Libros de Sangre Vol. 2 (23 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Libros de Sangre Vol. 2
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Se lanzaron inmediatamente en su persecución, excitados por la facilidad de su victoria, dejando a Ivanhoe que convirtiera en palangana una de las tumbas, la limpiara de crisantemos y vomitara.

En cuanto empezó a subir por la cuesta, Rex comprobó que no había farolas a lo largo de la carretera y se sintió más seguro. Podía disolverse en la oscuridad, en la tierra, lo había hecho miles de veces. Atajó por un campo. Aún no habían cosechado la cebada, que se inclinaba por el peso de las semillas. La pisoteó al atravesarla, moliendo granos y tallos. A su espalda los perseguidores empezaban a perder terreno. El coche en que se habían montado en tropel se detuvo junto a la carretera; distinguía sus luces, una azul y dos blancas, a lo lejos. El enemigo profería una algarabía de órdenes, palabras que Rex no comprendía. No tenía importancia; conocía a los hombres. Se asustaban en seguida. No saldrían a buscarlo demasiado lejos; usarían la oscuridad como excusa para posponer la persecución, diciéndose que en cualquier caso sus heridas eran mortales. Eran tan crédulos como niños.

Subió a la cima de la colina y contempló el valle. Detrás de la carretera, iluminado: con los faros del coche del enemigo, el pueblo era como una rueda de luz cálida, con destellos intermitentes de luz azul y roja en el cubo. Más allá, se extendía por todas partes el manto impenetrable de la oscuridad de las colinas, sobre las que brillaban en enjambres y espirales las estrellas. De día parecía un valle acolchado, un pueblecito de maqueta. De noche era insondable, le pertenecía más a él que a sus enemigos.

Éstos ya volvían a sus guaridas, como había previsto. La persecución había concluido por el momento.

Se tumbó en el suelo y contempló cómo se consumía un meteoro y caía hacia el sudoeste. Fue un resplandor breve e intenso, que dibujó los contornos de una nube y luego desapareció. Aún faltaba mucho para que se hiciera de día, disponía de algunas horas por delante para curarse. Pronto volvería a estar fuerte: y entonces, entonces… los reduciría a todos a cenizas.

Coot no estaba muerto: pero quedó tan maltrecho que apenas si había diferencia. Tenía el ochenta por ciento de los huesos fracturados o rotos; la cara y el cuello eran un laberinto de desgarrones; tenía una mano tan aplastada que resultaba irreconocible. Era bastante probable que muriera. Sólo era cuestión de tiempo y de falta de voluntad.

En el pueblo quienes habían entrevisto tan sólo un fragmento de lo que ocurrió en la depresión ya andaban contando su versión de la historia, y los testimonios concedían crédito a las fabulaciones más fantásticas. El caos del camposanto, la puerta derrumbada de la sacristía, el coche acordonado de la carretera que iba al norte. Fueran cuales fuesen, pasaría mucho tiempo antes de que se olvidaran los sucesos de la noche de aquel sábado.

No se celebró el oficio por el festival de la cosecha, hecho que no sorprendió a nadie.

Maggie insistía:

—Quiero que volvamos todos a Londres.

—Ayer querías quedarte. Integrarte en la comunidad.

—Eso fue el viernes, antes de todo este… este… Hay un maníaco suelto, Ron.

—Si nos vamos ahora, no volveremos nunca.

—¿Qué estás diciendo? Claro que volveremos.

—Si nos vamos cuando el pueblo está amenazado, tenemos que abandonarlo para siempre.

—Eso es ridículo.

—Eras tú la que tenía tanto empeño en que nos vieran, en que nos integráramos en la vida del pueblo. Bueno, pues también tendremos que solidarizarnos con las víctimas. Y yo me quedo… quiero ver qué pasa. Tú puedes volver a Londres. Llévate a los niños.

—No.

Ron suspiró con fuerza.

—Quiero comprobar que lo han capturado: sea quien sea. Quiero ver que el asunto está resuelto, verlo con mis propios ojos. Es la única manera de que nos volvamos a sentir a salvo en este lugar.

Maggie asintió a regañadientes.

—Al menos salgamos un rato del hotel. La señora Blatter se está volviendo turulata. ¿Nos acercamos a verla en coche? A que nos dé un poco el aire…

—Sí, ¿por qué no?

Hacía un maravilloso día de septiembre: el campo, siempre dispuesto a sorprender, rebosaba de vitalidad. Flores tardías ponían una nota de color a los setos que bordeaban la carretera, los pájaros se les cruzaban por delante del coche. El cielo tenía un azul celeste, las nubes eran como una fantasía en crema. A pocas millas del pueblo empezó a disiparse el recuerdo de los horrores de la noche anterior y la exuberancia de aquel día comenzaba a alegrar los ánimos de la familia. Cuanto más se alejaban de Zeal menos miedo sentía Ron. Al poco rato se puso a cantar.

En el asiento trasero, Debbie se hacía la caprichosa. Unas veces «Tengo calor, papá», otras «Quiero un zumo de naranja, papá»; cuando no decía «Tengo pis».

