Cabeza Cruda. El nombre le resonaba como un latido en el oído. Cabeza. Cruda.
Desesperado, comprendiendo que sus débiles defensas mentales estaban a punto de venirse abajo, sus ojos se posaron sobre la estantería llena de vestidos que había a la izquierda de la puerta.
Cabeza. Cruda. Cabeza. Cruda. El nombre era como un mandato. Cabeza. Cruda. Cabeza. Cruda. Le sugería una cabeza rapada, sin defensas, una cosa a punto de estallar de dolor o de placer, poco importaba. Pero resultaría fácil descubrirlo…
Ya casi se había apoderado de él, lo sabía: ahora o nunca. Apartó una mano de la puerta y la estiró hacia la balda, en busca de un bastón. Sentía un cariño especial por uno de ellos. Lo llamaba su bastón de «campo a través», una vara de metro y medio de fresno sin corteza, usada y dura. La agarró con la punta de los dedos.
Rex había sacado partido de la falta de resistencia que le oponía Coot y estaba introduciendo ya su brazo correoso, indiferente a los desgarrones que le producía la jamba. La mano, y sus dedos —fuertes como el acero—, habían alcanzado los pliegues de la chaqueta de Coot.
Este levantó la vara de fresno y golpeó el codo de Rex donde el hueso estaba más cerca de la piel. La madera se astilló con el golpe, pero cumplió su cometido. El monstruo retiró velozmente la mano y empezó a aullar de nuevo. Al desaparecer los dedos, Coot cerró de un portazo y echó el pestillo. Hubo un breve compás de espera, tan sólo unos segundos, antes de que volviera a empezar el ataque, esta vez fueron dos puños los que golpearon la puerta. Las bisagras empezaban a combarse, la madera rechinaba. Pasaría poco tiempo, poquísimo tiempo, antes de que lograra entrar. Era fuerte y ahora, además, estaba furioso.
Coot cruzó el vestíbulo y cogió el teléfono. «Policía», dijo, y empezó a marcar. ¿Cuánto tiempo le quedaba hasta que la bestia recapacitara, dejara la puerta en paz y se dirigiera a los ventanales? Estaban sellados con plomo, pero cederían en seguida. Disponía de algunos minutos como mucho, probablemente de segundos; dependía de la capacidad intelectual del monstruo.
La conciencia de Coot, liberada del influjo de la de Rex, era una algarabía de fragmentos de súplicas y plegarias. «Si me muero —se sorprendió pensando— ¿seré recompensado en el cielo por morir de una manera más brutal que la que le espera en buena lógica a cualquier cura de pueblo? ¿Otorga el paraíso alguna compensación a quien muere con las entrañas fuera en el vestíbulo de su propia sacristía?»
En la comisaría de policía sólo quedaba un oficial de servicio: el resto estaba en la carretera norte recogiendo los restos de la fiesta de Gissing. El pobre hombre apenas si podía comprender las súplicas del reverendo Coot, pero el ruido de madera astillada y el eco de los aullidos que tapaban sus balbuceos eran inconfundibles.
El oficial colgó el teléfono y pidió ayuda por radio. La patrulla de la carretera norte tardó veinte o veinticinco minutos en contestar. En ese tiempo Rex había hundido el paño de la puerta de la sacristía y se disponía a destrozar el resto. Eso no significaba que la patrulla lo supiera. Después de lo que acababan de ver, el cuerpo carbonizado del conductor y la virilidad diezmada de Gissing, se habían vuelto tan insolentes como antiguos veteranos de guerra. Al oficial de comisaria le costó un minuto largo convencerlos de que la voz de Coot estaba totalmente descompuesta. Para entonces Rex ya había logrado entrar.
Ron Milton contemplaba desde el hotel el desfile de luces parpadeantes por la colina, escuchaba las sirenas y los aullidos de Rex y las dudas le asediaban. ¿Era éste el tranquilo pueblo en el campo en que quiso instalarse con su familia? Miró a Maggie, a quien el ruido había despertado, pero que se había vuelto a dormir. Tenía un frasco de somníferos sobre la mesilla de noche, casi vacío. Se sintió protector, aunque ella se le hubiera reído en las narices: quería ser su héroe. Sin embargo, era ella quien iba a clases de defensa personal por la noche, mientras él engordaba a base de comidas caras. Le producía una tristeza inexplicable verla dormir, saber que tenía tan poco poder sobre la vida y la muerte.
