Renacer (26 page)

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Authors: Claudia Gray

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico, #Romántico

BOOK: Renacer
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«Bonita. Bonita pelirroja. ¿Has venido a jugar conmigo?».

Salió arrastrando los pies de aquella nube de muñecas. Estaba desnudo, y resultaba repulsivo; mi miedo se convirtió rápidamente en repugnancia, y luego, en furia.

—No he venido a jugar —le repliqué.

Patrice había hablado de emitir. Yo no sabía cómo se hacía, así que me limité a concentrarme en él y a pensar en mi propia muerte. Recordé la extraña sensación de caída cuando mi cuerpo cedió y se abandonó. Recordé las lágrimas de Lucas mientras me apretaba la mano. Eso me resultaba demasiado vívido para soportarlo, pero notaba que el espectro se sentía atraído por esos recuerdos. Vi que mi mente daba forma a unas palabras, como si fueran un ensalmo.

«Por lo que nos separa de los vivos, yo te separo de este lugar. Por la oscuridad que mora en nuestro interior, te confío a la oscuridad. Por la muerte que me da el poder, te retiro tu poder».

El espectro empezó a chillar, dejando escapar un alarido sobrenatural que retumbó por toda la casa. Dana se apretó los oídos, tal vez de dolor, y dejó caer la polvera al suelo. Raquel no parpadeó. Cogió la polvera y me la arrojó; yo me materialicé a tiempo para atraparla con la mano.

En el momento en que lo hice, el poder de la magia comenzó a atraer al espectro hacia el espejo. Mientras orientaba la polvera tal como Patrice me había enseñado, el espectro se deshizo ante mis ojos: no como esa bruma tan agradable de contemplar a la que ya me había acostumbrado, sino como si se tratase de un cuerpo físico despedazado, sangre y tendones, gritos de dolor. Sin embargo, se fue transformando en multitud de partículas mientras se precipitaba al interior del espejo entre alaridos…

Entonces se hizo el silencio. El mundo de los sueños se desvaneció. Nos encontramos en medio de la sala de estar, mirando el espejo cubierto de escarcha que sostenía por encima de mi cabeza.

—¿Eso es…? ¿Lo hemos atrapado? —preguntó Dana con la respiración entrecortada y las manos aún en los oídos.

—Oh, Dios mío. —Raquel tomó aire, estremeciéndose—. Lo hemos atrapado. Y mientras no rompamos el espejo, nunca podrá salir.

Había luchado contra él. Lo había vencido. Sabía cómo enfrentarme sola a un espectro, ¿significaba eso que por fin me había liberado?

—¿Está atrapado en el espejo? —Raquel parpadeó—. ¿No está en la dimensión fantasmal o algo por el estilo?

Me encogí de hombros.

—Esté donde esté, no podrá salir de nuevo.

Raquel estalló en una carcajada de pura alegría, y luego se echó en mis brazos. Procuré mantenerme lo más sólida que pude, porque aquel abrazo era demasiado bonito para perdérmelo.

—Lo has conseguido —exclamó—. ¡Lo has logrado! Esa cosa horrible…

—Tranquila. —Cuando me di cuenta de que había pasado de la risa a las lágrimas le di una palmadita en la espalda—. No podrá acercarse a ti nunca más.

—Has hecho esto por mí. Después de todo lo que yo te he hecho.

—También lo he hecho por mí.

—Oh, vamos, cállate, ¿vale?

Raquel me abrazó con fuerza, y yo seguí su consejo y me limité a abrazarla mientras ella lloraba. Por encima de su hombro, vi que Dana me miraba con una sonrisa beatífica, como si yo me hubiera convertido en su ídolo.

En cuanto Raquel se hubo calmado, me aparté para que se abrazaran y dirigí mi atención al espejo. El hielo era espeso, pero me pareció vislumbrar algo que se movía con el reflejo.

—¿Qué hacemos con esa cosa? —preguntó Raquel—. ¿Lo hundimos en cemento?