Ron dejó el coche en un tramo vacío de carretera y se hizo el padre indulgente. Los niños lo habían pasado muy mal; hoy se les podía consentir un poco.

—De acuerdo, cariño, puedes hacer pis aquí y luego iremos a por un helado.

—¿Dónde está el re-re? —preguntó ella. Qué expresión más estúpida; era un eufemismo de su suegra.

Maggie intervino. Era más hábil con los caprichos de Debbie que Ron.

—Lo puedes hacer detrás del seto —le sugirió.

Debbie puso cara de aterrorizada. Ron intercambió una sonrisita con Ian.

El niño tenía cara de estafado. Empezó a hacer muecas, imitando a un perro con las orejas gachas.

—Date prisa, ¿quieres? —murmuró—. Así podremos ir a algún sitio agradable.

«Un sitio agradable», pensó Ron. «Quiere decir un pueblo. Es un niño de ciudad: va a costar mucho tiempo convencerle de que una colina con una buena vista es algo agradable.» Debbie seguía imposible.

—No puedo ir ahí, mama…

—¿Por qué?

—Me podría ver alguien.

—Nadie te va a ver, cariño —la tranquilizó Ron—. Haz lo que te dice tu madre. —Se volvió hacia su mujer—. Acompáñala, amor.

Maggie no se inmutó.

—No es necesario.

—No puede saltar la verja sola.

—Ve tú con ella entonces.

Ron no estaba dispuesto a ponerse a discutir; se obligó a sonreír.

—Vamos —dijo.

Debbie bajó del coche y Ron la ayudó a saltar la puerta de hierro para que llegara al campo. Lo acababan de cosechar. Olía a… tierra.

—No mires —le advirtió, atenta—, no
debes
mirar.

A sus nueve tiernos años ya era una manipuladora.

Podía jugar con él mejor que con el piano, por muchas clases de música que recibiera. Él lo sabía tan bien como ella. Le sonrió y cerró los ojos.

—De acuerdo. ¿Lo ves? Tengo los ojos cerrados. Date prisa, Debbie. Por favor.

—Prométeme que no me espiarás.

—No te espiaré —Dios mío, pensó, lo está convirtiendo en una auténtica obra de teatro—. Date prisa.

Echó una ojeada al coche. Ian estaba sentado detrás, leyendo, absorto en alguna novela de aventuras barata, impertérrito. El chico era demasiado serio: una sonrisa a medias de vez en cuando era todo lo que conseguía sacarle Ron. No era afectación, no se trataba de una expresión teatral de misterio. Se contentaba con que su hermana representara todos los papeles.

Detrás del seto, Debbie se bajó las bragas de domingo y se puso en cuclillas pero, después de tanto jaleo, se le habían ido las ganas de hacer pis. Se concentró, pero eso sólo sirvió para hacerlo más difícil.

Ron oteó el horizonte. Unas gaviotas se disputaban un bocado de cardenal. Las estuvo contemplando un rato, cada vez más impaciente.

—Venga, cariño.

Volvió a mirar al coche; Ian lo estaba observando, con el aburrimiento, o algo parecido, pintado en la cara. ¿Había algo más, una profunda resignación?, pensó Ron. El niño se puso a leer de nuevo su cómic,
Utopía,
haciendo caso omiso de su mirada.

Y entonces chilló Debbie; fue un grito de los que destrozan tímpanos.

—¡Jesucristo! —Ron saltó la puerta al instante con Maggie pisándole los talones.

—¡Debbie!

Se la encontró de pie contra el seto, mirando el suelo, balbuciendo y con la cara roja.

—¿Qué ocurre, por el amor de Dios?

Farfullaba sonidos incoherentes. Ron siguió la trayectoria de su mirada.

—¿Qué pasa? —A Maggie le costaba trabajo saltar la puerta.

—Nada… nada.

Había un bulto muerto a medio enterrar en una esquina del campo, entre un montón de escombros. Le habían arrancado los ojos; el pellejo, podrido, hormigueaba de moscas.

—Dios mío, Ron.

Maggie lo miró acusadoramente, como si fuera él quien había dejado eso ahí a mala fe.

—No te preocupes, amor —dijo adelantándose a Ron y estrechando a Debbie entre sus brazos.

Sus sollozos se calmaron un poco. Niños de ciudad, pensó Ron. Tendrían que acostumbrarse a este tipo de cosas si querían vivir en el campo. Aquí no había barrenderos que se llevaran cada mañana a los gatos atropellados. Maggie la estaba acunando, parecía más tranquila.

—Se le pasará —dijo Ron.

—Claro que sí. ¿Verdad que sí, cariño? —Maggie la ayudó a subirse las bragas. Seguía gimoteando. El susto le había hecho olvidar su deseo de un poco de intimidad.

En el coche, Ian oyó el maullido de su hermana y trató de concentrarse en el cómic. «Es capaz de cualquier cosa con tal de llamar la atención», pensaba. «Que haga lo que quiera.»

De repente se quedó a oscuras.

