Volví a pisar por primera vez la playa donde desapareció K en primavera del pasado año.
El año anterior, mi padre había muerto de cáncer y mi hermano mayor había vendido la casa para disponer de capital; y al vaciar el trastero encontró, metidas en una caja de cartón, mis pertenencias de cuando yo era pequeño y me las envió a Nagano. La mayoría eran objetos que no valían la pena, pero, entre ellos, encontré unas pinturas que K había hecho y que me había regalado. Posiblemente, mis padres me las hubiesen guardado como recuerdo. Pero a mí, el terror me dejó sin aliento. Me dio la sensación de que, a través de aquellas pinturas, el espíritu de K resucitaba ante mis propios ojos. Decidí deshacerme de ellas de inmediato, volví a envolverlas en el fino papel y las metí dentro de la caja. Sin embargo, fui incapaz de tirarlas. Tras unos días de vacilaciones, volví a abrir el papel y tomé con resolución las pinturas en la mano.
La mayoría eran paisajes, y el mar, la arena, los pinos y las calles del pueblo que yo conocía aparecían pintados con aquel colorido tan nítido propio de K. Resultaba asombroso comprobar cómo los colores de las pinturas habían conservado toda su brillantez y cómo se mantenía intacta aquella impresión tan viva que me habían producido en el pasado. Mientras las sostenía en la mano y las iba mirando, me embargó una gran añoranza. Aquellas pinturas estaban ejecutadas con mayor destreza y poseían una calidad artística aún mayor de lo que yo recordaba. En aquellos dibujos se traslucían los sentimientos más profundos de K. Reconocí con toda claridad, como si fueran míos, los ojos con los que él miraba el mundo que lo rodeaba. Contemplando aquellas pinturas, fui recordando vívidamente cada una de las cosas que había hecho junto a K, cada uno de los lugares que había visitado con K. Sí. Aquéllos eran también los ojos de
mi propia
infancia. Aquellos días junto a K, hombro con hombro, ambos contemplábamos el mundo con una mirada idéntica, llena de vida y sin una nube que la empañara.
Todos los días, al volver de la empresa, tomaba asiento frente a la mesa, cogía cualquiera de las pinturas de K y la contemplaba. Hubiera podido quedarme mirándola para siempre. En ellas estaban presentes los añorados paisajes de mi infancia que yo me había obstinado en apartar de mi memoria durante tanto tiempo. Al mirar aquellas pinturas podía sentir cómo algo se iba infiltrando en silencio dentro de mi cuerpo.
Y un día, tal vez habría transcurrido una semana, se me ocurrió de súbito.
Que quizás había estado equivocado durante todos aquellos años
. K, tendido en la punta de aquella ola, tal vez no me mirara con odio o resentimiento, quizá no desease arrastrarme a ninguna parte. Es posible que su sonrisa maliciosa no hubiera sido tal, sino una mera impresión producida por algo y que K, en aquellos momentos, ya estuviese inconsciente. O también era posible que K me estuviera sonriendo dulcemente por última vez, que me estuviera anunciando su despedida eterna. El violento odio que había creído descubrir en su expresión había sido sólo producto del profundo pánico que me dominaba en aquellos instantes. Cuanto más observaba, hasta el mínimo detalle, las pinturas que K había hecho en el pasado, más me reafirmaba en mi opinión. Podías mirarlas tanto como quisieras, pero en las pinturas de K era imposible descubrir algo más que un alma pura y pacífica.
Después permanecí allí sentado, inmóvil, durante largo tiempo. El sol se ponía y las pálidas tinieblas del atardecer fueron envolviendo lentamente la estancia. Pronto llegó el profundo silencio de la noche. Ésta avanzó sin fin hasta que, para equilibrar el gran peso de tinieblas acumuladas, llegó el amanecer. El nuevo sol tiñó el cielo de una tonalidad rojiza, los pájaros se despertaron y empezaron a cantar.
Entonces decidí que tenía que volver a mi pueblo. Sin pérdida de tiempo.
Puse cuatro cosas dentro de una bolsa de viaje, llamé a la empresa diciéndoles que un asunto urgente me impedía acudir al trabajo, tomé el tren y me dirigí al pueblo donde había nacido.
Mi pueblo ya no era el tranquilo pueblo costero que recordaba. Durante el periodo de expansión económica de los sesenta había crecido en los alrededores una ciudad industrial y el paisaje había experimentado una transformación enorme. Delante de la estación, donde antes había únicamente una tienda de regalos, ahora se alineaban bloques de tiendas y el único cine de la ciudad se había convertido en un supermercado. También mi casa había desaparecido. La habían derruido unos meses atrás y, en su lugar, sólo quedaba un solar desnudo. Los árboles del jardín habían sido talados en su totalidad y en la tierra negruzca sólo crecían, aquí y allá, hierbajos. Tampoco estaba la vieja casa donde vivió K. En su lugar había un aparcamiento de hormigón donde se alineaban los turismos y las furgonetas. Pero no me dolió. Porque aquel pueblo hacía mucho tiempo que ya no era el mío.
