Una campaña civil (37 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

BOOK: Una campaña civil
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No quiero volver allí. Por favor, que no vuelva otra vez allí
.

¿Dónde estoy, cuándo me siento en casa conmigo misma?
Allí no, a pesar de la caridad de sus tíos. Ni con su padre. ¿Con… Miles? Había sentido destellos de profunda tranquilidad en su compañía, era cierto, tal vez breves, pero calmados como aguas profundas. También había habido momentos en los que hubiese querido golpearlo con un ladrillo. ¿Cuál era el verdadero Miles? Y ya puestos, ¿cuál era la verdadera Ekaterin?

La respuesta quedó flotando, y la asustó hasta dejarla sin aliento. Pero ya había elegido mal antes. No tenía juicio en estos asuntos de hombre y mujer, lo había demostrado.

Se volvió hacia la comuconsola. Una nota. Debería escribir una especie de nota para mandarla con los planos del jardín que devolvía.

Creo que serán suficientemente explicativos por sí solos, ¿no?

Pulsó el botón «Enviar» de la comuconsola y subió las escaleras para correr las cortinas y tumbarse vestida en la cama hasta la cena.

Miles entró en la biblioteca de la mansión Vorkosigan, con una taza de té flojo temblándole en la mano. La luz era demasiado brillante aquella noche. Tal vez debería buscar refugio en un rincón del garaje. O en el sótano. Pero no en la bodega… se estremeció al pensarlo. Pero había acabado por aburrirse de estar en la cama, con la cabeza cubierta por las sábanas o sin ellas. Un día así era suficiente.

Se detuvo bruscamente, y el té tibio se le derramó en la mano. Su padre estaba ante la comuconsola segura, y su madre en la gran mesa, con tres o cuatro libros y un montón de informes repartidos delante. Los dos lo miraron y sonrieron para saludarlo. Probablemente sería una descortesía por su parte darse la vuelta y huir.

—Nas noches —consiguió farfullar, y pasó ante ellos hasta su sillón favorito, en el que se sentó con cuidado.

—Buenas noches, Miles —respondió su madre. Su padre apagó la comuconsola y lo miró con ligero interés.

—¿Cómo os fue el viaje desde Sergyar? —continuó Miles, después de casi un minuto de silencio.

—Completamente carente de incidentes, por fortuna —dijo su madre—. Hasta el final.

—Ah —dijo Miles—. Eso —contempló su taza de té.

Sus padres lo ignoraron durante varios minutos, pero aquello en lo que estaban trabajando por separado no parecía capaz de mantener más tiempo su atención. Con todo, nadie se marchó.

—Te echamos de menos en el desayuno —dijo la condesa por fin—. Y en el almuerzo. Y en la cena.

—Todavía estaba vomitando en el desayuno —dijo Miles—. No habría sido muy divertido.

—Eso nos dijo Pym —comentó el conde.

—¿Has terminado ya? —cortó la condesa.

—Sí. No sirvió de nada. —Miles se hundió un poco más en el sillón, y estiró las piernas ante él—. Una vida en ruinas con vómitos sigue siento una vida en ruinas.

—Mm —dijo el conde juicioso—, pero facilita el aislamiento. Si eres repulsivo, la gente te evita espontáneamente.

Su esposa lo miró, burlona.

—¿Hablas por experiencia, querido?

—Naturalmente —sus ojos le devolvieron la sonrisa.

Más silencio. Sus padres no levantaron el campo. Obviamente, concluyó Miles, no era lo bastante repulsivo. Tal vez debiera soltar un eructo amenazador.

—Mamá, tú que eres mujer… —empezó a decir él.

Ella se enderezó y le dirigió una cálida sonrisa betana de aliento.

—¿Sí…?

—No importa —suspiró él. Se hundió de nuevo.

El conde se frotó los labios y lo observó, pensativo.

