Un trabajo muy sucio (29 page)

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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, Fantástico

BOOK: Un trabajo muy sucio
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—¿Y?

—Se oían graznar cuervos. Esperé hasta que estuvo como a media manzana de mí. Se movía tan despacio que apenas se notaba el movimiento, pero cada vez hacía más ruido, como una enorme bandada de cuervos. Me acojoné. Así que me fui a casa, miré el nombre que había escrito por la noche y resulta que el tipo vivía en el barrio en el que yo había estado. La sombra bajaba por la montaña para llevarse la vasija de su alma.

—¿Y se la llevó?

—Supongo que sí. Yo no la recogí.

—¿Y no pasó nada?

—Oh, sí que pasó. La vez siguiente la sombra se movió más deprisa, como una nube arrastrada por el viento. La seguí y, claro, iba derecha a la casa de la mujer cuyo nombre aparecía en mi calendario. Entonces me di cuenta de que lo de El gran libro no eran gilipolleces.

—Pero ¿la sombra nunca fue a por ti?

—La tercera vez —dijo Vern.

—¿Hubo una tercera vez?

—Sí, ¿ es que tú no pensaste que todo esto era una mamarrachada cuando empezó a pasarte?

—Está bien, tienes razón —contestó Charlie—. Perdona. Sigue.

—Pues la tercera vez la sombra bajó de una montaña por el otro lado de la ciudad, de noche, con luna llena, y esa vez se veían los cuervos volando dentro de ella. Bueno, no se veían en realidad, eran como sombras. Esa vez, hubo gente que se dio cuenta. Volví a meterme en el coche y me llevé a Scottie, mi perro. Ya sabía adonde iba la sombra. Aparqué a un par de puertas de la casa del tipo, para advertirle, ¿sabes? Todavía no me había dado cuenta de que el libro ponía que no se nos ve; si no, me habría ido derecho a por la vasija del alma. El caso es que estoy en la puerta y la sombra empieza a cruzar la calle, con todos los bordes en forma de cuervos, y Scottie se pone a ladrar como un loco y se va derecho a ella. Era muy valiente. Y en cuanto la sombra lo toca, Scottie gime y cae muerto. Entre tanto, una mujer abre la puerta y yo miro dentro y veo una estatuilla, una imitación de una figura de bronce de Remington, encima de la mesa de la entrada, detrás de ella. La estatuilla resplandecía como si estuviera al rojo vivo. Pasé corriendo al lado de la mujer y la cogí. Y de pronto la sombra se evaporó. Desapareció así, por las buenas. Esa fue la última vez que llegué tarde a recoger la vasija de un alma.

—Siento lo de tu perro —dijo Charlie—. ¿Qué le dijiste a la mujer?

—Eso es lo gracioso, que no le dije nada. Ella estaba hablando con su marido, que estaba en la otra habitación, y él no contestaba, así que corrió a ver qué le pasaba. Ni siquiera me miró. Resulta que al tipo le estaba dando un ataque al corazón. Cogí la estatuilla, me fui, recogí el cadáver de Scottie y me largué.

—Tuvo que ser duro.

—Durante un tiempo pensé que yo era la Muerte, ¿sabes?, algo especial. Porque el tipo la palmó estando yo allí. Pero fue solo una coincidencia.

—Sí, a mí también me pasó —dijo Charlie, que todavía estaba inquieto por la revelación acerca de la «gran batalla»—. Vern, ¿te importaría que le echara un vistazo a tu
Gran libro
?.

—Prefiero que no, Charlie. De hecho, creo que será mejor que nos despidamos. Porque, si
El gran libro
tiene razón, y no tengo motivos para creer lo contrario, ni siquiera deberíamos estar hablando.

—Pero yo tengo una versión distinta del libro.

—¿Y no crees que será por algo? —preguntó Vern. Sus ojos, ampliados por las grandes lentes, le hicieron parecer un loco por un instante.

—Está bien —dijo Charlie—. Pero escríbeme por correo electrónico, ¿vale? Eso no hará ningún mal.