Levantó la vista del libro, malhumorado. A la altura de su hombro, a unos veinte centímetros de distancia, había algo agachado para verlo mejor. Tenía una cara monstruosa. Trató de chillar, pero no pudo: tenía la lengua paralizada. Todo lo que pudo hacer fue arañar el asiento y patalear inútilmente cuando unos brazos largos y llenos de cicatrices entraron por la ventana para atraparlo. Las uñas de la bestia le rasparon los tobillos y le destrozaron los calcetines. Perdió uno de sus zapatos nuevos en el forcejeo. Le había cogido por el pie y le arrastraba por el mojado asiento hacia la ventana. Recuperó la voz. No es que fuera exactamente su voz, era una voz patética, ridícula, que no tenía nada que ver con el pánico que se había apoderado de él. De todas formas, ya era demasiado tarde; le había sacado las piernas por la ventana y ya tenía las nalgas casi fuera. Cuando tuvo el torso al aire libre miró por la ventana trasera y vio a su padre como en un sueño, con una expresión completamente grotesca. Estaba saltando la verja, venía a socorrerle, a salvarle, pero iba demasiado despacio. Ian comprendió desde el principio que no tenía escapatoria, porque había muerto mil veces en sueños de una forma semejante y papá nunca había llegado a tiempo. Tenía una boca más grande que todas las que le había atribuido, era un pozo al que estaba cayendo de cabeza. Olía como los cubos de basura que había detrás del comedor del colegio, pero mil veces más fuerte. Cuando le arrancó el cuero cabelludo de un mordisco vomitó en la garganta del monstruo.

Ron no había chillado en su vida. Eso era cosa de mujeres, o lo había sido hasta entonces. Al ver a esa bestia de pie, cerrando las mandíbulas en torno a la cabeza de su hijo, no pudo reprimir un grito.

Rex lo oyó y se dio la vuelta, sin rastro de miedo en la cara, para descubrir de dónde procedía. Las dos miradas se encontraron. Los ojos del Rey atravesaron a Milton como un dardo, dejándolo paralizado sobre la carretera y dándole escalofríos en la espina dorsal. Fue Maggie quien rompió el hechizo, su voz sonó como si estuviera entonando un canto fúnebre.

—Oh… por favor… no.

Ron consiguió desprenderse de la mirada penetrante y se dirigió hacia el coche, hacia su hijo. Pero ese momento de vacilación le había dado una ocasión preciosa (que, por otra parte, no le hacía ninguna falta) a Rex, y ya estaba lejos, con la presa entre los dientes, meciéndose de lado a lado. La brisa arrastró las gotas de la sangre de Ian hacia la carretera, hacia Ron, que las sintió caer sobre su cara como en una delicada ducha.

Declan se quedó en el presbiterio escuchando un tarareo. Un sempiterno tarareo. Tarde o temprano descubrirla el origen de ese murmullo y lo destruiría, aunque eso supusiera, como era bastante probable, su propia muerte. Su nuevo amo se lo exigiría. Pero eso formaba parte del curso normal de los acontecimientos; no le asustaba la idea de la muerte, ni mucho menos. En los últimos días se había dado cuenta de las ambiciones que llevaba años abrigando (ambiciones que a veces no había expresado, ni pensado siquiera).

Mirar a ese bulto negro mientras le orinaba encima había supuesto la mayor de las dichas. Si esa experiencia, que antaño le habría dado asco, podía resultar tan satisfactoria, ¿cómo sería la muerte? Todavía más excelsa. Y si lograba que fuera Rex quien lo matara con su propia mano, esa mano de olor tan pestilente, ¿no sería el más glorioso de todos sus actos?

Contempló el altar y los restos del incendio que había apagado la policía. Después de la muerte de Coot lo estuvieron buscando, pero conocía una docena de escondites de donde jamás podrían sacarlo, y se cansaron en seguida. Tenían asuntos más urgentes. Cogió un montón de
Libros de oración
y los tiró sobre las cenizas húmedas. Las palmatorias estaban rotas, pero todavía se podían reconocer. La cruz había desaparecido, consumida o sisada por un agente de la ley largo de manos. Arrancó unos puñados de himnos y encendió una cerilla. Los viejos cánticos prendieron en seguida.

Ron Milton probaba el sabor de las lágrimas, un sabor que había olvidado. Hacia años que no lloraba, especialmente delante de hombres. Pero ya no le preocupaba: de todas formas, esos bastardos de policías no eran seres humanos. Se quedaron mirándole mientras contaba su historia, asintiendo como idiotas.

—Hemos llamado a todas las divisiones en un radio de cincuenta millas, señor Milton —le dijo un tipo blando de mirada compasiva—. Hay batidas por todas las colinas. Lo cogeremos, sea lo que sea.

—Me ha quitado a mi hijo, ¿comprende? Lo mató delante de mí…

No dieron muestras de apreciar el horror de la situación.

—Estamos haciendo todo lo que podemos.

—No es suficiente. Esa cosa… no es humana.

Ivanhoe, el de la mirada comprensiva, sabía perfectamente bien que no tenía nada de humano.

—Va a venir personal del Ministerio de Defensa: hasta que vean las pruebas no podemos hacer más de lo que hacemos —dijo. Y añadió, a guisa de justificación—: Es dinero del Estado, señor.

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