Tarzán en el centro de la Tierra (11 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Tarzán en el centro de la Tierra
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—¿Intentará aterrizar? —preguntó Zuppner, al ver el rifle que llevaba Gridley.

—Si los encontrara en campo abierto, sí. Pero aun suponiendo que no los encuentre quizá tenga que aterrizar de todos modos, y mis recientes experiencias me han hecho comprender lo peligroso que es andar por Pellucidar sin llevar un rifle.

Después de inspeccionar el aparato, Gridley estrechó la mano de todos sus compañeros, que observaban con ansiedad sus preparativos para la partida.

—¡Adiós, amigo! le dijo Zuppner—. ¡Qué Dios y la suerte le acompañen!

Gridley estrechó la mano de aquel hombre, al que había llegado a considerar como un amigo fiel y leal, y subió al aeroplano. Dos mecánicos pusieron en marcha la hélice, y un instante después el motor empezó a trepidar y el aparato se deslizó suavemente por encima del césped, en dirección a la selva, elevándose en el espacio con majestuosidad y precisión. Luego, todo el mundo vio como el aeroplano describía un gran círculo. Gridley estaba buscando un punto de orientación, una señal sobre el terreno. Por dos veces repitió la prueba, y al fin se dirigió por encima de la llanura hacia la selva.

Sólo cuando Gridley trazó el primer círculo por encima del dirigible, comprendió totalmente los peligros y las dificultades que ofrecía Pellucidar, sin horizonte alguno, para poder regresar al punto de despegue. Había pensado que alguna montaña se elevaría por la zona, pues esto le hubiera servido mejor que nada como punto de partida.

Había, sí, montañas a lo lejos, pero no se recortaban sobre el cielo azul ni sobre ningún horizonte. Se erguían, sencillamente, con el paisaje en que se encontraban, curvándose siempre hacia arriba en la distancia. Mientras trazaba aquellos círculos sobre el dirigible, Gridley intentó buscar algún accidente del terreno cercano a la aeronave que pudiera servirle de punto de mira para regreso; pero no pudo descubrir más que la gran llanura en que el dirigible había aterrizado.

Al no poder gastar ni tiempo ni gasolina en buscar un accidente del terreno que no acababa de encontrar, porque no existía, se decidió por fin a partir hacia la selva, diciéndose que la misma llanura en la que se encontraba la aeronave le serviría de punto de orientación a su regreso.

Al sobrevolar la primitiva selva, la tierra desapareció de la vista del aviador, que pensó que podía estar pasando por encima de sus amigos sin verlos. Pero no podía hacer otra cosa. Si regresaba, tendría que limitarse a seguir describiendo círculos sobre la floresta, o a trazar zigzags en busca de alguna señal de sus camaradas.

Durante cerca de dos horas, Gridley voló siempre en línea recta, atravesando selvas, llanuras, regiones plagadas de colinas, aunque sin descubrir rastro de los compañeros que buscaba. Ya había llegado al límite de la distancia que se había propuesto recorrer, cuando descubrió una altísima cadena montañosa. El aviador se dijo que regresaría desde allí, ya que aunque sus compañeros hubieran llegado hasta ese punto, habrían comprendido que avanzaban en dirección errónea.

Cuando ya frenaba para virar, el aviador creyó percibir con el rabillo del ojo algo que había en el aire por encima de él. Al volver la cabeza rápidamente, Jason contuvo el aliento, dominado por la sorpresa y el asombro.

Revoloteando ahora casi encima del mismísimo aeroplano, Gridley pudo ver un animal gigantesco, cuyas alas eran tan descomunales que lo hacían casi tan grande como su aparato. El hombre, en el preciso instante en que comprendió que el monstruo ancestral se disponía a atacarle, pudo distinguir unas mandíbulas enormes, armadas de poderosos dientes.

Gridley volaba a una altura aproximada de tres mil pies, cuando el monstruo, el enorme pteranodonte, se precipitó contra el aparato. Jason intentó esquivar el choque descendiendo con rapidez. Pero, de pronto, sonó en el aire un horrendo estallido; mil maderas crujieron, la parte metálica del aeroplano vibró y saltó, con un doloroso quejido, al tiempo que fragmentos y trozos del aeroplano volaban por el espacio. ¡El monstruo había chocado contra la hélice del aparato!

Lo que sucedió entonces ocurrió con tal rapidez, que Jason Gridley no habría podido reconstruir la escena cinco segundos más tarde.

El aeroplano se inclinó, dando una vuelta completa. En el mismo instante, Gridley saltó de su asiento y tiró de la cuerda de su paracaídas. Algo le golpeó pesadamente la cabeza, y el hombre perdió el conocimiento-

Capítulo VI
Un Phorrhacos del Perioso Mioceno

D
ónde está tu pueblo? —preguntó de nuevo Tar-gash.