Vern miró su taza de café como si estuviera reflexionando, como si, al contar la historia de la sombra que bajaba de la montaña, se hubiera asustado a sí mismo. Por fin levantó la vista y sonrió.

—Me gustaría, ¿sabes? Me vendrían bien algunos consejos. Y si empiezan a pasar cosas raras, lo dejamos.

—Trato hecho —dijo Charlie. Llevó a Vern hasta su coche, que estaba aparcado a la vuelta de la esquina de la casa de su madre, y se dijeron adiós.

Jane salió a recibirlo a la puerta.

—¿Dónde has estado? Necesito el coche para ir a comprarle seda.

—He traído dónuts —dijo Charlie, y levantó la caja tal vez con demasiado orgullo.

—Bueno, no es lo mismo, ¿no?

—¿Que la seda?

—Que la seda dental. ¿Te lo puedes creer? Charlie, si yo sigo usando seda dental en mi lecho de muerte, tienes mi permiso para estrangularme con ella. No: voy a dejarte instrucciones precisas para que me estrangules con ella.

—De acuerdo —dijo Charlie—. Y, aparte de eso, ¿está bien?

Jane se había puesto a hurgar en su bolso, había encontrado sus cigarrillos y estaba buscando un mechero.

—Como si la piorrea fuera lo peor que puede pasarle. ¡Me cago en todo! ¿Se quedaron con mi mechero en el aeropuerto?

—Pero si ya no fumas, Jane —contestó Charlie.

Ella levantó la vista.

—¿Y qué?

—Nada. —Le dio las llaves del coche de alquiler—. ¿Puedes comprarme pasta de dientes, ya que sales?

Ella dejó de buscar el mechero y volvió a meter el tabaco en el bolso.

—Qué manía tiene esta familia con la higiene dental.

—Se me olvidó traer.

—Vale. —Jane cogió las llaves, lista para meterlas en el contacto, y se puso el bolso bajo el brazo como si fuera un balón. De pronto se agachó y se bajó las gafas de sol, envolventes y de espejo. Con las gafas puestas, el pelo corto rubio platino y el traje negro de raya diplomática de Charlie, tenía un poco el aire de un ciborg asesino venido del futuro que se aprestara a saltar a la atmósfera venenosa del planeta Duran Duran.

—Hace un calor de cojones ahí fuera, ¿verdad?

Charlie asintió con la cabeza y levantó otra vez la caja de dónuts.

—El glaseado ha quedado maltrecho.

—¡Ah! —dijo Jane mientras se subía de nuevo las gafas—, ha llamado Cassandra. Después de que llamaras esta mañana, se fijó en la agenda de tu mesilla de noche. Bueno, la verdad es que ha dicho que Alvin y Mohamed la llevaron a rastras hasta allí y le dieron un empujoncito. Quería saber si la necesitabas.

—¿Y Sophie? ¿Está bien?

—No, la han raptado unos extraterrestres, pero quería que digirieras primero la mala noticia de que te has olvidado la agenda.

—¿Sabes?, por eso es precisamente por lo que mamá se avergüenza de ti —dijo Charlie.

Jane se echó a reír.

—Pues ¿sabes qué? Que ya no.

—¿Ya no?

—Esta mañana, no. Me dijo que siempre ha sabido quién era y lo que era y que siempre me ha querido tal y como soy.

—¿Le pediste la documentación? Hay una impostora en la cama de nuestra madre.

—Cállate. Fue muy bonito. Y muy importante.

—Seguramente solo lo dijo porque se está muriendo.

—Dijo también que le gustaría que no fuera siempre vestida con trajes de hombre.

—Ya somos dos —dijo Charlie.

Jane volvió a aprestarse para el ataque.

—Me piro a por la seda dental. Tú llama a Cassandra.

—Hecho —dijo Charlie.

—Y Buddy necesita un dónut. —Jane abrió la puerta y salió corriendo al calor del día mientras gritaba como un guerrero enloquecido que cargara contra el enemigo.