—¿Tienes algo que hacer? ¿Algún sospechoso que someter a Auditoría Imperial, o algo por el estilo?

—En este momento no —repuso Miles. Y tras un momento de reflexión, añadió—: Afortunadamente para ellos.

—Mm —el conde reprimió una sonrisa—. Tal vez eres sabio —vaciló—. Tu tía Alys nos contó paso a paso tu cena. Con comentarios. Insistió especialmente en que te dijera que
confía
—Miles pudo oír la cadencia de su tía imitada por la voz de su padre —en que no desertarás de cualquier otra batalla perdida como desertaste de la de anoche.

Ah. Sí. A sus padres les tocó limpiarlo todo, claro.

—Pero no había ninguna esperanza de que me pegaran un tiro en el salón si me quedaba con la retaguardia.

Su padre alzó una ceja.

—¿Y evitar así el subsiguiente consejo de guerra?

—La conciencia nos convierte en cobardes a todos —entonó Miles.

—Estoy de tu parte —dijo la condesa—, lo suficiente para que la visión de una mujer bonita huyendo y gritando, o al menos maldiciendo, después de tu propuesta de matrimonio me preocupe. Aunque tu tía Alys dice que apenas dejaste otra elección a la joven dama. Es difícil decir qué otra cosa podría haber hecho en vez de largarse. Excepto aplastarte como a una cucaracha, supongo.

Miles dio un respingo al oír la palabra
cucaracha
.

—¿Hasta qué punto…? —empezó a decir la condesa.

—¿La ofendí? Bastante, parece.

—La verdad es que iba a preguntarte hasta qué punto fue malo el anterior matrimonio de la señora Vorsoisson.

Miles se encogió de hombros.

—Sólo vi un poco. Deduzco por su forma de reaccionar que el desaparecido y no llorado Tien Vorsoisson era uno de esos sutiles parásitos feroces que dejan a sus compañeras rascándose la cabeza y preguntándose
¿Estoy loca? ¿Estoy loca?

No tendría esas dudas si se casara con
él
, ja.

—Ah —dijo su madre, comprensiva—. Uno de esos. Sí. Conozco el tipo. Los hay para todos los gustos, por cierto. Hacen falta años para librarte del cacao mental que dejan a su paso.

—Yo no tengo años —protestó Miles—. Nunca he tenido años.

Selló sus labios al ver el pequeño destello de dolor en los ojos de su padre. Bueno, quién sabía cuánto se esperaba que durase la segunda vida de Miles, de todas formas. Tal vez le había dado la vuelta al reloj, después de su criorresurrección. Miles se hundió más en el asiento.

—Lo peor de todo es que lo sabía. Había bebido demasiado, me dejé llevar por el pánico cuando Simon… no pretendí tenderle a Ekaterin una emboscada semejante. Fue fuego amigo…

Hizo una pausa. Poco después, continuó.

—Veréis, se me ocurrió ese brillante plan. Pensé que podría resolverlo todo de un solo golpe. Ella siente verdadera pasión por los jardines, y su marido la había dejado sin recursos. Así que supuse que podría ayudarla a iniciar la carrera de sus sueños, darle un poco de apoyo financiero y conseguir una excusa para verla casi a diario, y ponerme por delante en la competición. Tuve que abrirme paso prácticamente a codazos entre los otros tipos que jadeaban tras ella en el saloncito de los Vorthys…

—¿Con el propósito de jadear tras ella en su saloncito, supongo? —preguntó su madre dulcemente.

—¡No! —dijo Miles, dolido—. Para consultarle acerca del jardín que iba a construir en el solar de al lado.

—Así que eso es ese cráter —dijo su padre—. En la oscuridad, desde el vehículo de tierra, parecía que alguien hubiese intentado bombardear la mansión Vorkosigan y hubiese fallado. Me pregunté por qué nadie nos había informado.

—No es un cráter. Es un jardín hundido. Es que… todavía no tiene plantas.