Tarzán movió la cabeza en señal negativa.

—No lo sé.

—Pero, ¿de dónde eres?

—De muy lejos de aquí —contestó el hombre mono—. Mi país no está en Pellucidar.

Aquello no lo pudo comprender el gorila, como tampoco podía entender que ningún ser pudiera perderse, ya que él poseía el instinto que le era propio a todos los habitantes de Pellucidar para orientarse en un mundo en el que nadie podía guiarse por las señales del cielo.

Si se hubiera podido trasladar instantáneamente a Tar-gash a cualquier punto de aquel vastísimo mundo interior, el gorila habría sabido encontrar indefectiblemente su país de origen y el sitio donde había nacido; y como aquello en él era un instinto poderoso y seguro, no podía entender como se había extraviado Tarzán.

—Sé dónde hay una tribu de gilaks —dijo al fin el gorila—. Quizá sean tu pueblo y tus compañeros. Te llevare allí.

Al no tener Tarzán la más mínima idea del lugar en el que se encontraba el dirigible, y ser bastante probable que el gorila se estuviese refiriendo a los expedicionarios del O-220, se dijo que debía seguirle a dónde este quisiera llevarle.

—¿Hace mucho tiempo que has visto a esa tribu? —preguntó después de una pausa—. ¿Cuánto tiempo hace que se encuentran en el lugar en el que los has visto? 

De las respuestas del gorila dependía que Tarzán averiguase si la tribu de hombres a la que se refería Tar-gash eran sus compañeros del dirigible; pero las contestaciones del gorila no le sirvieron al hombre mono, desde el momento en que Tar-gash desconocía lo que era el tiempo. Así es que ambos partieron en busca de aquella tribu misteriosa. Por aquella misma razón, porque Tar-gash no daba valor alguno al tiempo, lo hicieron sin prisas.

Formaban una original pareja. Uno era un monstruo primitivo, en el umbral de la humanidad. El otro, un lord inglés en toda su acepción, y, al mismo tiempo, en muchos aspectos, un hombre tan ancestral como un salvaje de la selva, semejante a aquellos peludos gorilas entre los que le había arrojado la suerte.

Al principio, Tar-gash había mirado con desdén a aquel ser de distinta raza, al que consideraba inferior por carecer de su fuerza, agilidad, valor y de sus instintos para conocer y vivir en la selva. Pero pronto empezó a sentir respeto por el hombre mono, y se sintió inclinado por la amistad hacia su nuevo compañero, al menos todo lo que le permitían sus instintos y sentimientos ancestrales.

Cazaron juntos y lucharon juntos. Subían a los árboles cuando aparecían los grandes felinos, o seguían interminables caminos a través de la selva milenaria, persiguiendo las piezas. Luego atravesaban llanuras o prados naturales llenos de flores, en los que crecía una hierba altísima.

Vivían perfectamente de aquellas tierras ubérrimas ya que ambos eran excelentes cazadores.

Tarzán construyó un nuevo arco y flechas y una fuerte lanza, cosas que al principio no llamaron la atención del gorila, pero que cuando este vio lo que facilitaban la caza a su compañero, se interesó verdaderamente por aquellos objetos, hasta hacerse enseñar por Tarzán su uso y la manera de construirlos.

El país que iban atravesando abundaba en agua y en caza. Las selvas eran enormes, con grandes espacios abiertos entre ellas, y en los que inmensos rebaños de herbívoros pacían la alta hierba bajo los eternos y constantes rayos de aquel sol inmutable. Como consecuencia, las bestias, algunas de ellas enormes, eran abundantísimas.

Tarzán había creído que no podían existir un mundo ni unas selvas como las suyas, pero, conforme avanzaban por los infinitos parajes de Pellucidar, iba sintiendo mayor admiración y asombro por aquel mundo milenario, henchido con la vida de miles de animales y fieras. Sin embargo, lo que Tarzán más adoraba de Pellucidar era la escasez de hombres. De no haber habido ninguno, aquel habría sido un mundo ideal para Tarzán, pues, ¿quién conocía mejor la crueldad y la maldad del hombre que las fieras salvajes de la selva?

La amistad y la camaradería que se había establecido entre Tarzán y el sagoth —basadas ambas en el respeto que cada uno sentía por la fuerza y las hazañas del compañero— aumentaban a medida que cada uno iba descubriendo cualidades admirables en el otro, entre las cuales, la más apreciada por los dos era el taciturno silencio que sabían guardar en las interminables marchas. No hablaban sino cuando era absolutamente necesario, lo que ocurría muy rara vez.

Si el hombre no hablase más que cuando tiene algo interesante que decir, y lo dijera lo más breve y rápidamente posible, el mundo sería un auténtico paraíso.