—No sería mala idea.

Entonces sentí esa especie de atracción, casi física, como si me arrastraran.

—¿Bianca? —Raquel dio un paso hacia delante—. Te estás volviendo invisible.

—¡Riverton! ¡No lo olvidéis! —grité antes de dejar de poder emitir sonidos—. ¡Ya me encargaré de que Lucas esté allí!

—¡Bianca!

Raquel gritó de nuevo, pero al cabo de un instante me había desvanecido, dando volteretas en una nada de niebla azulada. Finalmente aterricé; o al menos eso fue lo que me pareció. Vi a mis pies un césped verde y mullido y luego levanté la cabeza y me encontré con Maxie, que permanecía de pie por encima de mí. Llevaba un extraño abrigo de piel oscura que resultaba más macabro que lujoso.

—¿Qué haces? —preguntó—. ¿Acaso ahora te alias con ellos en contra de nosotros?

—Era preciso pararle los pies a esa cosa.

—¿Esa cosa? ¿«Cosa»? —Maxie parecía a punto de darme un bofetón—. Supongo que incluso serías capaz de ayudar a la señora Bethany a poner las trampas.

Una tercera voz intervino en la discusión.

—Hay una diferencia entre lo que Bianca ha hecho y las acciones de la señora Bethany.

Nos dimos la vuelta y vimos a Christopher. Así pues, me encontraba de vuelta en la tierra de los objetos perdidos: aunque esta vez en contra de mi voluntad. Maxie me había dicho que Christopher era poderoso, y aquella había sido la primera demostración de lo mucho que lo era con respecto a los demás espectros.

De todos modos, no me sentí intimidada, porque ahora sabía que era capaz de defenderme. Con el tiempo, cualquier poder que Christopher tuviera ahora seguramente yo lograría adquirirlo en menos tiempo del que a él le había llevado aprenderlo.

La luz del sol hacía brillar el cabello castaño oscuro de Christopher, y su abrigo largo y anticuado era de un intenso color verde botella. Estábamos a los pies de un edificio parecido a una pagoda, aunque había un tren elevado, salido directamente de la década de 1910, que circulaba estrepitosamente por detrás de la construcción.

—Tuve que sacarla de allí antes de que hiciera algo peor —explicó Maxie. Entonces había sido ella, y no Christopher, quien había intervenido—. En todo caso, me parece que no deberías haberle permitido regresar.

—Maxie, cálmate. —Christopher le puso las manos en los hombros—. Mi labor no consiste en permitir o no los viajes de Bianca. Ella es más libre que cualquiera de nosotros. Carece de nuestras limitaciones. Sé que a ti te resulta difícil aceptarlo, pero tienes que hacerlo.

Maxie rezongó:

—No veo la diferencia entre lo que la señora Bethany hace y lo que ha hecho Bianca. Se ha vuelto contra los suyos. ¿Acaso no importa eso?

—Esa cosa… —repetí.

—¡Y dale con la «cosa»!

—¡Maxie, hacía daño a la gente! —proseguí—. Nadie tiene derecho a hacer algo así.

Christopher asintió.

—Una cosa es actuar en defensa de los demás. Otra es hacerlo por deseos egoístas, por muy comprensibles que estos puedan parecer.

Parecía tan apenado que me daba reparo preguntarle más cosas. Sin embargo, fue su tristeza lo que me llamó la atención más poderosamente que cualquier otra cosa. Era como si cuanto hacía la señora Bethany le doliera a él personalmente. ¿Tanto le importaban los espectros, todos ellos? No. Aquello era algo que le afectaba a él, no como líder de aquel mundo espectral o en lo que fuera que se había convertido, sino como el hombre que había sido.

Entonces se me ocurrió una extraña idea; era ridícula, pero no podía quitármela de la cabeza. Christopher me contempló fijamente, consciente de que había algo que me inquietaba. Incluso su sonrisa era triste.

—Bueno, ahora ya lo sabes —dijo—. Confía en tu intuición. Aquí verás muchas cosas que en cualquier otro sitio te estarían vedadas.