—Tiene una forma muy bonita —lo consoló su madre—. Salí y paseé por allí esta tarde. El arroyuelo es muy bonito. Me recuerda las montañas.

—Ésa es la idea —dijo Miles, ignorando el murmullo de su padre, que decía algo sobre lo que ocurría…
después de un bombardeo cetagandano sobre la posición de los guerrilleros

Entonces Miles se enderezó de golpe, horrorizado.
Todavía no tiene plantas
.

—¡Oh, Dios! ¡No salí a ver el skellytum! Lord Dono vino con Ivan… ¿os explicó lady Alys lo de lord Dono? Y me distraje, y luego llegó la hora de la cena, y después no tuve oportunidad. ¿Lo ha regado alguien…? Oh, mierda, no me extraña que ella se enfadara. Soy dos veces… —se hundió en un pozo de desesperación.

—A ver si lo he entendido bien —dijo la condesa despacio, estudiándolo de un modo desapasionado—. Agarras a esa pobre viuda, que se esfuerza por ponerse en pie por primera vez en la vida, y agitas ante ella una oportunidad de oro como cebo, sólo para atarla a ti y apartarla de otras posibilidades románticas.

Parecía una forma muy poco caritativa de expresarlo.

—No… no sólo por eso —jadeó Miles—. Intentaba hacerle un favor. Nunca imaginé que dimitiera… el jardín lo era todo para ella.

La condesa se echó hacia atrás y lo miró con una expresión horriblemente pensativa, la que adoptaba cuando cometías el error de llamar toda su atención.

—Miles… ¿recuerdas aquel desafortunado incidente con el soldado Esterhazy y el juego de balontiro, cuando tenías unos doce años?

No había pensado en eso, desde hacía años, pero con sus palabras los recuerdos fluyeron de golpe, todavía manchados de vergüenza y furia. El soldado solía jugar con él al balontiro, y a veces también Elena e Ivan, en el jardín trasero de la mansión Vorkosigan: un juego de bajo impacto, de mínima amenaza para sus entonces frágiles huesos, pero que requería buenos reflejos y coordinación. Él se sintió felicísimo la primera vez que le ganó a un adulto, en este caso el soldado Esterhazy. Pero se estremeció de furia cuando por un comentario casual se enteró de que el juego estaba amañado. Lo había olvidado. Pero no perdonado.

—El pobre Esterhazy pensó que te alegraría, porque en aquel momento estabas deprimido por algo que te había afectado en el colegio, no recuerdo qué —dijo la condesa—. Todavía me acuerdo de lo furioso que te pusiste al descubrir que te había dejado ganar. Hecho una furia. Pensamos que te harías daño.

—Me robó la victoria —rezongó Miles—, igual que si me hubiera hecho trampas para ganar. Y tiñó de duda todas las victorias reales posteriores. Tenía derecho a enfadarme.

Su madre permaneció sentada en silencio, expectante.

Se hizo la luz. Incluso con los ojos cerrados, la intensidad del resplandor le lastimó la cabeza.

—Oh. Noooo —gruñó Miles, cubriéndose la cara con el cojín que apagaba su voz—. ¿Yo le he hecho
eso
a
ella
?

Su implacable madre dejó que asimilara la idea en un silencio más afilado que las palabras.

—Yo le hice
eso
a
ella
… —gimió él.

Lástima que Pym no estuviera a mano. Se apretó el cojín contra el pecho.

—Oh. Dios. Eso es exactamente lo que hice. Ella misma lo dijo. Dijo que el jardín podría haber sido su regalo. Y se lo quité. También. Cosa que no tenía sentido, ya que fue ella quien dimitió… creí que iba a empezar a discutir conmigo. Estaba encantado porque pensé que si al menos discutía conmigo…

—¿Podrías ganar? —apuntó el conde secamente.

—Uh… sí.