Charlie cerró la puerta para que no se escapara el aire acondicionado y a través de la ventana vio correr a su hermana por el jardín de baldosas y plantas autóctonas como si este estuviera en llamas. Miró más allá, hacia la mesa de roca rojiza que emergía del desierto. Parecía haber en ella una brecha profunda en la que Charlie no había reparado antes. Miró otra vez y vio que no era una brecha, sino solo una sombra larga y afilada.

Salió corriendo al caminito de entrada y miró la posición del sol y luego a la sombra. Esta estaba en el lado equivocado de la mesa. No podía haber una sombra a ese lado: el sol también daba sobre aquella ladera. Se hizo parasol con la mano y estuvo observando la sombra hasta que creyó que se le cocía el cerebro al sol. La sombra se movía; lentamente, pero se movía, y no como se mueve una sombra. Se movía con un propósito, contra el sol, hacia la casa de su madre.

—Mi agenda —dijo para sí mismo—. Ay, mierda.

Capítulo 18
Esto era una madre tan muerta, tan muerta que...

Su último día de vida, Lois Asher pareció revivir. Tras tres semanas sin poder levantarse para ir a desayunar a la mesa o al cuarto de estar a sentarse a ver la tele, se levantó y estuvo bailando con Buddy una vieja canción de los Ink Spots. Estaba juguetona y risueña, bromeaba con sus hijos y los abrazaba, se comió un helado de chocolate y malvavisco, y luego se lavó los dientes y se pasó la seda dental. Se puso sus joyas de plata preferidas para sentarse a la mesa a cenar y, al no encontrar su collar de diseños florales, se encogió de hombros como si fuera una minucia: debía de haberlo perdido. En fin...

Charlie sabía lo que estaba pasando porque lo había visto otras veces y Buddy y Jane lo sabían porque Grace, la enfermera, se lo explicó.

—Ocurre una y otra vez. Yo he visto a gente salir de un coma y ponerse a cantar sus canciones favoritas, y lo único que puedo deciros es que lo disfrutéis. La gente ve volver la luz a ojos que llevaban meses apagados y empieza a hacerse ilusiones. No es una señal de mejoría, es una oportunidad para decirse adiós. Es un regalo.

Charlie había aprendido, también mediante la observación, que ayudaba mucho el estar al menos medianamente sedado, así que Jane y él se tomaron unos ansiolíticos que el terapeuta le había prescrito a Jane, y Buddy se tragó una píldora de morfina de liberación lenta con un poco de güisqui escocés. Los fármacos y el perdón pueden convertir el morir en un momento gozoso: es como si los moribundos regresaran a la infancia y, como nada en el futuro importa, como no tiene uno que enseñarles a vivir, darles lecciones, forjar para ellos recuerdos prácticos y aplicables, puede extraerse toda la alegría de esos últimos instantes y guardarla en el corazón. Aquellos fueron los mejores momentos, y los más íntimos que Charlie había compartido nunca con su madre y su hermana; y Buddy, por el hecho de estar presente, se convirtió también en parte de la familia. Lois Asher se fue a la cama a las nueve y murió a medianoche.

—No puedo quedarme al funeral —le dijo Charlie a Jane a la mañana siguiente.

—¿Cómo que no puedes quedarte al funeral?

Charlie miraba por la ventana el gigantesco pico de hielo de la sombra que descendía por la montaña, hacia la casa de su madre. Veía agitarse sus márgenes como una bandada de pájaros o un enjambre de insectos. La punta estaba a menos de un kilómetro de allí.

—Tengo que hacer una cosa en casa, Jane. Quiero decir que olvidé que tenía que hacerla y, de verdad, no puedo quedarme.

—No te pongas misterioso. ¿Qué coño tienes que hacer que no puedes asistir al funeral de tu madre?

Charlie estaba estirando su imaginación de macho beta hasta el límite para dar con una respuesta creíble. Entonces se le encendió una bombilla.

—La otra noche, cuando me mandaste a echar un polvo...

—¿Sí?