Rex estaba en medio del vestíbulo de la sacristía envuelto en confetis de madera. Tenía el torso acribillado de astillas y docenas de heridas pequeñas le sangraban por el cuerpo jadeante. Su sudor acre impregnaba el vestíbulo como si de incienso se tratara.
Olisqueó el aire en busca de su hombre, pero ya debía de estar lejos. Apretó los dientes, frustrado, emitió un leve silbido gutural y se dirigió a grandes zancadas hacia el estudio. El ambiente era cálido y confortable en esa habitación, lo notaba a veinte metros de distancia. Rodeó la mesa de despacho y destrozó dos sillas, en parte para ganar espacio, pero sobre todo por el placer de destrozar, luego arrojó el guardafuego y se sentó. Estaba rodeado de calor: un calor curativo y vivo. Le deleitaba sentir cómo le acariciaba la cara, el bajo vientre, las extremidades. También le calentaba la sangre, evocándole recuerdos de otros fuegos, de fuegos que había provocado en campos de trigo en flor.
Y le vino a la memoria otro fuego, cuyo recuerdo trataba de eludir, pero no podía dejar de pensar en él: la humillación de aquella noche le acompañaría siempre. Habían escogido cuidadosamente la estación: era verano avanzado, no había llovido en dos meses. El sotobosque del Bosque Salvaje era pura yesca, hasta los árboles vivos prendían fácilmente. Le habían hecho salir de su fortaleza con los ojos bañados en lágrimas, aturdido y asustado, y se vio rodeado por cantidad de estacas con púas, de redes y de… esa
cosa
que esgrimían, cuya sola vista le detenía.
Claro que no fueron lo bastante valientes como para matarlo: eran demasiado supersticiosos para eso. Además, ¿no estaban reconociendo su autoridad mientras lo herían, no era su terror el homenaje que le ofrecían? Por eso lo enterraron vivo, y eso fue peor que la muerte. ¿No fue eso lo peor de todo? Porque podía vivir toda una eternidad sin morir jamás, ni aunque lo metieran bajo tierra. Lo dejaron condenado a esperar cien años y a sufrir, a esperar un siglo y otro siglo, mientras las generaciones pisaban la tierra que tenía encima, vivían, morían y lo olvidaban. A lo mejor no lo olvidaron las mujeres: incluso a través de la tierra podía distinguir su olor cuando se acercaban a la tumba y, aunque no supieran nada de él, se sentían inquietas y convencían a sus maridos de que se marcharan para siempre de aquel lugar, de forma que se quedaba absolutamente solo, sin que un solo espigador le hiciera compañía. La soledad era la venganza de los hombres, creía, por la época en que él y sus hermanos se habían llevado a las mujeres a los bosques, las habían desnudado, violado y soltado, sangrando, pero fértiles. Morían al parir los frutos de las violaciones; ninguna anatomía femenina podía soportar los pataleos de un híbrido, sus dientes o su angustia. Ésa fue la única venganza que él y sus hermanos se tomaron sobre el sexo débil.
Rex se acarició y contempló la reproducción de
La luz del mundo
que colgaba con su marco dorado encima de la repisa de la chimenea de Coot. La imagen no le suscitaba temor ni remordimiento: era una descripción de un mártir asexuado, desconsolado y con ojos de liebre. Eso no suponía ningún obstáculo. El verdadero poder, la única potencia que podía derrotarlo, había desaparecido aparentemente: se había perdido para siempre, un pastor virgen le había usurpado el trono. Eyaculó en silencio y su semen fino cayó en el hogar. El mundo era suyo; lo iba a gobernar sin ningún tipo de oposición. Tendría calor y comida en abundancia. Hasta bebés. Sí, carne de bebé, era la mejor. Criaturas recién paridas, todavía ciegas.