—Oh, hijo —el conde sacudió la cabeza—. Oh, pobre hijo mío —Miles no confundió esto con una expresión compasiva—. La única manera de ganar esa guerra es empezar con una rendición incondicional.

—Por parte de ambos bandos —intervino la condesa.

—¡Yo
traté
de rendirme! —protestó Miles, frenético—. ¡La mujer no estaba dispuesta a tomar prisioneros! Intenté que me atacara, pero no quiso. Es demasiado digna, demasiado consciente, demasiado, demasiado…

—¿Demasiado lista para rebajarse a tu nivel? —sugirió la condesa—. Cielos, creo que empieza a gustarme esa Ekaterin. Y ni siquiera me la han presentado adecuadamente todavía.
Quisiera presentaros a… ¡se marcha!
, me pareció una presentación un poco truncada.

Miles la miró con mala cara. Pero pudo sostener su mirada. Con voz débil dijo:

—Me ha devuelto los planos del jardín esta tarde, a través de la comuconsola. Tal como dijo que haría. Yo había dispuesto que me enviaran un código si llegaba una señal suya. Casi me rompo el cuello al correr hacia la máquina. Pero era sólo un paquete de datos. Ni siquiera una nota personal.
Muérete, rata
habría sido mejor que esta… esta
nada
. —Tras una breve pausa, estalló—. ¿Qué hago yo ahora?

—¿Es una pregunta retórica, para conseguir un efecto dramático, o de verdad me estás pidiendo consejo? —preguntó su madre—. Porque no voy a perder el tiempo contigo a menos que por fin vayas a prestarme atención.

Él abrió la boca para responder, airado, pero la cerró. Miró a su padre en busca de apoyo. Pero ése abrió la mano con un blando gesto en dirección a su madre.

Miles se preguntó cómo sería tener tanta práctica con alguien que era como si coordinaras tus puñetazos uno-dos telepáticamente.
Nunca tendré oportunidad de descubrirlo. A menos

—Estoy prestando atención —dijo humildemente.

—La… palabra más amable que se me ocurre para definir esto es…
pifia
. Le debes una disculpa. Discúlpate.

—¿Cómo? ¡Ella ha dejado bien claro que no quiere volver a hablar conmigo!

—En persona no, santo Dios, Miles. Para empezar, no concibo que resistas la tentación de farfullar, y volver a meter la pata. Otra vez.

¿Qué pasa con todos mis parientes, que tienen tan poca fe en…?

—Incluso una llamada en directo por comuconsola es demasiada intrusión —continuó ella—. Ir en persona a casa de los Vorthys, también.

—Tal como él iría, desde luego —murmuró el conde—. General Romeo Vorkosigan, la fuerza de choque de un solo hombre.

La condesa le dirigió un rápido parpadeo.

—Algo más controlado, creo —continuó, volviéndose hacia Miles—. Supongo que lo único que puedes hacer es escribirle una nota. Una nota breve sucinta. Ya sé que no te disculpas muy bien, pero sugiero que practiques.

—¿Crees que funcionaría? —Una levísima esperanza titiló en el fondo de un pozo profundo, muy profundo.

—No se trata de que funcione. No puedes seguir planeando hacerle el amor y la guerra a la pobre mujer. Le enviarás una disculpa porque se la debes, a ella y a tu propio honor. Punto. O no te molestes.

—Oh —dijo Miles, con voz apagada.

—Balontiro —recordó su padre—. Ja.

—El cuchillo ha dado en el blanco —suspiró Miles—. Hasta la empuñadura. No hace falta hurgar —miró a su madre—. ¿La nota debería estar escrita a mano? ¿O puedo enviarla por comuconsola?

—Creo que tú mismo has respondido a esa pregunta. Si tu execrable letra ha mejorado, quizá fuese un detalle agradable.

—Por lo menos, demostrará que no se la dictaste a tu secretaria —intervino el conde—. O peor, que ella la redactó para ti siguiendo tus órdenes.

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