—Bueno, fue una aventura, claro, pero el caso es que cuando fui a que me dieran puntos en el cuero cabelludo, también me hice un análisis de sangre. Hoy he hablado con el médico y tengo que ponerme en tratamiento. Inmediatamente.

—Serás idiota, yo no te mandé a follar sin tomar precauciones. ¿En qué estabas pensando?

—Tomé precauciones. —Sí, ya, pensó, casi cabreado consigo mismo—. Son las heridas las que preocupan a los médicos. Pero si me tomo enseguida esos medicamentos, hay muchas posibilidades de que no me pase nada.

—¿Te van a dar el cóctel? ¿Como medida preventiva?

Claro, eso es, ¡el cóctel!, se dijo Charlie. Asintió con la cabeza gravemente.

—Bueno, entonces vete. —Jane se dio la vuelta y se tapó la cara.

—Tal vez pueda volver a tiempo para el funeral —dijo Charlie. ¿Podría? Tenía que recuperar dos vasijas atrasadas en menos de una semana y confiar en que no hubieran aparecido nuevos nombres en su agenda.

Jane se dio la vuelta parpadeando para quitarse las lágrimas.

—Será dentro de una semana—dijo—. Vete a casa, ponte en tratamiento y vuelve. Buddy y yo nos encargaremos de los preparativos.

—Lo siento —dijo Charlie. Rodeó a su hermana con los brazos.

—No te me mueras tú también, mamón —contestó Jane.

—No me pasará nada. Volveré en cuanto pueda.

—Tráeme ese Armani gris oscuro que tienes para que me lo ponga en el funeral, y las sandalias negras de tiras de Cassie, ¿vale?

—¿Tú con sandalias negras de tiras?

—Es lo que mamá habría querido —dijo Jane.

Cuando Charlie aterrizó en San Francisco, tenía en el móvil cuatro mensajes frenéticos de Cassandra. La novia de su hermana siempre le había parecido serena y comedida: un contrapunto de estabilidad para las veleidades de Jane. Pero al teléfono parecía histérica.

—Charlie, la niña lo tiene atrapado y los perros van a comérselo y yo no sé qué hacer. No quiero llamar a la policía. Llámame en cuanto aterrices.

Charlie llamó, se pasó llamando todo el trayecto hasta la ciudad en el minibús de enlace con el aeropuerto, pero siempre le salía el buzón de voz. Cuando se bajó del minibús delante de la tienda, oyó salir un siseo de la alcantarilla de la esquina.

—Me dio pena no acabar contigo, amor —dijo la voz.

—Ahora no tengo tiempo —contestó Charlie, y saltó el bordillo y corrió hacia la tienda.

—No me llamaste —ronroneó la Morrigan.

Ray estaba detrás del mostrador, mirando monadas asiáticas, cuando Charlie entró como una exhalación.

—Será mejor que subas —le dijo Ray—. Arriba están de los nervios.

—No me digas —contestó Charlie al pasar. Subió las escaleras saltando los peldaños de dos en dos.

Estaba luchando por meter la llave en la cerradura cuando Cassandra abrió la puerta y lo hizo entrar de un tirón.

—No deja que se vaya. Y me da miedo que se lo coman.

—¿Quién? ¿Qué? Eso era lo que decías en los mensajes. ¿Dónde está Sophie?

Cassandra lo llevó a rastras al cuarto de la niña, a cuya puerta salió a recibirlo, gruñendo, Mohamed.

—¡Papi! —chilló Sophie. Cruzó corriendo la habitación y saltó a sus brazos. Le dio un gran abrazo y un beso resbaladizo que le dejó en la mejilla una mancha de chocolate—. Abajo —dijo la niña—. Abajo, abajo. —Charlie la dejó en el suelo y su hija volvió a todo correr a la habitación, pero Mohamed impidió entrar a Charlie y, al empujarlo con el morro, le dejó en la camisa la huella de un gigantesco hocico de perro lleno de chocolate. Evidentemente, había habido una orgía de chocolate en su ausencia.

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