Se estiró, suspirando ante la perspectiva de tantos finos bocados, con la cabeza repleta de monstruosidades.
Desde su refugio en la cripta, Coot distinguió el chirrido de los coches de policía al detenerse junto a la sacristía y luego el ruido de pasos sobre el camino de grava. Decidió que había por lo menos media docena. Sería suficiente, sin duda.
Atravesó con cuidado las tinieblas, dirigiéndose a la escalera.
Alguien lo tocó: estuvo a punto de chillar, pero se mordió a tiempo la lengua.
—No te vayas ahora —le dijo una voz por detrás. Era Declan, y hablaba demasiado alto como para tranquilizarlo. El monstruo estaba encima de ellos, en alguna parte, los oiría si no se andaban con ojo. Por Dios, que no los oyera.
—Está encima de nosotros —dijo Coot en un susurro.
—Ya lo sé.
Parecía que la voz le saliera de las entrañas y no de la garganta; era como si tuviera un filtro de mugre.
—Hagamos que baje, ¿no? Te quiere, ¿sabes? Quiere que yo…
—¿Qué te ha pasado?
El rostro de Declan se distinguía en la oscuridad. Hizo una mueca, enloquecido.
—Creo que a lo mejor también te quiere bautizar a ti. ¿Qué te parece? ¿Te gustaría? Se meó encima de mí, ¿comprendes? Y eso no es todo. No, quiere más que eso. Lo quiere todo. ¿Me oyes? Todo.
Declan agarró a Coot con un abrazo de oso que apestaba a la orina de la criatura.
—¿Vienes conmigo? —le dijo a Coot con una mirada maliciosa.
—Pongo mi fe en Dios.
Declan se echó a reír. No fue una risa estúpida; rezumaba verdadera compasión por aquella alma perdida.
—Él es Dios —replicó—. Estaba aquí antes de que se construyera esta casa de mierda, y tú lo sabes.
—También había perros.
—¿Eh?
—Y eso no significa que les tenga que dejar que me levanten la pata y se me meen encima.
—¡Si será listo el cabrón! —dijo Declan con la sonrisa torcida—. Él te enseñará. Cambiarás.
—No, Declan. Suéltame.
El abrazo era demasiado estrecho.
—Subamos las escaleras, cara de acelga. No hay que hacer esperar a Dios.
Arrastró a Coot hacia las escaleras sin dejar de abrazarlo. Ni palabras ni argumentos lógicos, a Coot no se le ocurría nada: ¿qué podía decir para que Declan comprendiera su degradación? Entraron torpemente en la iglesia, y Coot miró inmediatamente el altar, buscando un poco de alivio, pero no consiguió nada. Estaba devastado. Las vestiduras estaban hechas jirones y untadas de excrementos, la cruz y las palmatorias estaban en medio de una hoguera de libros de oraciones que ardía alegremente sobre los escalones del altar. Por la iglesia flotaban carbonillas, el aire estaba lleno de humo.
—¿Has hecho tú esto?
Declan gruñó.
—Él quiere que destruya todo esto. Que lo desmonte piedra a piedra si no queda más remedio.
—No se atreverá.
—Claro que sí. No le tiene miedo a Jesús, no le tiene miedo a… Su seguridad desapareció de repente, fue un instante muy significativo, y Coot explotó esa vacilación.
—Aquí hay algo a lo que le
tiene
miedo. Si no, habría venido él y lo habría hecho solo…
Declan no miraba al sacerdote. Tenía los ojos vidriosos.
—¿Qué es, Declan? ¿Qué es lo que no le gusta? Puedes decírmelo. Declan le escupió a Coot en la cara un esputo de flema que le colgó de la mejilla como una babosa.
—No es asunto tuyo.
—En nombre de Dios, Declan, mira en qué te ha convertido.
—Reconozco a mi señor en cuanto lo veo…
Declan estaba temblando.
—… y tú vas a hacer lo mismo.
