había causado buena impresión, y le había dicho cosas que le ayudaron a confiar en la obra. En cuanto hubo echado el telón sobre el último acto, se apresuró a ir a verla, pero después de esto aún se reservó para los últimos y repetidos retoques. Finalmente, el día de Navidad, según habían convenido, ella se sentó a escucharlo. Era en prosa y tenía tres actos, pero de corte harto romántico, aunque tratase de la vida inglesa contemporánea; y él creía fervientemente que dejaba ver la mano, si no del maestro, del alumno aventajado.

Allan Wayworth había vuelto a Inglaterra, a los veintidós años, tras una heterogénea educación continental; su padre, corresponsal durante años de un célebre periódico londinense en distintos y sucesivos países del extranjero, había muerto apenas un poco después, dejando a la madre y al resto de su prole, dos muchachas sin dote, subsistiendo de unos ingresos muy pequeños en una muy plomiza ciudad alemana. Los comienzos del joven en Londres fueron difíciles, y se habían visto agravados por su aversión al periodismo. Las relaciones de su padre habrían podido servirle de ayuda, pero él (enfermizamente, a juicio de la mayor parte de sus amistades: la gran excepción era siempre la señora Alsager) era intraitable en cuestiones de forma. Los periódicos ingleses no pedían forma —no según su idea—, y él no podía dársela según la idea que ellos tenían. La demanda de forma no era ingente en ninguna parte, y Wayworth se pasaba penosas semanas puliendo articulitos para revistas que no pagaban en concepto de estilo. En realidad la única persona que pagaba por él era la señora Alsager: tenía un instinto infalible para lo perfecto. Pagaba con su propia moneda, y si Allan Wayworth hubiera sido una persona que viviese de un sueldo, esto le habría permitido creer que, ya que no percibía derechos de autor, al menos de vez en cuando se encontraba con una propina en la palma de la mano. Tenía sus limitaciones, sus desviaciones, pero lo mejor de sí mismo era también lo más fuerte, y él era sincero e infatigable. Es, sin embargo, la impresión que produjo en la señora Alsager lo que nos interesa aquí, y ella lo encontraba además de considerablemente guapo completamente original. Había algunos malos hábitos que el joven nunca iba a contraer: el fácil camino del éxito le tenía reservados demasiados y prohibitivos charcos.

En cuanto a él, nunca había sido tan feliz desde que había visto, como creía con fervor, el camino que iba a proporcionarle algún tipo de dominio sobre el concepto teatral, que le parecía una cosa muy distinta ahora que la contemplaba desde dentro. En una primera época lo había despreciado: entonces le parecía una joya, de tenue brillo a lo sumo, oculta en un estercolero, una vela de triste llama en un ambiente enrarecido de vulgaridad. Era un cerco con sórdidos accesos, por el que no valía la pena sacrificarse y sufrir. El hombre de letras, al abordarlo, tenía que dejar a un lado la literatura, y eso era como pedir al portador de un noble linaje que renunciase a su herencia inmemorial. Las cosas se ven de otra manera, sin embargo, con un cambio en la perspectiva: Wayworth había amanecido un día bajo una luz completamente distinta. Sería ocioso remontarnos aquí al origen de este accidente; para un espectador de la vida del joven sería de mayor interés la observación de algunas de sus consecuencias. Se había convertido (así se sintió) en objeto de una revelación especial, y llevaba el sombrero como un hombre enamorado. Un ángel le había cogido de la mano, guiándole hasta la puerta destartalada que, al abrirse, descubre un interior espléndido y austero a la vez. El concepto teatral era magnífico, una vez que uno lo había abrazado: la forma dramática tenía tal pureza que otras, a su lado, parecían ignominiosamente groseras. Gozaba de la dignidad elevada de las ciencias exactas, era matemática y arquitectónica. La renovaban constantemente la construcción y el cálculo, la ley y la línea la hacían incorruptible. Estaba desnuda, pero enhiesta, era pobre, pero noble; le recordaba a un soberano famoso por su justicia que hubiera tenido que vivir entre los despojos de un palacio. Había en ella una cantidad tremenda de concesiones, pero lo que se reservaba tenía una singular intensidad. Estaba uno perpetuamente arrojando la carga para salvar el barco, pero qué movimiento le imprimía cuando le hacía surcar las olas… ¡un movimiento tan rítmico como la danza de una diosa! Wayworth daba largos paseos por Londres pensando en estas cosas: Londres derramaba en sus oídos el poderoso zumbido de su fascinación. La imaginación le ardía, fundía materias, los proyectos se multiplicaban, convirtiendo el aire en una nube de oro. No sólo veía lo que debía hacer, sino también lo que seguiría, lo próximo y lo de más allá; el futuro se abría ante sus ojos y él parecía caminar sobre losas de mármol. Cuanto más probaba la forma dramática, más le gustaba; cuanto más la miraba, más cosas descubría. Lo que en ella descubría lo descubría ahora en realidad en todas partes; si se paraba, en el atardecer de Londres, frente a algún fulgurante escaparate, lo veía transformarse inmediatamente entre luces de candilejas, se convertía en el marco y en el escenario de sus figuras. Trabajaba sin descanso en esas figuras en su solitario hospedaje, les daba forma y daba forma a su tabernáculo; era como un herrero cincelando un cofrecito, encorvado sobre su obra con la pasión de lo perfecto. Cuando no estaba pateando las calles con sus visiones ni devanándose los sesos en el escritorio con sus problemas, intercambiaba ideas generales sobre la cuestión con la señora Alsager, a quien prometía detalles que en horas venideras y aún más felices habrían de proporcionarle esparcimiento. Los ojos de ésta estaban bañados en lágrimas el día en que le leyó las últimas palabras de la obra terminada; como una diosa, susurró:

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