Por esto, la compañía de Tar-gash, unida al encanto natural y profundo de los paisajes, de los extraños sonidos y de los olores nuevos de aquel mundo nuevo también, influían en el ánimo de Tarzán con la misma intensidad que una droga enervante y excitante al mismo tiempo, adormeciendo su sentido de la responsabilidad, y haciendo así que la necesidad y la idea de encontrar a sus compañeros fueran quedando relegadas a un segundo plano. De haber sabido Tarzán que alguno de sus compañeros de expedición estaba en peligro, su actitud hubiera cambiado inmediatamente; pero no lo sabía. Por el contrario, creía que aquella gente estaba a salvo, que podrían volver cuando quisieran al mundo exterior y que sus camaradas no se inquietarían grandemente por su ausencia. De todas formas, seguía pensando que cuando él lo quisiera, podría volver inmediatamente al dirigible, y que, más pronto o más tarde, acabaría regresando con los otros al mundo del que provenían.

De todas maneras, estos pensamientos apenas le inquietaban. Ahora atravesaba inmensas selvas y llanuras en compañía de Tar-gash, ambos en busca de aquella misteriosa tribu de hombres. En ese momento se encontraban en una extensa llanura, y, Tarzán, comparándola con otras por las que ya había cruzado antes, la encontraba extrañamente desierta. Tal vez la razón radicaba en que la hierba del inmenso prado aparecía cortada a ras del suelo, como si unos enormes rebaños hubieran estado pastando allí y se hubieran luego marchado a otro lugar en busca de nuevos pastos. Aquel silencio y aquella quietud comenzaron a causar a Tarzán una cierta molestia, como una ligera intranquilidad que le hacía echar en falta los peligros y la vida exuberante de otros parajes por los que antes atravesaran.

Casi habían llegado al centro del inmenso prado, mientras se dirigían hacia una gran selva que se divisaba al fondo del paisaje, cuando, de pronto, su atención fue atraída por un zumbido extraño y poderoso, un ruido inexplicable que les hizo detenerse en seco. Simultáneamente miraron hacia atrás y hacia lo alto, ya que el misterioso ruido parecía descender del cielo.

Muy alto, a lo lejos, surgiendo de la bruma de la lejanía, apareció una especie de punto oscuro.

—¡Pronto! —exclamó Tar-gash en un tono inquieto y apremiante—. ¡Es un thipdar!

Y, haciendo señas a Tarzán para que le imitara, corrió velozmente a esconderse debajo de un árbol enorme.

—¿Qué es un thipdar? —preguntó Tarzán cuando ambos estuvieron refugiados bajo el gigantesco árbol.

—¡Un thipdar es un thipdar! —contestó el gorila, sin poder añadir otra cosa que los thipdars eran empleados en ocasiones por los mahars para protegerse y cazar.

—Pero, ¿el thipdar es un animal? —siguió preguntando Tarzán.

—Sí, es un animal muy fuerte y feroz.

—En ese caso, eso no es un thipdar —dijo Tarzán.

—¿Qué es entonces? —preguntó el gorila.

—Un aeroplano —contestó Tarzán.

—¿Y qué es un aeroplano?

—No sabría cómo explicártelo —dijo Tarzán—. Es una cosa que construyen los hombres de mi mundo, y que les permite volar por el aire.

Después de decir esto, salió a campo abierto y empezó a hacer señales al piloto, que suponía era alguno de sus compañeros del dirigible que había salido en el pequeño aeroplano explorador, precisamente en su busca, en busca de Tarzán de los Monos.

—¡Vuelve al refugio! —gritó el gorila—. No podrás luchar con un thipdar. Bajará como un rayo y te cogerá entre sus garras, si estás en campo abierto. 

—No me hará ningún daño —repuso Tarzán—. Ahí dentro va uno de mis amigos.

—Tú también iras pronto dentro de él, si no te refugias aquí —insistió el gorila.

Cuando se acercó el aeroplano, Tarzán empezó a correr trazando pequeños círculos para atraer la atención del piloto, deteniéndose a veces y alzando los brazos. Pero el aparato pasó por encima, siendo evidente que el piloto no le había visto.

Tarzán permaneció allí, en campo abierto, hasta que el aeroplano se perdió de vista, aquel aeroplano en el que iba uno de sus camaradas.

La presencia del aparato aéreo despertó en Tarzán su sentido de la responsabilidad. Se dio cuenta de que alguien arriesgaba su vida por buscarle, y decidió hacer todos los esfuerzos posibles para descubrir el paradero del dirigible.

El paso del aeroplano también suscitó dudas en Tarzán. Si iba trazando un gran círculo, la dirección del aparato, en el momento en que lo había descubierto Tarzán, no implicaba que viniese del O-220; y si no estaba trazando círculos, tampoco, porque nadie podía saber si iba o volvía del lugar donde se encontraba el dirigible.

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