Caminé hasta la playa, subí las escaleras del malecón. Al otro lado, exactamente igual que en el pasado, se extendía, amplio, sin trabas, el mar. Un vasto mar. Y a lo lejos se distinguía la línea del horizonte. También la playa continuaba igual que antes. En ella se extendía la arena como antes, rompían las olas como antes, la gente seguía paseando por la orilla como antes. Eran más de las cuatro y los dulces rayos de sol de última hora de la tarde lo envolvían todo. El sol, como si estuviera sumido en profundas reflexiones, iba descendiendo despacio hacia el oeste. Me senté en la arena, dejé la bolsa a un lado y me quedé contemplando el paisaje en silencio. Era una vista verdaderamente dulce y apacible. Mirándola, resultaba imposible imaginar que alguna vez hubiera venido un gran tifón y que las altas olas me hubiesen arrebatado a un amigo irreemplazable. Tampoco debía de quedar casi nadie que recordara aquel suceso ocurrido cuarenta años atrás. Parecía que todo fuera una ilusión mía, creada por mi mente hasta en los mínimos detalles.
A la que me di cuenta, de pronto, las profundas tinieblas de mi interior ya habían desaparecido. Se habían marchado tan súbitamente como habían venido. Me alcé despacio de la arena. Me dirigí a la orilla y, sin arremangarme siquiera los pantalones, me adentré tranquilo en el mar. Y, con los zapatos puestos, dejé que las olas me lamieran los pies. Como si fuera una reconciliación, aquellas olas, idénticas a las de cuando era niño, se deshacían dulcemente contra mis pies llenas de nostalgia, tiñendo de negro mi ropa y mis zapatos. Varias olas se acercaron apacibles, abriendo un intervalo entre una y otra, y luego se fueron. La gente que pasaba me miraba con extrañeza, pero a mí no me importaba en absoluto. Sí. Después de tanto tiempo, yo había conseguido llegar hasta allí.
Alcé la mirada al cielo. Unas pequeñas nubes grises parecidas a copos de algodón flotaban en él. No había un solo soplo de viento y parecía que las nubes permanecieran clavadas en el mismo lugar. No puedo expresarlo con claridad, pero me daba la impresión de que aquellas nubes estaban suspendidas en el cielo exclusivamente para mí. Me acordé del momento en que había alzado la mirada al cielo, aquel día cuando aún era niño, buscando el gran ojo del tifón. En aquel instante, el eje del tiempo rechinó con fuerza. Cuarenta años se desplomaron en mi interior como una casa medio podrida y el viejo tiempo y el nuevo se mezclaron dentro de un único torbellino. A mí alrededor se apagaron todos los ruidos, la luz tembló. Perdí el equilibrio y me desplomé dentro de la ola que se acercaba. El corazón me latía con fuerza en el fondo de la garganta y perdí la sensibilidad de manos y pies. Permanecí largo tiempo tendido en esa posición. No podía levantarme. Pero no tenía miedo. No. No había nada que temer. Aquello ya había pasado.
A partir de entonces no he tenido más sueños espantosos. No he vuelto a despertarme con un alarido en plena noche. Ahora me dispongo a iniciar una nueva vida. No. Tal vez sea demasiado tarde para ello. Tal vez sea muy poco el tiempo que me queda en el futuro. Pero, aunque así sea, me siento agradecido por haber sido salvado, al final, de ese modo, por haber experimentado una recuperación. Sí. Porque yo tenía muchas posibilidades de acabar mi vida sin haber recibido la salvación, alzando un triste lamento dentro de las tinieblas del pánico.
El séptimo hombre permaneció unos instantes en silencio mirando a quienes lo rodeaban. Nadie dijo una palabra. Ni siquiera se los oía respirar. Nadie cambió de postura. Todos esperaban a que el séptimo hombre prosiguiera. El viento había cesado por completo y, en el exterior, no se oía nada. El hombre volvió a tocarse el cuello de la camisa buscando las palabras.
—A mí me parece que lo verdaderamente temible en esta vida no es el pánico en sí mismo —dijo el hombre unos instantes después—. El miedo existe. Eso es indudable. Se nos muestra bajo distintas formas y, a veces, domina nuestras vidas. Pero lo más temible de todo es dar la espalda a ese miedo y cerrar los ojos. Actuando de esta manera acabamos cediéndole a algo lo más valioso que hay en nuestro interior. En mi caso…, ese algo fue una ola.
1971 fue el año de los espaguetis.
En 1971 yo hacía espaguetis para vivir y vivía para hacer espaguetis. El vapor que se alzaba de la olla de aluminio era mi orgullo, la salsa de tomate que se cocía a fuego lento en la cazuela haciendo ¡chup!, ¡chup!, mi esperanza.