De nuevo la claridad de ese mundo había ejercido su magia en mí, ¿o no era así? De todos modos, me resultaba difícil creerme aquello. Hice la pregunta de forma indirecta, por si estaba en un error:

—Christopher… ¿qué te ancla a ti al mundo? ¿O quién?

—Mi amada esposa, aunque hace casi doscientos años que no hablo con ella.

¿Estaba diciendo lo que me parecía que estaba diciendo?

—Entonces tú eres…

—Christopher Bethany —concluyó—. Ya conoces a mi esposa.

Capítulo dieciséis

—L
a señora Bethany es tu mujer —repetí.

A pesar de que lo había adivinado, no podía asimilar aquella información. El líder de los espectros estaba casado con uno de los vampiros más poderosos y despiadados que existían.

—Pero, entonces, ¿por qué odia tanto a los espectros?

Si estaba casada con un espectro, sin duda estos tendrían que gustarle un poco, cuando menos. O tal vez no. Tal vez hubieran roto o algo así. Un divorcio tenía que ser algo especialmente desagradable después de doscientos años de matrimonio.

Pero Christopher negó con la cabeza.

—No he hablado con ella desde mi muerte.

—¿Por qué no? ¿Porque es vampiro? ¿Acaso ella… fue ella quien te mató? —Me corregí—: Oh, no, claro. Dijiste que era la única persona que te había sido fiel.

—Esa es mi historia, y solo me pertenece a mí —dijo Christopher. Su voz tenía esa brusquedad que solo noté en sus primeras apariciones aterradoras en Medianoche. Sin embargo, tras darse cuenta de mi tensión, se calmó ostensiblemente—. Sin embargo, ahora esto te afecta a ti y a las personas que te son próximas. Así que no está mal que preguntes.

Maxie, olvidado su enojo por el castigo especial que yo había empleado, lo miró con asombro:

—¿Nos vas a contar de dónde vienes?

Tuve la impresión de que aquel era un secreto muy bien guardado.

Christopher la fulminó con la mirada.

—Se lo contaré a Bianca porque tiene que ver con su existencia —respondió—. Pero no guarda ninguna relación con la tuya.

Maxie dio un bufido y se marchó ofendida, taconeando con fuerza con sus zapatos brillantes de tacón. Desapareció en medio de un grupo de gente que parecía vestida casi exclusivamente con plumas y pinturas. Me volví hacia Christopher.

—Si no quieres hablar de ello —dije—, la verdad, da igual. Es cosa tuya.

Yo quería respuestas, pero no pretendía chismorrear.

—Pronto verás el modo en que nuestros caminos se cruzan. Estos acontecimientos empiezan a formar parte también de tu historia.

Hizo un gesto con la mano hacia el cielo, que al instante se oscureció, como si, en lugar de hallarnos en el exterior, nos encontrásemos dentro de una especie de planetario. En lugar de tener a nuestro alrededor la ajetreada y caótica tierra de los objetos perdidos, nos quedamos totalmente a solas, en una especie de vacío. Aunque él no me lo dijo, comprendí que aquello estaba fuera del alcance de la mayoría de los espectros, y también del mío. Aquella habilidad asombrosa era algo que Christopher había logrado tras permanecer muchos siglos atrapado entre los mundos.

—¡Vaya! —exclamé—. ¿Qué es esto?

—Vamos a viajar para ver el pasado.

—¿Vamos a retroceder en el tiempo?

Después de la cantidad de cosas extrañas que me habían ocurrido, resultaba raro que aquello me sorprendiera. Parecía sacado de una película de ciencia-ficción. A Vic le habría parecido una pasada.

Pero Christopher negó con la cabeza.

—Vamos a viajar para ver —me corrigió—. El pasado es inalcanzable para cualquier poder, sea mortal o inmortal.