Obligó a Coot a darse la vuelta, a mirar hacia la puerta que daba al sur. Estaba abierta, y la criatura se encontraba en el umbral, agachándose ágilmente para entrar por el portal. Coot vio por primera vez con claridad a Rex y empezó a tener miedo de veras. Había tratado de no pensar demasiado en su tamaño, su mirada, sus orígenes. Ahora, mientras se le acercaba a pasos lentos, hasta majestuosos, reconoció su poderío. A pesar de su melena y de sus aterradoras hileras de dientes no era una mera bestia; lo estaba atravesando con la mirada, que relucía con un desprecio más profundo del que pudiera sentir ningún animal. Abrió la boca más y más; los dientes, de dos y cuatro centímetros de largo, no dejaban de descubrirse, y aún no había abierto la boca del todo. Cuando no tuvo escapatoria, Declan soltó a Coot. Éste, de todas formas, no se habría movido: aquella mirada era demasiado insistente. Rex alargó la mano y recogió a Coot. El mundo se puso a dar vueltas…
Había siete agentes y no seis, como creyó Coot. Tres iban armados. Sus armas procedían de Londres, el sargento y detective Gissing las había encargado. El difunto sargento y detective Gissing, que pronto habría de ser condecorado póstumamente. Esos siete bravos y valientes estaban bajo el mando del sargento Ivanhoe Baker. Ivanhoe no era un héroe, ni por afición ni por educación. La voz, que esperaba que no le traicionara y diera las órdenes pertinentes cuando llegara el momento, se le convirtió en un gañido apagado cuando Rex salió del interior de la iglesia.
—¡Ya lo veo! —dijo.
Todo el mundo lo veía: medía dos metros setenta, iba cubierto de sangre y parecía la encarnación del infierno andante. A nadie le hacía falta que se lo señalaran. Sin que Ivanhoe lo ordenara, le apuntaron con la pistola: los hombres desarmados se sintieron desnudos; besaron sus porras y se pusieron a rezar. Uno de ellos echó a correr.
—¡Quieto! —chilló Ivanhoe; si esos hijos de puta salían corriendo se quedaría solo. No le habían provisto de una pistola, sólo le dieron autoridad, y eso no suponía ningún alivio.
Rex seguía sujetando a Coot por el cuello con el brazo extendido. El reverendo pataleaba a medio metro del suelo, con la cabeza reclinada y los ojos cerrados. El monstruo esgrimió el cuerpo ante sus enemigos en prueba de su poder.
—¿Podemos… por favor… podemos… disparar a ese bastardo? —inquirió uno de los agentes armados.
Ivanhoe tragó saliva antes de contestar.
—Alcanzaremos al cura.
—Ya está muerto —dijo el agente.
—No lo sabemos.
—Tiene que estarlo. Mírelo.
Rex sacudía a Coot como si fuera un edredón, y a ese edredón, para disgusto de Ivanhoe, se le estaba cayendo el relleno. Luego la bestia lanzó casi con desgana a Coot contra la policía. El cuerpo golpeó la grava a pocos metros de la puerta y se quedó inmóvil. Ivanhoe recuperó la voz…
—¡Disparen!
Los agentes no necesitaban que nadie los animara; ya habían apretado el gatillo antes de que acabara de pronunciar la palabra.
Tres, cuatro, cinco balas alcanzaron a Rex en rápida sucesión, casi todas en el pecho. Le escocieron y levantó un brazo para protegerse la cara. Con la otra mano se cubrió los huevos. Era un dolor que no había previsto. La herida que le provocó el rifle de Nicholson fue olvidada gracias a la alegría de la sangría que vino inmediatamente después, pero estos dardos le hacían daño y no cejaban. Le entró miedo. El instinto le impulsaba a lanzarse contra esas trayectorias explosivas y centelleantes, pero sentía un dolor demasiado intenso. En lugar de eso, dio la vuelta y emprendió la retirada saltando por encima de las tumbas mientras se dirigía hacia el refugio de las colinas. Conocía bosquecillos, madrigueras y cuevas donde esconderse y hacer tiempo para meditar acerca de este nuevo contratiempo. Pero antes que nada tenía que eludir a esos hombres.