Fui a una tienda de artículos de cocina y adquirí una enorme olla de aluminio en la que hubiera podido bañarse un perro pastor alemán; compré un cronómetro de cocina; recorrí supermercados especializados en productos extranjeros e hice acopio de especias de curiosos nombres; encontré, en una librería occidental, unos libros de recetas de espaguetis y, además, compré montones de tomates. Adquirí pasta de espaguetis de todas las clases habidas y por haber, elaboré todos los tipos imaginables de salsas. Minúsculas partículas de olor a ajo, a cebolla, a aceite de oliva flotaban en el aire y, fundidas en un todo armonioso, llenaban todos los rincones del pequeño piso de un solo ambiente en el que yo vivía. El suelo, el techo, las paredes, los libros, las fundas de los discos, mi raqueta de tenis, los pliegos de viejas cartas, todo estaba impregnado de su olor. Un olor parecido al de las alcantarillas de la antigua Roma.
Esta historia tuvo lugar en el año 1971 d.C., el año de los espaguetis.
En principio, yo hacía los espaguetis solo y me los comía solo. Podía resultar que, por una u otra razón, tuviera que comer acompañado, pero yo prefería mil veces comérmelos solo. Para empezar, en aquella época, yo estaba convencido de que los espaguetis eran un plato para degustarlo solo. Aunque no tengo la menor idea de por qué creía eso.
Con los espaguetis siempre tomaba té. También me preparaba una ensalada. Una ensalada sencilla de lechuga y pepino. Ambos en generosas cantidades. Lo disponía todo cuidadosamente sobre la mesa y me iba comiendo los espaguetis yo solo, despacio, tomándome mi tiempo mientras le echaba ojeadas al periódico que tenía junto al plato.
Los días de los espaguetis se sucedían uno tras otro, de domingo a sábado, y al terminar volvía a iniciarse, a partir del nuevo sábado, un nuevo ciclo de días de los espaguetis.
Mientras comía espaguetis solo, a menudo me daba la sensación de que alguien estaba a punto de llamar a la puerta y de entrar en casa. Eso me sucedía especialmente las tardes lluviosas. El visitante difería según la ocasión. Unas veces era un desconocido y otras alguien a quien había visto alguna vez. O una chica de piernas delgadas con quien había salido en una ocasión cuando iba al instituto, o yo mismo, tal como era hacía unos años, o William Holden acompañado de Jennifer Jones.
¿William Holden?
Sin embargo, jamás entró uno de ellos en mi casa. Todos, como retazos de memoria que eran, permanecían vagando delante y, al final, se iban sin haber llamado siquiera a la puerta.
Fuera llovía.
Primavera, verano, otoño… Y yo continuaba haciendo espaguetis. Como si fuera un acto de venganza. De la misma manera que una chica sola, traicionada por su novio, arrojaría al fuego las viejas cartas que éste le escribió, yo iba haciendo espaguetis, eternamente, en silencio.
En un bol amasé las sombras del tiempo ya vivido dándoles la forma de un perro pastor alemán, lo arrojé dentro del agua hirviendo y le eché una pizca de sal. Y me planté ante la olla de aluminio con unos palillos largos en la mano, sin apartarme de su lado hasta que el cronómetro de cocina soltó un gritito plañidero.
No podía quitarles el ojo de encima a aquellos tramposos. Porque parecía que los espaguetis se dispusieran a deslizarse fuera de la olla y a desaparecer en la oscuridad de la noche. Y de la misma forma que la jungla tropical engulle, sin hacer ruido, dentro de su tiempo eterno una mariposa de colores, así mismo la noche parecía estar aguardando, inmóvil, conteniendo el aliento, la llegada de los espaguetis.
Spaghetti alla parmigiana
Spaghetti alla napoletana
Spaghetti alla prematura
Spaghetti al cartoccio
Spaghetti al aglio e olio
Spaghetti alla carbonara
Spaghetti della pina
Y luego están los desgraciados espaguetis sin nombre arrojados descuidadamente como sobras dentro del frigorífico.
Los espaguetis nacieron dentro del vapor de agua, descendieron el declive de 1971 como la corriente de un río y desaparecieron.
Lo lamento por ellos.
Los espaguetis de 1971.
Cuando a las tres y veinte minutos de la tarde sonó el teléfono, yo estaba tumbado sobre el tatami con la vista clavada en el techo. Los rayos de sol invernal formaban una isla de luz justo donde yo estaba tendido. Me había quedado distraídamente tumbado, durante horas, dentro de la luz de diciembre de 1971, como una mosca muerta.
Al principio no me pareció que se tratara del timbre del teléfono. Conforme sonaba, fue tomando la forma de timbre hasta que, al final, no me cupo la menor duda. Sonaba un timbre cien por cien real que hacía vibrar un aire cien por cien real. Sin cambiar de posición alargué la mano hacia el auricular. La que llamaba era una chica con una personalidad tan indefinida que parecía que, antes de las cuatro y media de la tarde, fuera a esfumarse en alguna parte. Era la antigua novia de un conocido. Él y esa chica de personalidad indefinida se habían juntado vete a saber por qué y se habían separado vete a saber por qué. Pero la primera vez que se encontraron yo tuve (aunque no muy activamente) algo que ver.