Aunque yo no tenía claro dónde estaba la diferencia, no hubo tiempo para preguntas. A nuestro alrededor empezó a materializarse un bosque a través del cual serpenteaba un estrecho camino de tierra, surcado por el paso de ruedas y caballos. Entonces se nos aproximó un carruaje tirado por dos grandes caballos de color gris pálido e iluminado por unas linternas a cada lado. Me pareció romántico, como salido de un novela de una de las hermanas Brontë.

Cuando menos esa era la impresión que daba, pero de pronto unas siluetas salieron de entre la oscuridad, como surgidas de la nada, y asaltaron el carruaje. Los caballos relincharon y resoplaron hasta que uno de ellos los sujetó por el arnés e hizo que todo se detuviera.

Proferí un grito ahogado, pero nadie parecía oírme; quizá esa fuera la diferencia entre ver el pasado y estar en él. Christopher se quedó quieto a mi lado mientras los salteadores de carruajes, o lo que fueran, abrían las puertas del coche. Bajo la luz de los fanales, les pude ver las caras, las sonrisas torcidas y los colmillos: eran vampiros al ataque.

—Bueno, bueno, ¿qué tenemos aquí? —gruñó uno de ellos—. ¿Invitados para la cena?

—Ya os diré yo lo que tenéis.

La señora Bethany, ataviada con un vestido estilo Regencia y con el pelo recogido en lo alto de la cabeza, sacó la cabeza por la portezuela, totalmente impasible ante el ataque. ¿Fue ese el momento en que se convirtió?

Entonces levantó una ballesta.

—Vais a tener que correr —dijo.

Los vampiros se dispersaron, pero no lo bastante rápido. La señora Bethany alcanzó a uno, de forma que la flecha de madera se le hundió en el corazón. Al instante, el cochero y los hombres de librea entraron en acción, todos ellos armados, todos ellos con aplomo y determinación penetrando en el bosque en pos de los vampiros.

—¡Rápido! —gritó la señora Bethany al tiempo que saltaba del carruaje con un revuelo de faldas. Había vuelto a cargar la ballesta y, a pesar de la oscuridad, apuntó y derribó a otro vampiro con un solo disparo. Su sonrisa relucía en la oscuridad de la noche.

»¡Ya los tenemos!

Lanzó una carcajada mientras sacaba un sable del interior de su túnica. Cuando lo alzó, yo me volví; ya había visto decapitar a un vampiro, y con una vez en la vida era suficiente. En cuanto oí el golpe viscoso y espeluznante, hice una mueca, pero, de pronto, abrí los ojos asombrada.

—Esa manera de luchar… La manera en que se lanza…

Eso yo lo había visto antes.

—Está bien entrenada, ¿no te parece?

Christopher no apartaba la mirada de la señora Bethany.

—Si cazaba vampiros y sabía exactamente qué debía hacer, entonces es que ella era… Tenía que ser… ¿La señora Bethany pertenecía a la Cruz Negra?

Tuve que volver a mirarla. La lucha había terminado, los vampiros yacían a sus pies. Bajo la luz de la luna, sonreía dulce y cariñosa mientras corría hacia uno de los hombres de librea, el cual, entonces me di cuenta, era Christopher un poco más joven. Se abrazaron, los brazos de ella bien ceñidos en torno al cuello de él, y se besaron con tanta pasión que me sonrojé.

—Los dos nos criamos entre cazadores de la Cruz Negra —explicó Christopher mientras contemplaba la antigua felicidad que había compartido con su esposa—. Cuando emigré a Estados Unidos en los primeros años de la independencia, me puse en contacto con el comando de Boston. Allí fue donde nos conocimos. En esa época había muy pocas mujeres cazadoras, pero a ella nadie la cuestionaba. Era la mejor luchadora de todos. Los vampiros siempre la subestimaban, hasta que era demasiado tarde para reaccionar. Entre ellos surgió la leyenda de una cazadora que era bella y letal a la vez, pero, para su desgracia, no creían en su existencia. En ocasiones, lo último que decían cuando la estaca se les hundía en el pecho era: «Es ella».

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